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Una montaña de poemas

Por Íñigo Jáuregui Ezquibela

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La literatura de montaña es un género que, además de ser minoritario tanto por el lado de los autores como por el de los lectores, desconoce el significado de la palabra innovación. La mayor parte de las obras que forman parte de él se limitan a narrar, con más o menos desparpajo, los avatares, peripecias, acontecimientos e imprevistos que sufren o generan los miembros de una expedición que se dispone a ascender una cima, cuanto más lejana y peligrosa, mejor. Así sucede, al menos, en la mayoría de los clásicos, desde Annapurna de Maurice Herzog o La ascensión al Everest de John Hunt hasta Tocando el vacío de Joe Simpson o Mal de altura de Krakauer. Hay ocasiones, sin embargo, en las que este género –por llamarlo de algún modo– produce libros inclasificables o, cuando menos, curiosos.

El que traemos hoy a este blog no solamente se aparta de las crónicas a las que estamos acostumbrados, sino que, además, la práctica totalidad de los textos que lo integran no están redactados en prosa sino en verso. Se trata, por tanto, de una antología, de una antología poética, por más señas, integrada por más de 300 poemas escritos en castellano cuyo contenido gira, total o parcialmente, alrededor de la montaña. Este volumen, titulado La montaña en la poesía española contemporánea, fue editado en 1996 por Ediciones Internacionales Universitarias y cuenta con un prólogo firmado por Miguel d´Ors en el que señala, entre otras cosas, que las razones que le llevaron a escribir el libro y seleccionar los versos que en él figuran fueron su vocación poética, la afición al alpinismo y una actividad profesional consagrada a la docencia de la literatura española.

Los poemas que forman parte de esta selección abarcan un arco temporal que se extiende desde las dos últimas décadas del siglo XIX hasta las postrimerías del XX. El autor más alejado en el tiempo es Salvador Rueda (1857 – 1933) y el más próximo, María Sanz (1956 - ). Entre ambos se suceden los trabajos de un total de 89 poetas, algunos muy conocidos y otros no tanto. Entre los primeros cabe destacar la presencia de Miguel de Unamuno, José María Gabriel y Galán, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Rafael Alberti o Leopoldo Panero y, entre los segundos, la de Carlos Fernández Shaw, Francisco Villaespesa, Antonio Andión o Zacarías Zuza. En este elenco coexisten creadores de muy distinto pelaje pertenecientes a media docena de vanguardias poéticas: Modernismo, generaciones del 98, 27, 36 y 50, Clasicismo, etc. Sin embargo, la disparidad de actitudes, estilos y sensibilidades que revelan las páginas de esta obra no pueden ocultar que la práctica totalidad de los seleccionados defiende, implícita o explícitamente, la existencia de un vínculo secreto que conecta las cumbres y los paisajes de montaña con la subjetividad y las emociones de quienes los contemplan. En buena parte de los poemas, la naturaleza deja de ser una entelequia ajena al estado de ánimo de los hombres para transformarse en el escenario en el que proyectar o reconocer nuestras alegrías y tristezas. En este sentido, resulta muy pertinente recordar que J. J. Rousseau ya había explorado esta conexión en Las ensoñaciones del paseante solitario. En uno de sus fragmentos puede leerse lo siguiente: “(…) el campo ofrecía por doquier la imagen de la soledad y de la proximidad del invierno. De su aspecto resultaba una mezcla de impresión dulce y triste, demasiado análoga a mi edad y mi suerte como para no aplicármela”.

En otro orden de cosas, todo apunta a que, en el caso español, el prestigio literario de la montaña y su conversión en motivo poético no son fruto de la casualidad sino de la combinación de varios factores. El primero y más importante, la irrupción, a finales del siglo XIX, de una corriente procedente de Europa continental denominada Modernismo que se caracteriza por su repudio del industrialismo, el progreso y los entornos urbanos. El segundo está relacionado con la fundación de la Institución Libre de Enseñanza y de la implantación de un ideario que otorga especial importancia al montañismo o a la realización de ejercicios al aire libre y a los beneficios que se derivan de ambas actividades. Es así como algunos autores noventayochistas como Unamuno, Machado o Azorín descubren la dimensión lírica del paisaje, en general, y de los paisajes montanos, en particular.

Los poemas contenidos en este volumen son tantos y tan heterogéneos que no resulta nada fácil decantarse por ninguno de ellos, pero si hubiera que escoger uno, elegiríamos un fragmento de un poema firmado por el jienense Alberto Álvarez de Cienfuegos (Martos, 1885 – Puertollano, 1957) titulado Canción de la sierra que comienza así: “Quiero vivir la vida de montaña,/ tener mi hogar junto al azul del cielo,/ ser fuerte como roca de granito/ y libre como el viento;/ poder hundir mis ojos en los anchos/ horizontes de límites inciertos,/ que, como las humanas ambiciones,/ aumentan a medida que ascendemos./ Quiero olvidar cuanto en el mundo supe,/ aprender el lenguaje del silencio/ y conversar a solas con los astros/ que pueblan la amplitud del firmamento./ Bajo la roca más inaccesible/ cavaré la morada que a cubierto/ me ponga de las fieras tempestades/ (…) y apagaré mi sed en los arroyos/ que forman los deshielos/ y claros se deslizan entre musgos/ y se despeñan luego/ para formar el cauce de los ríos/ que cantan en su fértil derrotero (…)”.

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