Tal y como hemos señalado en alguna otra ocasión, las cadenas y sistemas montañosos son grandes aliados de la biodiversidad. Por un lado, sus condiciones climáticas y topográficas favorecen la fragmentación de los hábitats y, consecuentemente, la proliferación de endemismos, de organismos únicos y excepcionales. Por otro, su aislamiento e inaccesibilidad los convierte en santuarios o refugios consagrados a la protección de variedades relictas y vulnerables, de especies que en el pasado gozaron de una amplísima representación, pero que en la actualidad apenas cuentan con unos cuantos efectivos.
Los efectos de la fragmentación y el aislamiento que caracterizan a los ecosistemas de montaña jamás han quedado restringidos a la flora y a la fauna salvajes, sus consecuencias también se han dejado sentir –y de qué manera– en la especie humana. Para comprobarlo, basta consultar el Atlas of world cultures de David H. Price y los mapas 32, 38 y 39. Su observación permite apreciar la existencia de un vínculo entre el relieve y la diversidad étnica y/o cultural, una correlación que apunta a que, por lo general, las regiones más accidentadas y montuosas albergan más minorías y variabilidad étnica que las que carecen de tales relieves. Así ocurre, al menos, en el caso del Cáucaso (mapa 38), el Himalaya (39) o la Cordillera Central de Nueva Guinea (32).
Sin embargo, para hallar pruebas de lo que acabamos de señalar, no hace falta irse tan lejos, con dirigirse al corazón de Europa es suficiente porque los Alpes constituyen un excelente ejemplo de lo que acabamos de señalar. Su diversidad es obra de las diferencias nacionales existentes entre los siete países por los que se extienden (Francia, Alemania, Austria, Suiza, Italia, Eslovenia y Liechtenstein), pero, sobre todo, de las existentes a nivel local o comarcal y que obedecen a que cada uno de esos estados cuenta con la presencia de comunidades específicas entre las que destacan los valdostanos, tiroleses, sudtiroleses, saboyanos, valdenses, berneses, lombardos, ladinos, friulanos, piamonteses, delfineses o walser, de quienes nos ocuparemos en lo que resta de artículo.
Los walser o valesanos, también llamados vallesani, valaisans y gualser por sus vecinos italianos, franceses y romanches, constituyen una minoría étnica e idiomática originaria de los Alpes cuya lengua vernácula es un dialecto del alto alemán y que, según cifras oficiosas, está integrada por cerca de 35.000 personas. Según sus propias fuentes (https://www.wir-walser.ch), la comunidad se halla repartida en 150 asentamientos distribuidos a lo largo de un eje de 300 kilómetros de longitud que pasa por cuatro países: Suiza, Italia, Liechtenstein y Austria. La línea imaginaria a la que nos referimos comenzaría en el Valais, junto a la cabecera del valle del Ródano, y se dirigiría hacia el NE para finalizar en las inmediaciones de las fuentes del Rin, Sankt Gallen y el lago Constanza.
Todo parece indicar que este grupo tomó el nombre por el que son conocidos de la comarca en la que se establecieron alrededor del siglo X de nuestra era, un territorio situado en pleno corazón de los Alpes suizos que coincide con los límites territoriales del Valais (Wallis en alemán). Poco o nada es lo que se sabe de esos primeros asentamientos, sin embargo, la falta de documentación asociada a ese período no ha podido ocultar el hecho de que a partir del siglo XII, entre 1150 y 1450, la población walser comenzó a trasladarse a otras latitudes. Este proceso migratorio denominado walserwanderungen es el que explica su presencia en los lugares que hemos mencionado anteriormente.
Nadie sabe a ciencia cierta cuáles fueron las causas de esta migración. Existen teorías para todos los gustos. Algunos autores sostienen que fue provocada por los conflictos y enfrentamientos ocasionados por los señores feudales; otros apuntan a factores exógenos y endógenos como son el cambio climático y la sobrepoblación o la posesión de un carácter emprendedor y poco acomodaticio que les empujaba a abandonar sus tierras ancestrales en pos de nuevos horizontes. Sea como fuere, lo cierto es que, en algunas comarcas, los colonos walser se hicieron acreedores de ciertos privilegios como la capacidad de nombrar a sus propios tribunales de justicia y la de legar propiedades a sus herederos.
De lo que no hay ninguna duda es de la reputación que han ostentado hasta el pasado siglo como arrieros, pastores de altura y granjeros. La fama que se atribuye a estos montañeses obedece, en buena medida, a que muchas de sus aldeas se construían muy por encima de las de sus vecinos y del límite del bosque, en cotas que superaban los 1.500 o 2.000 metros. El ejemplo más evidente es Juf, un pequeño núcleo perteneciente al cantón suizo de los Grisones situado a 2.126 metros. Estas ubicaciones, además de facilitar un rápido acceso a los pasos de montaña, permitía la explotación intensiva del único recurso que prolifera a esas alturas: el pasto en forma de prados de diente o de siega. Esa fue la base de su economía, de su relativa prosperidad y del modelo de poblamiento –disperso o concentrado– que todavía puede observarse en Davos, Gressoney, Issime, Macugnaga, Sonntag, Sankt Gerold o Formazza. Para dar a conocer estos enclaves se han diseñado algunas iniciativas como el Great Walser Trail (https://www.walserweg.it/en/the-great-walser-trail#) que discurre íntegramente por el norte de Italia o el Walserweg Graubünden (https://www.walserweg.ch/) que lo hace por Suiza.