Lo que es una madre y cómo debería definir esa palabra la Real Academia Española está siendo objeto de debate en las redes sociales a raíz de la última campaña publicitaria de Puleva, un gigante de la industria láctea española. Rostros conocidos (Sara Carbonero, Vicky Martín Berrocal, Patricia Montero, Jesús Calleja o Christian Gálvez) nos invitan a explicar lo que creemos que es una madre y pedir a la RAE que cambie su definición.
Argumentan que una madre es mucho más que la explicación escueta y aséptica que figura en el diccionario, apenas una línea despojada de todo sentimiento: “Mujer o animal hembra que ha parido a otro ser de la misma especie”. Estamos de acuerdo con los impulsores de esa campaña. Una madre es, o al menos debería ser en todos los casos, mucho más que el ser que pare a otro.
Quienes no somos madres hemos escuchado a muchas que sí lo son explicar lo que sintieron al abrazar por primera vez a sus bebés, esa felicidad infinita acompañada siempre de un continuo temor ante cualquier amenaza que pueda quebrantarla. Nos resulta fácil empatizar con esa sensación, podemos llegar a hacernos una idea de lo que implica ese vínculo único y tan intenso que las palabras a veces solo lo empequeñecen.
Sin embargo, y gracias a la industria láctea, a sus campañas publicitarias y sus eslóganes engañosos, nos olvidamos de que la leche, los yogures, los quesos y todos sus derivados son el alimento que unas determinadas madres producen de forma natural para sus bebés. Nos han hecho creer que las vacas son “lecheras” pero sus cuerpos producen leche, como cualquier otra hembra mamífera, cuando son madres. Olvidamos que ellas también son madres, que como cualquier animal, humano o no, genera ese vínculo irremplazable.
Los ganaderos no ocultan que las vacas mugen llamando a sus crías, luchan por ellas y a veces incluso tratan de esconderlas para que no se las lleven de su lado. Esos pequeños seres indefensos que deberían crecer bebiendo la leche de sus madres pasan los días aterrados, llamándola, buscándola, succionando lo que encuentran aunque no se parezca en nada a la piel suave de su madre. Las terneras hembras recién nacidas son aisladas en pequeños cubículos y su destino es reemplazar a las vacas cuya producción de leche se haya reducido y hayan sido llevadas al matadero. Los machos son vendidos como carne de ternera con apenas unos días de edad, generalmente menos de un mes.
Sus madres desconsoladas todavía tienen leche cuando vuelven a inserminarlas artificialmente. Se las inmoviliza mientras alguien mete un brazo hasta el hombro dentro de sus cuerpos para introducirles el semen en el útero. El ritmo habitual es de un parto al año, y cuando ese ritmo no se cumple, siempre demasiado pronto en relación a su esperanza de vida natural, las vacas se convierten en carne “de segunda” y una ternera ocupa su lugar en la cadena de producción. Por término medio las granjas de productos lácteos envían al matadero al 25% de sus vacas cada año.
Las vacas de las explotaciones lácteas son “descornadas” para evitar que se lesionen en condiciones de evidente ansiedad para ellas. Si ese proceso se hace nada más nacer, se les aplica sosa caústica donde crecerían los cuernos para que no lleguen a aparecer. A partir de un mes de vida se utiliza un descornador eléctrico o un hilo de acero para arrancar los cuernos, por supuesto sin ningún tipo de anestesia o sedación.
Otra práctica habitual en la industria láctea es colocar en el hocico de los terneros una pieza metálica con protuberancias para que al intentar mamar la vaca sienta dolor y lo rechace. De esa forma, aunque no sean separados físicamente hasta unos días o semanas después del nacimiento, los ganaderos se aseguran de que toda la leche de las vacas se destina al consumo humano.
Al margen de su tamaño y de las condiciones concretas en las que tengan a las vacas y a sus terneros, las explotaciones lácteas son un negocio que como tal busca el mayor beneficio económico. No es extraño que los animales enfermos o que no cumplen las expectativas sean dejados morir sin ningún tipo de atención cuando ni siquiera resulta rentable llevarlos al matadero. Hemos visto granjas abandonadas con las vacas y sus terneros dentro, como si fueran parte de las instalaciones, o inundadas sin contar sus vidas más que como pérdidas materiales.
Es curioso cómo, sabiendo lo que es una madre y el vínculo que genera con sus bebés, obliguemos a tantas madres a pasar una y otra vez por el dolor que supone parir y ver cómo te arrebatan a tus hijos, y a tantos bebés a vivir aterrorizados desde el primero hasta el último día de su cortísima existencia. A unas y otros les robamos su leche, su alimento natural, para que acabe cuidadosamente envasada en los lineales de los supermercados, por supuesto ocultando todo ese dolor y mostrando en su lugar un falso mundo idílico de vacas felices pastando en el campo. A las pocas que llegan a saber lo que es pastar en el campo (la inmensa mayoría de las explotaciones son intensivas y las vacas viven permanentemente estabuladas) también las inseminan continuamente, también les roban a sus hijos y también las mandan al matadero cuando su ritmo de producción decae. La realidad es falseada para que no nos cuestionemos lo que estamos haciendo, para que sigamos consumiendo aunque para nosotros no sea necesario y a ellos les cueste hasta la última gota de su vida.
Una madre es un animal de cualquier especie que cuida de sus bebés, de sus crías, y se enfrenta a cualquier tipo de amenaza que las ponga en peligro. Que las busca desesperadamente cuando las apartan de su lado. Que sufre ansiedad, miedo, tristeza. Y eso es un bebé: un animal que necesita a su madre para sobrevivir, que la busca desesperadamente cuando le apartan de su lado. Que se muere de miedo cuando se ve sin ella.
Ningún producto lácteo merece romper el vínculo entre una madre y su bebé. Sea una mujer humana o sea una hembra de cualquier otra especie. Diga lo que diga el diccionario de la RAE, toda madre sufre cuando la separan de su bebé. Humana, vaca o cerda, una madre es una madre.
Podemos entender que la industria láctea quiera defender su negocio ante el descenso continuado del consumo de productos de origen animal y la creciente sustitución por alternativas vegetales. Pero no todo vale. Basta ya de burda manipulación para vendernos dolor, tortura, ansiedad, miedo y muerte en pulcros envases disfrazados de felicidad, salud y placidez. Sabemos lo que es una madre y lo que es su bebé, el vínculo que se crea entre ellos. Los hemos visto buscarse, los hemos oído llamándose. Los hemos visto dejarse morir y hemos llorado de emoción viendo el reencuentro entre una vaca y su ternero, ambos rescatados. No hay leche, yogur, queso ni filete que pueda borrar esas emociones. Lo que es una madre hay que sentirlo, y una vez que se siente es imposible hacer negocio con ello.