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¿Los abusones dirigen el mundo?

De pequeña mi madre nos confeccionaba vestidos llenos de floripondios y colorinchis, nos ponía lacitos en el pelo, trenzas, coletas, zapatitos de charol. Hasta que llegué a la edad del pavo suplicando por ropa más moderna, más como las demás, como “Al salir de clase”. No más vestiditos, no más ir igual que mi hermana, no más ser una panoli.

A los doce años empezó esa absurda e inevitable obsesión por la aceptación social, por la afirmación de mi identidad a través de la ropa, de la exterioridad.

En los inicios de la adolescencia lo único que quería era que no se burlaran de mí por mis gafas, mi ropa o mis proporciones físicas. Como estrategia preventiva vestí durante mucho tiempo pantalones anchos que disimularan el expansionismo adolescente de mi trasero, sujetadores con relleno para resaltar la planicie, camisetas de grupos guays para fingir ser guay. Los niños pueden ser terribles, igual que sus adultos. Y si pueden serlo, lo serán, hasta que decidan lo contrario.

Quien no haya hecho de juez estético de los demás que tire la primera piedra. Incluso yo me he elevado como crítica y burletera de los pantalones tobilleros en invierno, de los shorts que enseñan media nalga, de la moda de ir vestido de amarillo fosforito. Es fácil erigirnos en dioses de nuestro propio culto, en jueces de los demás: “el hombre es un juez-lobo para el hombre”.

El bullying es y ha sido deporte nacional, aunque antes se entendía como un proceso natural entre abusones y burlados, entre guays y marginados, entre los normales y los raritos. Escalar posiciones en el patio del colegio era una ardua tarea que requería el desarrollo de una fortaleza y una estrategia cuasi militar.

No pasar por delante de determinados grupos, esconderse en la biblioteca, encontrar un grupo de afinidad en el que protegerse y con el que luchar. El paso del colegio al instituto era en ocasiones como ser enviado de Rota a Afganistán.

Una vez vino un psicólogo al colegio y nos hizo a todos sentarnos en una silla frente a la clase y ser insultados, en un contraproducente intento por hacernos sentir como se sentía el marginado. Fue un estrepitoso fracaso. A los populares les daba igual ser insultados, tenían el apoyo de su público de molones, de su tribu, tenían el anclaje de un ego bien construido y de una aceptación establecida. Cuando salió a la palestra una muchacha de la que se burlaban continuamente aquello me hizo llorar, y a ella también. La exclusión tiene miles de formas, tamaños y colores: pasen y escojan.

Maricón, tortillera, negro, moro mierda, chino vete a tu país (no soy chino, soy japonés), gorda, bigotuda, cuatro ojos, marimacho, tabla de planchar, pelo paja, son sólo algunas de las lindezas que con frecuencia se escuchaban. Hija, hijo, no hagas caso, te tienen envidia, eres especial, que no te vean llorar.

A la hora de lidiar con la exclusión social, ocurra en el ámbito y a la edad que ocurra, una tiene siempre dos posibilidades (si no cientos): renegar de una misma y cambiar para ser aceptada o apropiarse con fuerza del estigma y pelear. Como hizo la teoría Queer, como están haciendo las prostitutas, como hicieron los Panteras Negras.

Me convertí en una orgullosa marimacho a los catorce, me aferré a mis rarezas, me dejé crecer los pelos de las piernas, del bigote, del cerebro. Hasta que, cosas de la vida, eso me convirtió en guay.

A veces pienso que el bullying es simplemente la extensión del acoso al ámbito tecnológico, a las redes sociales, al escarnio público cada vez más amplio, más omnipresente. Además de ser un reflejo de la invasión anglófila de nuestro vocabulario. ¿Selfie? ¿Outfit? ¿Brain storming? ¿Cabify?

Ya en el siglo XIX, con el auge del comercio marítimo en las islas Canarias se popularizan palabras como cambuyonero (come buy on) o guanijei (del Whiskey John Heigg). Lo moderno es bien antiguo.

Volviendo al tema del acoso, que me pierdo por los cerros, tampoco es nada nuevo. La maldad, la vergüenza, el poder del grupo contra el individuo son más antiguos que la religión, que el estado, la moral y los dinosaurios. “El infierno son los otros” (Sartre).

Cómo combatir el bullying cuando el mundo está gobernado por abusones, matones, irrespetuosos y maleducados. Personas privilegiadas y mediáticas que abusan de su poder haciendo la vida imposible a sus inferiores: mujeres, inmigrantes, obreros, subalternos, homosexuales, pobres, etc.

Marginados del mundo, uníos.

Un fantasma recorre Europa, el fantasma del fascismo de los abusones.

De pequeña mi madre nos confeccionaba vestidos llenos de floripondios y colorinchis, nos ponía lacitos en el pelo, trenzas, coletas, zapatitos de charol. Hasta que llegué a la edad del pavo suplicando por ropa más moderna, más como las demás, como “Al salir de clase”. No más vestiditos, no más ir igual que mi hermana, no más ser una panoli.

A los doce años empezó esa absurda e inevitable obsesión por la aceptación social, por la afirmación de mi identidad a través de la ropa, de la exterioridad.