Los historiadores sostienen que los antiguos galos y las poblaciones de origen celta que se distribuían por el continente europeo rendían culto a sus dioses en espacios al aire libre. Los parajes que elegían para establecer estos santuarios poseían ciertas características que los convertían en lugares realmente especiales o únicos: manantiales, cavernas, arboledas, surgentes, pantanos, estuarios, ríos o cimas. Estos espacios denominados nemeton (galo), nemed (gaélico), neved (bretón) o nyfed (britónico) eran los elegidos por los druidas para oficiar sus rituales, sacrificar animales o seres humanos, vaticinar el futuro, leer presagios o hacer ofrendas a Cernunnos, Esus, Taranis o Teutates.
La religión celta dejó de practicarse hace cientos de años. El politeísmo romano primero y el cristianismo después contribuyeron decisivamente a su erradicación. Sin embargo, la difusión y el triunfo de la nueva religión fueron menos traumáticos de lo que imaginamos porque, en muchas ocasiones, solamente supuso un cambio de nombre o advocación. Los dioses paganos adoptaron la forma y los atributos de alguno de los numerosísimos santos y mártires que integran el santoral cristiano y sus consortes se mimetizaron o buscaron amparo bajo el manto de la Virgen María. Donde hubo fuego, siempre quedan ascuas…
Sorprendentemente, la existencia de nemetones en forma de bosques, de bosques dotados de significado religioso no es una cosa del pasado como podremos comprobar a continuación. Los más célebres y los únicos que han sido objeto de investigación en el contexto geográfico europeo se encuentran al noroeste de Grecia, en la región de Épiro, más concretamente, en los municipios de Zagori y Konitsa. La institución responsable de promover este estudio a través de un programa interdisciplinar iniciado en el año 2000 y reeditado en 2012 (Conservation through religión: the sacred forests of Epirus) ha sido la Universidad de Ioannina. Las campañas anuales de trabajo de campo llevadas a cabo en la región por investigadores como Kalliopi Stara, John Halley o Rigas Tsiakiris han proporcionado un ingente volumen de datos de entre los cuales sólo vamos a entresacar los más significativos.
La primera conclusión de sus investigaciones señala que el fenómeno de los bosques sagrados, conocidos localmente con el nombre de iera, klisiastka, vakufika, kouri, livadia, aforismena o eftapapada, afecta a todas y cada una de las más de 80 poblaciones que suman ambos municipios (Vitsa, Kapesovo, Palioseli, Kato Pedina, Molitsa, Aristi, Greveniti, Vrysochori, Vikos, Molista, Elaphotopos …). No existe ni una sola que no cuente con una arboleda que merezca esta consideración. Todas se localizan en la periferia de los núcleos habitados, a una altura que suele oscilar entre los 800 y 1.200 metros de altura, y todas cuentan con su propia advocación o con una figura religiosa responsable de su protección: Agios Nikolaos (San Nicolás), A. Paraskevi (Santa Paraskevi), Panagia (Virgen María), A. Charalampos (San Caralampio) …
La institución y los rituales religiosos que rodean y santifican la existencia de estos bosques formados por robles, encinas, hayas, abetos o pinos negros se hallan documentados desde comienzos de la ocupación otomana de este territorio (1479) aunque todo apunta a la existencia de un sustrato anterior vinculado al politeísmo o las creencias animistas. Eran precisamente las ceremonias oficiadas por los popes ortodoxos las que ratificaban la condición sagrada y la inviolabilidad de esos espacios y de cuanto crecía en su interior. Los rituales más habituales para lograr ese propósito eran los de consagración y excomunión. A través de unos u otros, la población comprendía que nadie podía vulnerar ese tabú o prohibición y que si lo hacía su vida y la de sus familiares corrían un peligro real porque nada escapaba al escrutinio del santo que velaba por la protección de ese lugar. Los usos y regulaciones variaban de una localidad a otra. En algunos casos se prohibía taxativamente cualquier tipo de aprovechamiento, incluida la recogida de leña o de setas; en otros, sin embargo, se permitía la caza, el pastoreo, la poda o la recogida de hojas, bellotas o hayucos. Fuere como fuere, nadie podía obrar con impunidad o saltarse los controles porque estos últimos no eran ejercidos por un ser humano sino por una entidad divina que no se dejaba sobornar y a la que era imposible burlar.
A la hora de buscar una explicación para esta práctica, todos los estudiosos coinciden en sostener que tras ella se oculta un mecanismo destinado a regular eficientemente la explotación de los recursos, preservar el entorno y garantizar su sostenibilidad futura. La sacralidad de la que se revestía a los bosques impidiendo su tala o sobreexplotación, aseguraba su estatus durante varias generaciones y acarreaba beneficios a largo plazo, difíciles de percibir en el curso de una vida (la prueba la tenemos en los ejemplares de robles, encinas o hayas de 250 o más años que todavía podemos encontrar en casi todos ellos). Protegiendo el “velo” vegetal se evitaban los desprendimientos, los corrimientos de tierras, la erosión, las avenidas y, al mismo tiempo, se conservaban los acuíferos o establecía una reserva de emergencia que podía activarse o monetizarse ante cualquier contingencia o catástrofe.
Estas y otras razones nos llevan a pensar que, si este modelo de gestión hubiese sido imitado o difundido por la Iglesia católica en sus diócesis y entre sus fieles, otro gallo nos cantaría.