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Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Visita a un matadero

Los estudiantes, entre los que está la autora del texto, junto a sus compañeros durante la visita al matadero. Foto: Aula Animal

Aula Animal

Frío, calor, frío otra vez y más calor.

Cadáveres colgando del techo, filas enteras, moviéndose de una sala a otra.

Caminar buscando un hueco entre las mitades de sus cuerpos, porque no, no quiero que me rocen.

Saltar los charcos de sangre, pisar trozos de oreja y vísceras.

Llegan cerdos partidos por la mitad, uno tras otro sin parar, cada operario clava el cuchillo con un mismo gesto repetitivo una y otra vez. Cerdo a cerdo. Uno tras otro.

Vuelta al laberinto.

Cada sala un olor, una temperatura, una humedad, otro sonido.

Una puerta más que atravesar.

Cuanto más me adentro más reconocible es el animal que cuelga del techo, ya no está partido en dos, retumban sus gritos por toda la sala, entremezclándose con el ruido estridente de la gran maquinaria.

Es la sala de matanza.

Aquí todo parece suceder muy rápido o muy lento a la vez, depende con qué ojos elijas mirar.

Los hombres, cada cual con su función, se apresuran a cumplir su cometido, pieza tras pieza, siguen un ritmo ya marcado.

Cada cerdo que la máquina escupe será colgado, degollado por un tubo, paseado hasta desangrarse, agua fría, rodará sobre sí mismo hasta que su piel pierda su color. Volverá a ser colgado, para que su cuerpo entre en una máquina que escupe fuego. Y seguirá el laberinto que hará de él trozos de carne, embutido, morcillas, jamones, panceta, bacon y un sinfín de productos que alimentan el paladar de nuestra especie.

Ante sus ojos son puestos de trabajo, inmigrantes, familias que sobreviven, dinero, mucho dinero, toda una empresa. Ojos que se iluminan pensando en crecer, en llegar a matar 3.500 cerdos a la semana. Siempre y cuando la demanda lo permita. Una mezcla de precariedad, pasión y orgullo. El matarife se esfuerza en explicar la fuerza que este trabajo requiere, es cosa de hombres.

Los cerdos cuentan otra historia, otra vida, que acaba aquí. Son la vulnerabilidad recibiendo golpes.

Sigues el laberinto, y ahí están; los cerdos vivos; hemos llegado al inicio de su final. Su mirada atraviesa nuestros ojos, rompe la frontera de la piel.

Son miedo y angustia, gritos que retumban, cuerpos paralizados que se niegan a avanzar. Lo están diciendo; no, no quieren. Lo están gritando, lo ruegan con su mirada. Pero nadie les escucha ahí dentro, cuanto más se resisten más latigazos reciben.

Un hombre les grita y golpea para que entren en esa gran maquinaria diseñada para acabar con su resistencia, para hacer de ellos cuerpos indefensos a los que matar sin ver en sus ojos su mirada. Una máquina diseñada para atontarlos con el fin de matarlos con la mayor rapidez y eficacia posible.

Su discurso es otro, aquel hombre orgulloso nos habla de sufrimiento; el animal no sufre, respira CO2 hasta adormecerse por un rato, y entonces puede ser colgado y degollado hasta desangrarse, para luego hacer morcillas. A mí me suena a violación.

Todo son muros, barreras, que hacen de los hombres fríos cuerpos vacíos. El cerdo no es alguien, tan solo es material de trabajo, pues empatizar, sentir más allá de su piel, ver miradas más allá de su especie, sería un infierno ahí dentro, lo es. En un mundo así, obedecer y atender a la razón es más sencillo, es pura supervivencia. Se anulan las emociones. El dolor ya no duele, les protege el armazón de la razón.

Lo que pasa ahí dentro no es tan diferente del exterior.

Un mundo racional y lógico, coherente, ordenado, cada operario ocupa su lugar, y ese último lugar, un sin lugar, un mero instrumento es el de los animales no humanos.

Lo que he visto ahí dentro es especismo, sí, pero lo que sostiene ese especismo es el patriarcado y el capitalismo más feroz. Un mundo de hombres, donde ellos matan y ellas limpian, donde las emociones no tienen cabida, un mundo mecánico y frío, cuyo engranaje hace de la muerte y la violación un negocio y una cultura. Donde crecer económicamente y exportar a otros países es síntoma de alegría para unos e infierno para otros. Un mundo que no me gustaría habitar desde la piel de aquellos cerdos, que ahora son comida, aunque en el fondo siempre lo fueron. “Animales de granja”, cuyo fin ya estaba determinado antes de nacer, ser comidos por toda una población que hace de ellos objetos que sirven a su placer. Mera mercancía. Cualquier mujer sabe de lo que hablo. Cualquiera que no ocupe las primeras posiciones sabe a lo que me refiero. Un sistema que vive de engullir y destruir a “lxs otrxs”, un sistema que excluye vidas fuera de lo posible.

Las vidas de estos cerdos podrían haber sido de otra manera, podrían haber respirado el aire puro de un campo abierto, podrían haberse rebozado en el barro, disfrutar del sol y de la compañía de otros animales, podrían vivir más de un año, vivir su vida sin ser esclavos de nadie ni ser el futuro segundo plato. Podrían no haber vivido hacinados en una granja, sin espacio, con la única ocupación de engordar lo antes posible para resultar productivos y apetecibles. Podrían incluso no haber sido, no nacer de una cerda inmovilizada en una jaula, a la que inseminan y roban a sus hijos dos semanas después de parir, y vuelta a inseminar. Un ciclo que acabará en el matadero.

Podrían, pero no lo fueron, y esas son las consecuencias de nuestros actos, de nuestras costumbres, de nuestro lugar en el mundo. Son consecuencias. Pues se trata de ser honestas y ver la sangre que pisan nuestros pies con cada paso, porque la hay y dentro de esta jungla nadie se libra. Ver un matadero por dentro es eso, es meterme de lleno en la raíz de lo que somos, es algo propio, son nuestros actos.

No podemos mirar hacia otro lado, alejarlos de las ciudades, hacer como si nada e imaginar un mundo feliz. Ocultarlo para que no duela nos hace débiles e ignorantes, son barreras que esconden una realidad que existe, de la que somos responsables. Dejadnos ver, dejadnos sentir, dejadnos que duela, dejadnos ser, y solo entonces seremos más libres, capaces de crear otros posibles.

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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

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