Los pescadores se abalanzan contra un tiburón que acaban de sacar del agua. Apenas se puede mover, le tienen cogido por la cola. Tampoco le dura mucho porque se la rebanan de un cuchillazo y le roban su tan preciada aleta caudal: para el pescador, un trofeo por el que alguien pagará mucho dinero; para el tiburón, una parte de su cuerpo sin la que no podrá sobrevivir.
Otro hombre le corta las aletas pectorales, y luego la dorsal, y cuando por fin se las amputan todas, arrojan su cuerpo al mar de una patada. Por si había alguna duda, el animal más sanguinario que merodea los mares no es otro que el ser humano. Quien lo quiera ver que lo vea.
Esta atrocidad se llama aleteo, cercenamiento de aletas o ‘shark finning’ y consiste, como habrá imaginado, en arrancarle las aletas a un tiburón y lanzar su cuerpo al mar. Los pescadores alegan que los escualos abultan mucho y que su carne se paga mal, así que prefieren deshacerse del resto del cuerpo y dejar espacio en la cubierta para peces más rentables, como el atún.
Sigamos. La desgracia del tiburón no termina con una muerte rápida. Su cuerpo está mutilado, pero sigue vivo y consciente mientras se hunde bajo el mar a la espera de una muerte inevitable. Sin aletas no puede nadar y, por lo tanto, no consigue respirar. Se desangra. Se ahoga. Se muere.
Tan cruel e inhumana práctica ha acabado siendo prohibida en algunos países. Desde 2013 el ‘shark finning’ es ilegal en aguas europeas, no así el comercio de las aletas de escualos. “Las aletas de tiburón –dice la el reglamento europeo– no se podrán cercenar completamente antes del desembarque” lo que obliga a que los tiburones lleguen al puerto –ya muertos– “con las aletas naturalmente unidas al cuerpo”.
Tras ese tímido avance, las organizaciones ecologistas y animalistas han estado presionando para terminar de una vez por todas con un mercado que acaba con la vida de entre 100 y 270 millones de tiburones al año. Luego veremos qué problemas acarrea esta pesca indiscriminada, pero antes podemos celebrar que en 2022 se ha dado otro pasito en la buena dirección: la iniciativa ciudadana 'Stop Finning – Stop The Trade' ha conseguido superar a tiempo el umbral del millón de firmas y la Comisión Europea tendrá que discutir si pone fin a un mercado tan injustificable como el de las aletas de tiburón. Y, en este debate, España tendrá mucho que decir.
No es país para tiburones
En lo que respecta a los animales, España lidera otra lista de la vergüenza: ningún país exporta tanta carne de tiburón como éste. Más de 180.000 toneladas entre 2009 y 2019, según un detallado informe de WWF –solo disponible en inglés– que responsabiliza al Estado español “del declive de la población de tiburones (…) y del deterioro de los océanos”.
La pesca nacional, de hecho, se embolsa casi 1 de cada 4 euros del mercado mundial de carne de tiburón. Del marrajo, el cazón y la tintorera se aprovecha la carne, mientras que las aletas –lo más valioso– se exportan a Asia. Y ahí tenemos otro problemón.
Sin la pretensión de ponernos geopolíticamente trascendentales, el auge de la clase media china es una pésima noticia para el planeta y para los animales. Es a China a quien vendemos la carne de las tan denostadas macrogranjas –España es su proveedor de cerdo número uno– y también es quien nos compra pieles de visón a mansalva.
Sin embargo, –se viene giro de guion para bien– una excelente campaña de la ONG Wildaid en colaboración con el gobierno chino y la estrella del baloncesto Yao Ming ha conseguido reducir drásticamente el consumo de sopa de aleta de tiburón en la segunda potencia mundial. En una década la demanda en la china continental ha caído un 80%, según la misma ONG. Ni tan mal.
Pero, entonces: ¿por qué se siguen matando decenas de millones de tiburones cada año? Es ahí donde entra el giro de guion para mal: los mercados emergentes –Hong Kong, Tailandia y Macao– se han sumado al furor por la sopa de aleta de tiburón y la demanda de carne de escualo se ha disparado en Brasil, Uruguay, Reino Unido e Italia.
