De entre todos los sistemas montañosos que atraviesan las vastas extensiones de Asia Central, hay uno que destaca por su lejanía, soledad y anonimato. Las montañas a las que nos referimos se llaman Kunlun y deben su nombre a la palabra mongola khöndlön que, al aparecer, significa horizontal. Esta cordillera de 3.000 kilómetros de longitud y forma de arco supera con creces la longitud del Himalaya y, desde el punto de vista geográfico, actúa o forma una especie de barrera entre la meseta del Tíbet y las dunas del desierto del Taklamakán.
Al igual de lo que sucede con el Himalaya, no existe unanimidad con respecto a sus límites. Para algunos expertos, el inicio de esta cadena se confunde con las estribaciones del Pamir y, por tanto, coincidiría con la línea fronteriza que separa China de Tajikistán y Kirgistán; para otros, sin embargo, su origen se hallaría al este de ese punto, en las cercanías del Mustagh Ata o el Kongur. Sin embargo, todos coinciden en señalar que la cordillera finaliza en las provincias chinas de Qinghai y Gansu y que se halla dividida en varios macizos fácilmente distinguibles entre los que destacan: Sarikol, Muztagh, Arkatagh, Altun, Bayan Har, Qionglai, Amne Machin, Qilian o Min.
Para que nos hagamos una idea de la desolación y la aridez que reinan en estos parajes basta señalar que las caravanas que recorrían la Ruta de la Seda entre Kashgar y Dunhuang preferían adentrarse en el desierto del Taklamakán que recorrer sus contrafuertes o que los mismísimos nómadas tibetanos los evitaban a toda costa. Y es que por no haber, no hay ni carreteras. Las únicas vías de comunicación que se internan en el Kunlun son la nacional G 314, que une Urumchi, capital de Xinjiang con la frontera pakistaní; la G 219, entre Kashgar y Lhasa, y la G 109, entre Golmud y Lhasa. De hecho, las dificultades a las que hicieron frente los 24 miembros de la expedición chino-norteamericana que en 1985 holló por primera vez los 6.973 metros del Ulugh Muztagh, uno de los últimos techos vírgenes de la cordillera, no fueron técnicas sino logísticas. Dificultades causadas por la lejanía del objetivo, el desconocimiento de la ruta de aproximación o el pésimo estado de la misma. Esa, al menos, es la idea que se desprende de las crónicas que tanto Robert Bates como Peter Molnar publicaron respectivamente en The American Alpine Journal (1986) y en The Alpine Journal (1987) tras finalizar su aventura.
Pues bien, si hacemos caso a la tradición taoísta china, en el lugar más remoto de esta cordillera, en la cima de una de sus montañas, existe un palacio de jade rodeado de murallas de oro. El acceso a dicha montaña está protegido por un río que fluye alrededor de su base. Las aguas de este río son mágicas y tan sutiles que son incapaces de soportar el peso de una pluma. Allí, rodeada de bosques y picos celestes, reside Hsi wang- mu, la Reina Madre del Oeste acompañada por los inmortales. Alejados de los afanes mundanos, sus días transcurren sin sobresaltos, entre el placer y la dicha. El Shan Hai Jing o Clásico de las montañas y los mares, un texto tradicional lleno de información variopinta y toda clase de mitos y geografías míticas, describe el paraíso de Hsi en los siguientes términos: “Existe un país del placer, uno que complace a todos sus habitantes. En este lugar se encuentran los Campos de la Dicha. Los huevos del fénix son su alimento y el dulce rocío su bebida; todos sus deseos encuentran satisfacción”.
Bajo el palacio, al pie de una fuente construida con gemas preciosas, crece un árbol. De sus ramas cuelgan los melocotones de la eterna juventud. Cada 6.000 años, cuando sus flores dan fruto, los inmortales se reúnen para celebrar el cumpleaños de Hsi Wang-mu. La cena con la que la Reina del Oeste agasaja a sus invitados contiene una enorme variedad de manjares exquisitos: garras de oso, hígado de dragón, tuétano de fénix… Sin embargo, ninguno de ellos crea tanta expectación o genera tanto deseo como los melocotones. Cuando por fin aparecen, los comensales se abalanzan sobre ellos y los devoran casi instantáneamente a fin de prolongar su existencia algunos siglos más…
Por extraño que parezca, es muy probable que esta leyenda y la cordillera en la que sucede sirvieran de inspiración a James Hilton para escribir la más famosa de sus novelas: Horizontes perdidos. Cerca del final de la obra, Rutherford, uno de los personajes, expresa sus sospechas acerca de la localización de Shangri-La, el valle y monasterio del mismo nombre en el que se desarrolla la acción, y lo hace del siguiente modo: “Según me dijeron en el Ministerio, todos los pasaportes del mundo no me habrían permitido llegar al Kuen-Lun. Llegué a verlo desde muy lejos, en un día muy claro, tal vez desde cincuenta millas de distancia. Y no hay muchos europeos que puedan decir otro tanto (…) Parecía un puntito helado en la distancia. En Yarkand y Kashgar pregunté a todos los que encontré, pero es extraordinario lo poco que pude descubrir”.
Más claro, agua. Sin embargo, el paralelismo no acaba aquí porque como bien saben los que han leído la obra o visto la película que Frank Capra rodó en 1937, cuatro años después de su publicación, los habitantes de Shangri-La no solamente vivían en una paz y armonía perfectas sino que, además, parecían haber vencido a la muerte al igual que los inmortales de los Campos de la Dicha. Menuda fortuna… o menudo castigo.