Cada día nos sorprende más amargamente con una multiplicación y diversificación de las situaciones de maltrato hacia todos los animales. Entiendo aquí el concepto de “animal doméstico o amansado” en el sentido amplio que maneja la legislación penal. En ese concepto entrarían en consideración no solo los animales domésticos, sino también los animales de producción o los asilvestrados, quedando únicamente excluidos los que viven en estado salvaje. La investigación científica, la sensibilidad social sobre el tema y el propio Tratado de Lisboa de la Unión Europea hacen que sea obvio afirmar que el sufrimiento de todos ellos importa (o debe importar) igualmente porque unos y otros son seres que sienten, que son capaces de sufrir emociones negativas y disfrutar de las positivas. Y ello, al margen de que nuestro derecho haya optado por conceder una mayor protección a unos determinados animales por el mayor vínculo que tenemos con ellos, o limitar esa protección a otros por una diversidad de razones e intereses (culturales, económicos...).
Comentábamos que son muy diversas las formas de hacer sufrir a los animales, a veces de forma consciente y con dolo, otras negligente, inconscientemente o por desconocimiento de las necesidades del animal que deben ser satisfechas. Vemos situaciones de maltrato que se cometen individualmente o en grupo, por adolescentes o por personas adultas, por hombres o por mujeres (en una minoría), por extraños o por los propios dueños o sus próximos. También es muy diverso el entorno del maltrato, en zonas rurales o en las ciudades, en público (raramente) o en el ámbito privado, en el contexto de una relación laboral o fuera de ésta. Además, se puede causar sufrimiento al animal de forma directa, para hacerle daño, o instrumentalmente, con el fin de causar sufrimiento a otras personas o con el objetivo de obtener un beneficio económico. Hay maltrato por diversión, maltrato por maldad, maltrato por desidia, porque hay una enfermedad mental... Se trata de una diversidad de situaciones de violencia, tanto leves como las más graves, y una pluralidad de agresores que, en todo caso, generan un sufrimiento injustificado e intolerable al animal o los animales, en su caso a sus dueños (salvo que sean los propios maltratadores) y a la sociedad.
Pero, al mismo tiempo, paradójicamente, vemos poca diversidad en las formas de responder y castigar esa diversidad de situaciones de maltrato animal. Solo se nos ocurre (legalmente) la multa cuando se trata de una infracción administrativa, o la cárcel cuando se trata de un comportamiento más grave que se encuentre tipificado en el Código penal, acompañado de sanciones de inhabilitación para trabajar con animales o para su tenencia. Aunque se trata de una tendencia que empieza a cambiar lentamente, lo cierto es que la duración menor de las penas de cárcel previstas legalmente para el delito de maltrato animal ha hecho que, hasta el momento, la pena de cárcel apenas se aplique para estos delitos y es suspendida o sustituida por otro tipo de penas.
Se trata de una sustitución o suspensión que ha acabado generando una sensación social de impunidad y, como contrapartida, se exigen las soluciones más drásticas cuando la violencia ejercida contra el o los animales resulta especialmente cruel. En estos casos, cuando se trata de delitos que atentan contra la vida o la integridad física o psíquica de quienes entendemos como especialmente frágiles, nuestro discurso limitador y minimizador de la pena de cárcel por sus efectos criminógenos se viene abajo. En ese caso, parece que asumimos que quienes los maltratan no son recuperables, no se pueden reinsertar y merecen sufrir el mismo daño que han causado a los animales.
A la hora de valorar la respuesta que necesariamente se debe dar a estos comportamientos de maltrato animal, debemos considerar varias cuestiones. En primer lugar, siempre decimos que no se puede legislar en caliente, cuando el debate sobre el caso está en la calle y sin tiempo para analizar los factores que están detrás de la situación de maltrato, que, en ningún caso, resulta justificable. Y no se puede porque el legislador debe valorar -apoyándose en investigación científica- los efectos directos e indirectos de una determinada medida, sobre todo si ésta es más restrictiva de derechos, debe reflexionar sobre su efectividad para el logro de fines de prevención y porque es preciso considerar todos los intereses en juego en un determinado conflicto.
En esa misma línea, es algo asumido por la dogmática penal y la criminología actuales, que la finalidad del castigo debe ser siempre evitar la reincidencia de quien delinquió o la delincuencia de quien pudiera tener tentación de incurrir en un acto delictivo, así como la reparación del daño causado. De manera que, si queremos prevenir efectivamente el maltrato animal, deberemos analizar qué situaciones hay detrás de cada caso para determinar un castigo que sea capaz de evitar una situación de reincidencia y a su vez sea capaz de educar a la sociedad en un comportamiento que aliente el bienestar animal y erradique cualquier comportamiento que haga sufrir a los animales. Difícilmente lograremos prevenir con castigos estereotipados que sirvan para castigar cualquier tipo de comportamiento o con el automatismo en la concesión de suspensiones del castigo que, además, puede que no cuenten con medios para la ejecución de las condiciones impuestas.
