Espacio de opinión de Canarias Ahora
África y yo
Usted se levanta todos los días a las 5 de la mañana, antes de que aparezca el sol. Su jornada comienza con una larga excursión a un pozo, a buscar agua. Usted camina dos kilómetros todos los días, le acompañan sus dos hermanos, y dos hijos suyos, uno de 15 años y otro de 12. Mientras ustedes caminan yo duermo. Cuando usted, sus hermanos y su hijo llegan con el agua su mujer está dando de comer a su hijo discapacitado, que no se puede levantar de la cama. Otros dos hijos se marcharon a trabajar a la mina, la misma mina donde enfermó el abuelo . Los otros están cargando el carro con verduras del huerto para ir a venderlas al mercado.
Así transcurrían los años hasta que llegué yo al pueblo. Conocí a un hijo suyo en el mercado. Me llamó la atención el café que vendía, su olor, el color de los granos. Había comprado un kilo de café a 20 céntimos. Lo bebí en mi casa, me gustó. Por eso me acerqué a su casa. Le pregunté cuánto café producía su huerto. En la visita me acompañó un muchacho que hacía de traductor. Mientras hablábamos aquella tarde tres hijos suyos llegaban en un carro con la mercancía que no habían vendido en el mercado.
Fue fácil negociar. Le ofrecí comprarle todo el café que vendía usted cada semana ( y el que no vendía) por diez céntimos. Usted aceptó. Así pasaron unas semanas. