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El toreo, un mal ¿menor?

Óscar Carrera

20 de septiembre de 2023 06:00 h

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El toreo nos ha legado algunas perlas de sabiduría a lo largo de su historia. No cabe discusión al respecto. Cuando ponían en cuestión el oficio que había elegido, Manuel García ‘El Espartero’ replicaba, con chispa decimonónica: “Más cornás da el hambre”. Cuando hoy se pone en cuestión el conjunto de esta profesión, una de las réplicas más típicas de los aficionados a la tauromaquia es: “Pero seguro que coméis carne”.

Por supuesto, el modo en que se usa esta coletilla -sabiendo que prácticamente todos los taurinos comen carne- resulta cuestionable: el taurino, al emplearla, se está jactando indirectamente de que no le importan ni unos animales ni otros; una especie de alarde de insensibilidad. Sin embargo, a ti, ya que te importan los toros, también deberían importarte otras especies. Y en esta segunda parte, al menos, puede que tengan razón.

Un creciente número de españoles se muestran hoy contrarios a los toros, y la lucha contra este deporte de sangre se ha llegado a identificar con la lucha contra el maltrato animal en general. Recordemos el nombre original de PACMA: Partido Antitaurino Contra el Maltrato Animal. Y eso cuando los toros, en términos de muerte y maltrato, quizá sean un problema menor.

Digo “menor” en un sentido puramente comparativo. Por supuesto, el sufrimiento del toro en la plaza es evidente, y, por supuesto, herir hasta la muerte a un ser sintiente no es un espectáculo que todo español lleve por el mundo con orgullo. Sin embargo, aunque para el toro individual que sufre no suponga ninguna diferencia, es justo decir que, en un sentido estrictamente cuantitativo, eso es poco sufrimiento, en comparación con el cómputo total que desencadenan nuestras actividades cotidianas. Léase: consumir ingentes cantidades de alimentos de origen animal.

Se estima que en España mueren al año miles de animales en festejos taurinos. Tomemos la cifra más elevada, de 70.000, y comparémosla con los animales que han muerto en los mataderos españoles en años recientes (interpretado aquí para 2020): en torno a 900 millones de individuos al año, para satisfacer la demanda interna, pero también una voluminosa exportación. Si hacemos un sencillo cálculo, veremos que en un solo día mueren al menos 35 veces más seres sintientes en nuestros mataderos que en nuestras plazas de toros en un año, siendo generosos con las cifras. Si tomamos la cifra más baja y realista para los toros, los 10.000 que citan PACMA o AnimaNaturalis, morirían 246 veces más animales en mataderos en un día que toros en un año. Evidentemente, estas cifras no incluyen peces o invertebrados marinos, cuyo número resulta prácticamente incalculable. Por mucho que nos disgusten los toros, tendremos que reconocer que no es el problema de mayor escala.

Los taurinos también dicen que los toros de lidia han tenido unas señoras vidas... comparativamente hablando. Para empezar, han tenido unas vidas. El reglamento vigente dice que para entrar en la plaza el toro de lidia ha de tener entre cuatro y seis años de edad. Es una fracción de lo que podrían vivir si se les permitiera, sin duda, pero han tenido alguna experiencia del mundo. Otra cosa es que esa experiencia sea tan plácida como nos la presentan.  

Si creemos que con los animales que comemos sucede lo mismo, nos equivocamos. A menudo hablamos de “las vidas” buenas o malas que tienen estos animales como si les permitiera vivir décadas antes de ser enviados al matadero. En realidad, los animales criados para carne casi nunca superan el año de vida: en el caso de los cerdos, tienen de tres a seis meses de edad cuando son sacrificados; los pollos, tres semanas. Apenas empiezan a vivir cuando los electrocutamos y les cortamos la garganta.

Hay excepciones, ¿no? Unos pocos animales tienen vidas mejores, y más largas. Todos hemos oído alguna vez estampas bucólicas sobre las maravillosas vidas de los cerdos de Jabugo. Y, en efecto, el cerdo ibérico tiene más suerte: puede llegar a superar el año de vida. No quiero decir con esto que una buena vida justifique una muerte violenta, y menos a una edad temprana: aun cuando los sacrificáramos a una edad avanzada, tendríamos que encontrar una razón moralmente relevante para privarles de su vida, que obviamente aprecian como la única que tienen.