Es cierto que las instituciones avanzan muy lentamente en la regulación de cuestiones relacionadas con el bienestar animal. Así, el legislador está (¡por fin!) por la labor de recoger por escrito, en la legislación, que los animales son seres sintientes y, en consecuencia, no es posible tratarlos como cosas inanimadas. Como avanzábamos, tampoco el poder judicial queda al margen del tema y la judicatura asume que el bien jurídico protegido con el delito de maltrato animal es la vida y la integridad física y psíquica del animal, se muestra sensible al lugar que ocupa el animal en las relaciones familiares y sociales e intenta apostar por medidas creativas que sancionen el daño causado, eviten la reincidencia y reparen en la medida de lo posible el daño causado. En esa línea, recientemente hemos visto cómo un tribunal norteamericano castigaba a un cazador que había matado de forma furtiva a cientos de ciervos a ver una vez al mes, en el centro penitenciario en el que está recluido durante un año, la película de 'Bambi' para que, presuntamente, aprenda sobre el sufrimiento de una cría de ciervo que pierde a su madre que cae abatida por un cazador (como él). Tengo mis dudas sobre la efectividad preventiva y reinsertadora de la medida realizada desde la cárcel y con una película de corte tan antropocéntrico como la utilizada. Quizás sería más efectiva la puesta en marcha de programas con animales en prisión que pudiera ayudar a la reinserción y la responsabilización de forma complementaria o el desarrollo de programas de concienciación realizados fuera del entorno penitenciario.
En ese sentido, algo más realistas parecen los pasos que se han dado en nuestro país. En concreto, el presidente de la Audiencia Provincial de Alicante ha apostado por implementar el artículo 83 del Código penal que permite suspender la pena de prisión en casos de maltrato, con la obligatoriedad de acudir a cursos de reeducación en cuestiones de bienestar animal (“participación en programas formativos de protección de los animales”) que, pretendidamente, logren concienciar al maltratador del daño causado y eviten su reincidencia. Es evidente que la clave estará en que se vele para que la asistencia al curso sea de provecho y que todo incumplimiento sea reportado para que la suspensión de la pena de prisión quede revocada. En esos programas formativos, se podrían incluir perspectivas de justicia restaurativa, donde personas que trabajan por el bienestar animal puedan concienciar del impacto de este tipo de delitos. Se trata de una medida importante porque la suspensión de la pena de prisión sin que vaya acompañada de una medida que conciencie sobre el daño causado no promueve la reinserción y genera en el agresor una sensación de impunidad que puede alentar la comisión de nuevos delitos y en la sociedad una impresión de que la legislación que protege a los animales es papel mojado.
En todo caso, lo interesante sería pensar si otras medidas alternativas al internamiento tendrían sentido en el logro de esos fines de prevención y reparación. Cabría indagar si lo tendría, por ejemplo, el realizar servicios en beneficio de la comunidad como otra de las medidas que permitiría suspender la pena corta de prisión prevista para los supuestos de maltrato animal. Es claro que la respuesta dependerá del sentido que le queramos dar al maltrato y de las condiciones de ejecución de la medida. Los trabajos en beneficio de la comunidad, si pretende ser una medida significativa para el agresor y generar un beneficio a la sociedad deberán lograr que el agresor reflexione a través del servicio sobre el daño que ha causado. Ello se logrará cuando el servicio está directamente relacionado con la agresión cometida y acorde con la gravedad de los hechos con un tiempo de prestación ajustado. La prestación de servicios en protectoras (públicas o con convenio público, que garanticen la utilidad pública del servicio realizado) que cuidan de animales maltratados o abandonados, acompañados por programas psicoterapéuticos previos en su caso, sería una buena opción porque coloca al agresor ante situaciones de animales que han sufrido.
Además, con esta prestación de servicios se evita un sentimiento social de impunidad en las situaciones de suspensión de la pena de prisión carentes de contenido. Sin embargo, aunque se ha puesto en evidencia que la ejecución de la medida no suele ser sencilla porque supone una sobrecarga para las administraciones públicas que deben supervisar la medida y reportar al Juzgado de Vigilancia penitenciaria cualquier incidencia en su cumplimiento, también es cierto que la prisión sigue siendo una intervención más cara, desde un punto de vista económico y humano.
Además, son muchas las suspicacias y dudas que genera la medida: ¿podemos fiarnos de que ese maltratador entre en contacto con animales? ¿podría si además se ha impuesto la medida de inhabilitación para la tenencia de animales? ¿habrá una supervisión adecuada? ¿habrá una formación complementaria del maltratador en cuestiones de bienestar animal? ¿es suficiente castigo? Una vez más, aquí estamos centrando todo el debate en el castigo, olvidando contextualizar y dejando de lado otras funciones como la prevención o la reparación. Por ello, algunas de esas respuestas dependerán del sentido que le demos al castigo, de si optamos por la prevención o por la retribución, de si queremos un castigo más eficaz o un castigo más duro. Otras dependerá de las condiciones de ejecución de las medidas, de si se cuenta con personal de supervisión suficiente, de que haya una formación previa, de que se explique al agresor las razones del castigo. También dependerá del propio agresor y su voluntad para comprender el daño causado y querer cambiar su comportamiento ulterior.
