Clac, clac, clac“... El sonido metálico del arma con la que este tipo me apunta mientras juguetea me pone muy nervioso. No sé bien por qué lo hace, yo no le he hecho nada. El elemento en cuestión, de profesión chulopiscinas, hace ya un rato que se pavonea vestido de un verde reglamentario y nada desconocido. Se oculta detrás de un pasamontañas, pero no hace frío y yo me imagino que no es por timidez. Me han hecho salir del coche en el peaje de una autopista cualquiera, un día cualquiera, y me han pedido sin asomo de gentileza que no me mueva ni un palmo. El fulano hace sonar su escopeta, o como se llame, poniendo atención en que el fusco siempre apunte en mi dirección. La gente armada es una de las pocas cosas que despierta en mí el miedo más irracional y cerval, el pavor más puro y profundo. Un hombre armado siempre se cree poseedor de la razón, inevitablemente, y siempre piensa que quien está al otro lado del cañón es un pobre diablo, o un hijo de puta. En este caso, además, el pobre diablo es quien paga con sus impuestos el sueldo de quien le apunta, en lo que debe ser el colmo. La gente pasa y mira, compasiva, sorprendida o incluso burlona. Detrás de mí entran enfiladas al control un par de furgonetas cargadas de guipuzcoanos, de esos que llevan pendientes, patillas y el pelo más largo por la nuca. Ufff, peligrosísimos... Me pregunto cuál es mi delito, qué he hecho para merecer estar aquí parado 25 minutos. ¿Parecer más joven de lo que soy? ¿Es mi pelo demasiado largo? ¿Me van a detener porque jamás he votado en unas elecciones? Registran mi maletero, pero sólo encuentran mi ordenador, mi proyector y los posters que dentro de un rato estaré firmando, pues me dirijo a dar una conferencia. Buscan por el coche y se interesan por mis viejas casettes, me imagino que pronto será ilegal escuchar a La Polla mientras conduces. Tres horas después la gente aplaude agradecida tras mi charla, que ha durado casi una hora. Les he hablado de lo mucho que he aprendido bajo los cielos de Asia, de la vida de un chaval que se va haciendo viejo pero que sigue siendo nómada, de mi amor por unas montañas y unas gentes diferentes. Mientras yo disertaba, una música suave sonaba de fondo. Hoy están tímidos y les cuesta empezar con el coloquio, pero una señora se arranca y me asegura, desde la tercera fila, que tiene una crítica que realizar. Adelante, le digo con una sonrisa. Me gusta cuando me dan coba, como a cualquiera, pero hay que estar a las duras y a las maduras. ”¿Por qué has puesto la primera canción en vasco?“. Glups, se me hiela la sonrisa rápidamente. ¡Cuidado que hay curva! Le explico que es sólo una canción de amor, que me gusta aunque no la entiendo del todo. También le cuento que, además de la canción en vasco, después había una docena de ellas en inglés, castellano y tibetano, y que no entiendo por qué sólo la que era en vasco le ha molestado. Nada hace efecto, y la señora no se rinde con facilidad. ”Ya, pero tú eres navarro...“. Me voy hacia la mesa de mezclas, ya que la música de fondo sigue sonando, la apago. No vaya a ser que suene de repente otra en vasco y la liemos, les explico. Conduzco hacia casa presa de la desazón, casi de una cierta tristeza. Me parece que en esta tierra faltan mil años para la paz. Esta vez, al menos, nadie impide mi paso a golpe de fusil.
Columna publicada en el número 36 de Campobase (Febrero 2007).