Por partes: el furor se explica porque, por ejemplo, en el mercado de Hong Kong –que importa la mitad de aletas de tiburón del mundo– pueden llegar a los 1.250 euros/Kg. Éstas son, para desgracia de los escualos, el ingrediente estrella de la maldita sopa de aleta de tiburón, una “delicia” culturalmente muy popular y un símbolo de estatus en Asia que se sirve en restaurantes de lujo, bodas y banquetes. Si no lo entiende o le viene un exabrupto racista, cambie ‘aleta de tiburón’ por ‘foie gras’ y vuelva a leer este párrafo.
En fin, la lista de países que no han prohibido el cercenamiento de aletas de tiburón es larga, pero como son tan rentables hay quienes –como España, Francia y Portugal– siguen pescando millones de escualos tanto por el aceite de su hígado como por su carne. Como decíamos, la gran ventaja competitiva es que es barata. Lo podrá comprobar el lector si entra en un bar y compara el precio del cazón en adobo, el marrajo a la plancha o la tintorera al ajo y limón con el precio del tartar de atún o salmón.
¿Pero qué hay de malo en pescar tiburones?
Back to basics: El principio que rige el especismo es que abrazamos perretes y torturamos cerditos para comernos su cadáver. Hacerlo al revés es delito y no matar ni a uno ni a otro es de radicales. Esta extrañísima pirámide moral, que solo se puede sostener con un sistema de propaganda y opresión arraigadísimo, no tiene, a día de hoy, ningún sentido.
Dicho esto, nos saltaremos el razonamiento ético y la explicación genérica sobre porqué el rechazo al maltrato debería incumbir a todas las especies que pueden padecer dolor y sufrimiento –como los peces– y nos centraremos en lo específico: La pesca de tiburones es un desastre que se puede y debe criticar desde varios frentes.
Vaya por delante que sí, es difícil empatizar con un pez. Por eso, haríamos bien en encontrar argumentos alternativos –que los hay – para sumar adeptos. Dando por sentado el argumento antiespecista –el respeto a la vida de los otros animales– y que la brutalidad del ‘shark finning’ es inaceptable, no parece buena idea para el equilibrio de los ecosistemas acabar con el depredador alfa, el que se encuentra en la cima de la cadena trófica.
Y es que a nivel global estamos matando cada año entre 100 y 273 millones de tiburones. Es difícil dar un dato preciso por culpa de la pesca ilegal –no declarada– y la dudosa fiabilidad de algunos datos, pero es que incluso desde el punto de vista antropocéntrico, lo que hacemos con los tiburones ni siquiera es económicamente viable a largo plazo. La ONG Sea Save lo explica así: “Los tiburones juegan un papel clave en la salud del ecosistema oceánico. Cazan a los miembros débiles de los bancos de peces y eliminan rápidamente los peces enfermos antes de que se vean afectadas las pesquerías enteras. Hoy en día, algunas poblaciones de tiburones han disminuido entre un 60 y un 70%”.
Esta extinción masiva de especies está ocurriendo ahora mismo con muchos otros animales víctimas de la sobrepesca, pero con el tiburón se añade un agravante muy concreto: maduran sexualmente tarde, lo que se traduce en una tasa de reproducción baja y, por lo tanto, los estamos llevando a la extinción. Y eso no es una previsión catastrofista: ya está pasando en el mismísimo Mediterráneo.
Un último argumento al margen de la empatía animal, la conservación de los ecosistemas y el modelo económico que queremos para nuestros océanos. También por motivos de salud –la de los humanos, se entiende– la Unión Europea debería dejar de exportar aletas de tiburón: “Consumir aletas de tiburón es peligroso. El cartílago tiene un alto nivel de mercurio y altos niveles de una potente neurotoxina que los científicos han relacionado con enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer y el Parkinson, según un estudio reciente publicado en la revista Marine Drugs”.
Y que no venga nadie con que a los tiburones hay que matarlos porque son peligrosos. Por muchos traumas que creara Spielberg con su maldita película, en 2021 murieron once personas por ataques de tiburón –uno de los animales menos letales– mientras que nuestra especie asesinó 100, 200 o 300 millones de tiburones. Que no se nos olvide que aquí el malo de la película es el ser humano.