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Las montañas responden

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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 ¿Alguien se ha planteado alguna vez que las montañas tengan la capacidad de pensar, sentir o desear? Yo si lo he hecho. Alguna vez, como sucede mientras escribo este artículo, me he dirigido a ellas y las he interrogado. De momento, como es obvio, no ha habido respuesta alguna, pero, en el caso de que la hubiese, en el caso de que fueran capaces de hablarnos es posible que nos hicieran una petición, una muy sencilla. Simplemente nos solicitarían que las dejáramos en paz, que evitáramos agredirlas, lastimarlas, dañarlas. Eso es precisamente lo que llevamos décadas haciendo.

Aunque no seamos plenamente conscientes de ello, las montañas son la fuente de la vida en la Tierra y cuando digo “fuente” no estoy utilizando ese término en sentido figurado sino en sentido literal. La totalidad de las corrientes de agua dulce que riegan la superficie de este planeta y sacian la sed de plantas, animales y seres humanos tienen su origen en las montañas. Sin montañas, la única vida de este planeta residiría en los océanos, el resto, la tierra firme sería un erial, un páramo tan desolado y desierto como la superficie de Marte. No obstante, y de momento, nuestro mundo parece estar a salvo, ajeno y alejado de ese escenario. Y sin embargo…

Durante la pasada primavera, el gobierno nepalí otorgó 463 permisos para ascender al Everest, un centenar más que en 2019. De ese total, 367 correspondieron a hombres y 96 a mujeres. Los hacinamientos y atascos que se produjeron en el Escalón Hillary, el Collado Sur o la Banda Amarilla resultan anecdóticos si lo comparamos con algo mucho más prosaico: las toneladas de basura y de excrementos humanos abandonados a su suerte a lo largo de todo el recorrido. Basta que hagamos un sencillo cálculo para comprender la magnitud de este problema… Como podremos imaginar, los 463 expedicionarios que intentaron hollar la cima del techo del mundo durante la temporada no estaban solos. Algunas estimaciones calculan que los acompañaban otros 1.500 individuos entre los que figuraban sherpas, guías, porteadores de altura, cocineros, sanitarios y oficiales de enlace. Es decir, 2.000 personas en números redondos. Si cada persona produce alrededor de 150 gramos de excrementos y entre 800 y 2.000 mililitros de orina al día y hacemos la media y unas oportunas conversiones, descubriremos que la cantidad diaria de desechos corporales producida por los hombres y mujeres que se aventuraron en el Everest se aproximó o superó las tres toneladas. 3.000 kilogramos de materia orgánica soluble y altamente contaminante depositados diariamente en la superficie de un glaciar a lo largo de 40, 50, 60 o más días al año durante decenas de ellos.

Basta hacer una simple multiplicación para calcular el volumen de residuos inertes y de la mierda, o mejor, de la montaña de mierda que los seres humanos hemos ido apilando en el que seguimos imaginando que es uno de los entornos más puros y prístinos de la Tierra. ¡Menuda mentira! En realidad, es una letrina a cielo abierto, uno de los parajes más degradados y contaminados de cuantos nos podamos imaginar. Las evidencias científicas así lo demuestran (https://www.frontiersin.org/articles/10.3389/feart.2020.00351/full), pero preferimos cerrar los ojos y mirar a otro lado porque no nos afecta y no corremos ningún riesgo sanitario mientras dispongamos de agua embotellada o pastillas potabilizadoras. La aventura, la realización personal y deportiva, el prestigio o la satisfacción de nuestros deseos deben prevalecer sobre cualquier otra consideración.

Los nepalíes que viven a lo largo de los cauces del Dudh y el Bhote Koshi son plenamente conscientes del problema y algunos ya han dado la voz de alarma, pero ¿qué pueden hacer? Es evidente que el gobierno de Nepal no desea impulsar una moratoria o restringir drásticamente la concesión de permisos porque eso significaría matar la gallina de los huevos de oro. Al fin y al cabo, el turismo de montaña es el único recurso a su alcance que puede explotar y proporcionar divisas. Las únicas medidas que ha llevado a cabo hasta ahora han consistido en la organización de campañas de limpieza meramente testimoniales que apenas han tenido resultado. Según el testimonio de un empleado del Comité de Control de Contaminación entrevistado en 2019, la operación de limpieza de excrementos sólidos llevada a cabo por este organismo se limitó únicamente al campo base y a la retirada de 13 toneladas. Eso fue todo. Algunos sherpas ya han propuesto el traslado del campo base a una cota inferior y la instalación de una o varias potabilizadoras de agua. Otra medida podría ser la autorregulación de las agencias que organizan las expediciones, el establecimiento de un código de buenas prácticas medioambientales que comprometa a quienes lo suscriban voluntariamente. De ese modo, los clientes podrían elegir a las compañías decididas a reducir el impacto de su actividad y penalizar a las que no estén dispuestas a realizar ese esfuerzo.

Tras este ejemplo, cabría preguntarse si lo que sucede en el Everest está ocurriendo en otras latitudes… Me temo que la respuesta es afirmativa y que los montañeros no estamos exentos de culpa. Al fin y al cabo, nosotros o nuestros antecesores fueron quienes descubrieron, difundieron la existencia de unas regiones jamás holladas por hombre alguno y construyeron un relato repleto de épica, heroísmo, aventura y superación. Si ahora el Himalaya está repleto de turistas de montaña es porque antes se llenó de alpinistas de renombre, alpinistas con una gran reputación que –no seamos ingenuos– cometían los mismos desmanes y contaminaban tanto o más que sus imitadores. La única diferencia es que antes había 40 y ahora hay 400 o 4.000 y la situación comienza a volverse insostenible. ¡Pobres montañas! Asediadas, desnaturalizadas, explotadas, contaminadas, sometidas…                      

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