Pero, por lo menos, son vidas que no están marcadas por el sufrimiento cotidiano que caracteriza a una mayoría de animales de granja en nuestro país, continente y quizá planeta. Se ha llegado a calcular que más del 90% de los animales de granja del mundo (terrestres y acuáticos) se encuentran sometidos a un modelo industrial. En cualquier caso, son mayoría en los países “desarrollados”. En España, que lleva décadas apostando por este modelo para satisfacer exportaciones y el mayor suministro per cápita del continente, el gran público parecería haberse dado cuenta recientemente de su existencia y las ha bautizado como macrogranjas (que en realidad se refiere sólo a las explotaciones más grandes de un modelo que ya es transversal).

Se podría decir que, en un sentido, lo mejor que tienen estas breves vidas es su brevedad. Para todo lo demás, les animaría a informarse de mano de quienes han conseguido penetrar en una de las industrias más opacas del planeta. Y he aquí otra diferencia importante, que de nuevo deja en relativo buen lugar a la tauromaquia: en los toros el sufrimiento se expone a la luz del día, mientras que en el caso de la (mayoritaria) ganadería industrial se oculta incluso del taurófilo más empedernido, incluso del cazador más orgulloso, incluso del que dice que no le importan nada los animales. Como señalaba Carolyn Steel, al recorrer las zonas rurales de un país europeo la escasez de ganado podría darnos la impresión de que su población es prácticamente vegetariana, pese a que nunca hemos sido menos vegetarianos, de media, que en el último medio siglo. Es habitual que en un país occidental haya más pollos que seres humanos, y sin embargo difícilmente veremos a los primeros. ¿Por qué será? ¿Qué habrá que ocultar? ¿No será que el ciclo vital del toro -tal como nos lo presentan los taurinos- incluye una suerte de compensación entre una vida en la dehesa y una muerte violenta? ¿Qué pasaría si la vida fuera tan fea como la muerte, o peor?

Las llamadas macrogranjas son un pilar de nuestra sociedad, pues resultan imprescindibles para abastecer a poblaciones como la Europa del siglo XXI, que insisten en centrar sus comidas en productos de origen animal. Simplemente, no hay espacio para tanto cerdo suelto. (De hecho, en países como España ni siquiera lo hay ya para tanto cerdo hacinado, pero esa es otra cuestión). Mientras una sociedad siga persiguiendo una dieta centrada en la carne, lácteos y huevos -dieta que por cierto poco tiene que ver con la de buena parte del mundo, ni con la “tradicional” de nuestros abuelos o bisabuelos-, tendrá que seguir hacinando animales entre sus propios excrementos, sin contacto con la tierra o la luz del sol. Viviendo en tales condiciones que la industria tiene asumido que un porcentaje de los individuos morirá directamente en las granjas (en el caso del cerdo en España, un 10%).

Tal es el sistema de producción que todos apoyamos (aunque sea con nuestros impuestos), cuyos productos glorificamos, y que, sin embargo, no queremos conocer por nada del mundo. Se trata de mamíferos y aves, cuya capacidad de sentir está fuera de toda duda científica. Hablamos, de hecho, de gran parte de los mamíferos y las aves: en términos de biomasa, los animales domesticados suman el 94% de los mamíferos no humanos y el 70% de las aves del planeta. Como nos recuerda el historiador Yuval Noah Harari, los animales de granja suponen la mayoría de animales grandes en la superficie terrestre, por lo que es difícil encontrar un “maltrato animal” de magnitud parecida. Sólo en los peores momentos de la guerra o el esclavismo se ha tratado a seres capaces de sufrir tan como objetos, tan en contra de todo criterio científico y ético que decimos atesorar, tan en contra de aquello que nos gustaría ser como individuos y como sociedad y que directamente contradecimos cada vez que hacemos la compra.

