En 1762, el año en el que Catalina la Grande ascendió al trono de Rusia, los dominios de este imperio se extendían desde las inmediaciones del Mar Negro hasta Siberia y los desiertos de Asia Central. A pesar de ello, la mayoría de este vasto territorio continuaba siendo terra incognita. Con el fin de llenar este vacío y recabar información, la recién nombrada emperatriz promovió la organización de varias misiones científicas de reconocimiento. Entre 1768 y 1774, cinco de estas expediciones fueron destinadas al estudio del Cáucaso y de los montañeses (gortsy) que residían a uno y otro lado de esta cordillera.
La institución encargada de llevar a cabo estas labores, la Academia de Ciencias de San Petersburgo, encomendó su organización al botánico alemán Peter Simon Pallas quien, a su vez, delegó la realización del trabajo de campo en dos subalternos: Johann Güldenstadt (1745 – 1781), un alemán del Báltico licenciado en medicina, y Samuel Gmelin (1744 – 1774). Cada uno de ellos se reservó un área de operaciones, a Gmelin le correspondió Daguestán y las costas bañadas por el Caspio; a Güldenstadt, Georgia y toda la mitad occidental. Los conocimientos recogidos por este último entre 1768 y 1775 se reunieron en una obra dividida en dos volúmenes editados en 1787 y 1791 que llevaba por título Viajes por Rusia y las Montañas del Cáucaso. Esta publicación se convirtió en una obra de referencia, en una especie de enciclopedia del Cáucaso que sirvió, entre otras cosas, para oficializar los límites territoriales de cada una de las etnias que coexistían en este espacio y sus correspondientes etnónimos y corónimos. La Academia de Ciencias volvió a repetir el mismo encargo algunos años después, a comienzos del siglo XIX. En esta ocasión, el elegido para proseguir y completar las investigaciones de sus predecesores fue otro alemán, Julius von Klaproth (1783 – 1835). El trabajo se llevó a cabo entre 1807 y 1809 y el resultado del mismo, los dos tomos de Viajes por el Cáucaso y Georgia, vieron la luz en 1812 y 1814.
Una vez superada la fase del “primer contacto”, las exploraciones científicas no dejaron de sucederse durante buena parte del siglo XIX. La primera expedición montañera digna de ese nombre fue llevada a cabo en 1829 por un grupo de naturalistas, geógrafos y militares rusos comandados por el general Georgi Emmanuel. Aunque no figuraba entre sus objetivos, algunos miembros del equipo decidieron probar suerte en las laderas del Elbrus, el techo del Cáucaso. El único afortunado que logró alcanzar la cima Este que, con sus 5.621 metros es la menor de sus dos cumbres, fue un gorets llamado Killar Khasirov. Una atribución que, dicho sea de paso, fue puesta en entredicho por los británicos que repitieron la hazaña unas décadas después.
La segunda mitad del siglo XIX estuvo marcada por nuevas y numerosas incursiones de alpinistas europeos. Los primeros en visitar estas latitudes fueron tres británicos (A.W. Moore, C.C. Tucker, D.W. Freshfield) acompañados por un guía francés llamado Françoise Devouassoud. Su primera campaña se desarrolló durante el verano de 1868 y estuvo restringida al sector en el que figuran las mayores alturas de toda la cordillera, el que se extiende entre el Elbrus y el Kazbek (5.047 metros). Ninguno de los componentes albergaba grandes expectativas acerca del resultado de la aventura dado su completo desconocimiento de la región. Sólo aspiraban a recorrer y reconocer a pie las dos vertientes del tramo que acabamos de indicar. Sin embargo, el balance final mejoró considerablemente cuando lograron pisar por primera vez la cumbre de ambas montañas.
Es necesario señalar que la idea de adentrarse en el Cáucaso, lejos de ser casual, obedeció a varias razones. La primera y más importante es posible que tuviera que ver con la necesidad imperiosa de aventura, de explorar territorios que hasta entonces habían permanecido fuera del alcance de los europeos. Esta necesidad se hizo más perentoria a partir de 1865, tras la conquista del Cervino, del último de los grandes retos que albergaban los Alpes. Ese acontecimiento supuso una ruptura, el fin de la edad dorada de las conquistas alpinas, y produjo una huida hacia delante o hacia destinos más exóticos y remotos. La segunda razón fue circunstancial y está vinculada a la curiosidad y fascinación que la Guerra de Crimea (1853 – 1856) y los escenarios en los que se desarrolló suscitaron entre los lectores occidentales.
Tanto Tucker como Freshfield dejaron abundantes testimonios escritos de sus andanzas. Los del primero son marcadamente ambivalentes porque los elogios y alabanzas que dedicó a los paisajes y a la naturaleza salvaje de este lugar van acompañados de todo tipo de críticas y observaciones negativas dirigidas hacia los pobladores de Svaneti, la comarca que se extiende a los pies de la cara sur del Ushba. Como muestra un botón: “(…) descubrimos que los habitantes eran insolentes y agresivos. Robaron un montón de pequeños artículos que poco después y descaradamente intentaron vendernos (…) El jinete que había acordado trasladar nuestro equipaje hasta el final del valle, aliado con los vecinos, trajo un mísero caballo en el que sólo pudimos cargar cuatro cosas insignificantes”.