“Pizzi, Pizzi, Pizzi...”. Jorge Solari, entrenador del Tenerife en aquel verano de 1991, insistía siempre con el mismo nombre mientras adoptaba un gesto compungido y se hacía la víctima al hablar de los fichajes que hacía la entidad. “Vio, profe, sólo nos traen jugadores de Segunda División”, le decía al preparador físico, Norberto Pacciulo, mientras el equipo se entrenaba en Los Cuartos, “un pasto para vacas, no para jugar fútbol”. “¿Y Pizzi?”, le preguntaba todos los días a Santiago Llorente, el secretario técnico.
Para entonces, el encargado de los fichajes había traído “jugadores de Segunda División”, aunque conviene reparar en sus nombres. Uno era Chano (“vio, profe, del Betis, que se fue a Segunda División”). Y otro era Antonio Mata (“vio, profe, del Málaga, de Segunda División”). Y el tercero era Dertycia (“vio, profe, del Cádiz, que no se fue a Segunda División de milagro”). La cuarta contratación era Rafael Berges, del Córdoba. Y ahí no necesitaba recurrir a Pacciulo para quejarse. “Pero si es del Córdoba, de Segunda División B, no puede ni figurar”, se lamentaba.
¿Quién era el objeto del deseo de Solari? Pues Juan Antonio Pizza Torroja (Argentina, 1968), un perfecto desconocido para aficionados y periodistas tinerfeños, excepto para aquellos que leían 'El Gráfico'. Los que tenían acceso a esa revista sí sabían que era un ariete que, tras dos notables temporadas en el Rosario Central, en las que marcó 27 goles en 57 partidos, había sido traspasado al Toluca de México, donde padeció problemas de adaptación que no le impidieron firmar un curso aceptable: doce tantos en treinta partidos.
“Hola, Santi... ¿y se sabe algo de Pizzi?”, insistía el técnico en cada pasillo, en cada esquina, en cada encuentro con Llorente. Tras más de un mes de negociaciones, el 7 de agosto de 1991 el Tenerife anunció el fichaje de Juan Pizzi. Pagó un millón de dólares al Toluca [unos 110 millones de pesetas al cambio de entonces] y le hizo un contrato por cinco temporadas a razón de unos veinte 'kilos' anuales. Aunque otros kilos, en este caso de peso, fueron lo primero que llamó la atención de Pizzi en cuanto apareció en pantalón corto –a punto de reventar– por el Heliodoro.
La desconfianza se adueñó del entorno. “Es que soy de culo bajo”, se justificaba el delantero. En su primer amistoso importante, en la final del Trofeo Teide ante el Betis, recibió un balón de espaldas a la portería de Trujillo en el círculo central, se giró, disparó con la izquierda y colocó la pelota en la escuadra. Esa noche se disiparon las dudas de los escépticos. En Copa del Rey se estrenó en su debut y marcó cinco goles en la competición. Y en la Liga, aunque no anotó hasta la novena jornada, logró quince tantos sin tirar un penalti.
Al curso siguiente repitió cifra y llevó al equipo a la Copa de la UEFA. Luego, tras una cesión al Valencia, ya se sabe: otros 15 goles con Cantatore y ¡¡31 tantos ligueros!! con Heynckes –y otros cinco en Copa del Rey– para ser pichichi y oficioso bota de oro europeo. Y siempre con el pantalón a punto de reventar. “Es que soy de culo bajo”, insistía.
(*) Capítulo del libro “El CD Tenerife en 366 historias” de Juan Galarza y Luis Padilla.