En esa línea de utilizar la pena como un medio educativo para transformar al agresor, se podría pensar si algunas alternativas a la justicia tradicional se podrían aplicar a los casos de maltrato animal. Por ejemplo, se podría pensar si la justicia restaurativa sería útil en algunos supuestos de maltrato animal en que los que se den determinadas condiciones. Hay que indicar que la justicia restaurativa y su filosofía de acción entienden que la justicia penal, aunque necesaria, tiene algunas carencias y no cumple con los objetivos que se propone. Principalmente entiende que las dos partes implicadas en el delito, la víctima y el agresor y sus respectivas familias, quedan excluidas de la solución del conflicto que se ha generado a partir del delito. Así, la víctima queda en un segundo plano y actúa en el marco del proceso como un testigo cualificado, el agresor no se responsabiliza efectivamente del delito cometido porque solo se le exige que cumpla con la pena impuesta y la comunidad más cercana se desentiende de sus propias responsabilidades. Para evitar esos efectos perversos de la justicia penal, la justicia restaurativa, más allá de la compensación o reparación económica de los daños, apuesta por integrar a ambas partes en un diálogo mediado por un facilitador en el que la víctima cuente cómo se ha sentido tras el delito (como forma de reconocimiento) y el agresor dé su versión de los hechos (sin exculparse) y escuche a la víctima, para llegar a una solución acordada por ambas partes que les permita reparar el daño causado de forma significativa para ambas partes. Se asume que la conciencia del daño causado a la que se llega con el diálogo logrará la responsabilización real del agresor por ese daño y, en su caso, evitará la reincidencia, al tiempo que fomentará la reparación del daño causado a la víctima. Como asegura Varona, se trata de vincular responsabilización y reparación.
Para una buena parte de la delincuencia recogida en el Código penal las herramientas de la justicia restaurativa funcionan muy bien, logrando una satisfacción para ambas partes que va más allá de la reparación (o no) que se logre. Cuando estamos ante un delito de maltrato animal surgen dudas adicionales ¿es la víctima el animal o su dueño? ¿y si el maltratador es el dueño del animal? ¿cuál debe ser el objetivo de un diálogo restaurativo en ese caso? ¿cómo entablar el diálogo? ¿con quién? ¿y si las partes no quieren? Vamos por partes.
La primera cuestión es la discusión sobre quién es la víctima en un delito de maltrato animal. Parecería obvio pensar que si el bien jurídico protegido del delito de maltrato es la vida, la integridad física o psíquica del animal, el sujeto pasivo es el animal. Sin embargo, conforme a la Directiva de derechos de las víctimas y el Estatuto español, el animal no puede ser víctima porque ésta es sólo una persona física. Así, formalmente sería víctima su dueño (salvo que, como ocurre en muchas ocasiones, sea el propio agresor) por la pérdida moral y económica que supone para él y simultáneamente lo sería la sociedad que tiene un interés en castigar adecuadamente estos delitos para prevenirlos y reparar el daño causado. En segundo lugar, es evidente que si consideramos al dueño como víctima o perjudicado, éste sí que podría participar en un diálogo restaurativo. Podría como perjudicado que ha sufrido por el daño causado a su animal y el daño económico y moral que se le ha ocasionado a él con el objetivo de plantear una reparación oportuna para reparar ese daño. Pero también podría participar si el dueño fuera el maltratador quizás, más bien, con el objetivo de que comprenda el daño real que se ha causado, conscientemente o no, a su animal. En ambos casos, es obvio que el animal no puede participar directamente en un diálogo restaurativo. Por ello será necesario acudir a formas imaginativas de representación de los intereses del animal y que permitan comprender igualmente la entidad del daño que se le ha causado. Por ejemplo, se ha planteado la posibilidad de un diálogo mediado con un veterinario o etólogo que explique las consecuencias que el maltrato ha tenido para la vida del animal, o con el dueño o cuidador de un animal víctima de un hecho similar en que él no ha sido el agresor.
En todo caso, resulta más obvio todavía que la condición indispensable para que el diálogo restaurativo genere efectos reparativos para la víctima y responsabilizadores para el agresor es que ambas partes conozcan el objetivo del proceso y lo que se espera de ellas y consientan libre y honestamente en participar. La cuestión es si creemos que esa medida es más eficaz que las actuales conforme a datos empíricos y principios éticos en la tarea de educación y prevención del maltrato animal y si es suficiente para disuadir al resto de incurrir en comportamientos de maltrato animal. Quizás lo importante sea abrir la vía para que si las víctimas y perjudicados así lo quieran puedan optar por esta vía ante agresores dispuestos sinceramente a escuchar y a intentar cambiar.