La ganadería industrial es repudiada por prácticamente todos aquellos que se han atrevido a investigarla, incluyendo defensores notorios de comer animales como Michael Pollan. Parece que, como afirmaba Matthew Scully -asistente de George W. Bush y redactor de discursos para Bush, Sarah Palin o Melania Trump-, resulta aberrante independientemente de la ideología o visión del mundo que uno sostenga. Si nos atrevemos, repito, a investigarla.

Por número de muertes, por esperanza de vida, por las condiciones de esta, el toro de lidia pareciera estar ganando este debate… Y no hemos ahondado en el destino de sus hembras, a las que se permite vivir más años que a la vaca lechera promedio, y por supuesto que a los machos “improductivos” de esas vacas o de las gallinas ponedoras, que serán sacrificados en tiempo récord y de formas que de nuevo debieran poner en cuestión nuestra retórica sobre el progreso de nuestras sociedades y especie (por ejemplo, triturándolos vivos). Existe, sin embargo, un argumento que aún no hemos examinado: la carne nos nutre, es nuestro alimento, y el toreo sería un simple espectáculo, sufrimiento y muerte gratuitos.

El problema radica quizá en que no sabemos -o no queremos saber- que en una sociedad occidental contemporánea comer carne es igualmente innecesario, igualmente una elección (y una con un elevado coste medioambiental). Resulta que sólo en la República de India los vegetarianos suman más de 300 millones, lo que supone que al menos uno de cada veinte seres humanos en el planeta es vegetariano. Después de décadas de dudas y resistencias, las grandes asociaciones de nutricionistas que se han pronunciado recientemente al respecto afirman con rotundidad que una dieta vegetariana bien planeada es apta para todas las etapas de la vida, y que puede ayudar a prevenir ciertas enfermedades comunes en las sociedades occidentales; la gran mayoría extiende lo mismo a las dietas vegetarianas estrictas o veganas.

Comer carne tiene un agravante adicional: además de gratuito e innecesario, como el toreo, a menudo es también banal. Uno, al menos, no percibe que el bocadillo de choped o la pechuga de pollo de la cena tengan más carga afectiva, cultural o estética que una corrida de toros para sus aficionados. Si hablamos de estética, compararíamos una corrida de toros con un banquete puntual y altamente significativo, más que con el descuidado hiperconsumo de productos de origen animal al que estamos acostumbrados.

El escenario resultante sería el siguiente: unos pocos se deleitan puntualmente en un espectáculo donde se sacrifican cada año millares de animales que han vivido comparativamente bien hasta que son deportados, y cuyo sufrimiento en la plaza dura unos veinte minutos. Mientras tanto, la mayoría no podemos prestar menos atención a nuestro consumo cotidiano de productos de unas industrias que hacen sufrir diariamente a millones de seres sintientes, desde que nacen hasta que son enviados a un matadero. Para colmo, muchos de los segundos se refieren a los primeros como un residuo de una época barbárica, no ilustrada (si supieran lo que escribían los ilustrados históricos…). En alguna ocasión se ha empleado la imagen de un “torero vegano” para evocar a una persona que vive sumida en contradicciones, pero está por ver si dicho torero tendría más que el resto de su sociedad indiferente.

El toreo nos ha legado algunas perlas de sabiduría a lo largo de su historia. No cabe discusión al respecto. Cuando ponían en cuestión el oficio que había elegido, Manuel García ‘El Espartero’ replicaba, con chispa decimonónica: “Más cornás da el hambre”. Cuando hoy se pone en cuestión el conjunto de esta profesión, una de las réplicas más típicas de los aficionados a la tauromaquia es: “Pero seguro que coméis carne”.

Por supuesto, el modo en que se usa esta coletilla -sabiendo que prácticamente todos los taurinos comen carne- resulta cuestionable: el taurino, al emplearla, se está jactando indirectamente de que no le importan ni unos animales ni otros; una especie de alarde de insensibilidad. Sin embargo, a ti, ya que te importan los toros, también deberían importarte otras especies. Y en esta segunda parte, al menos, puede que tengan razón.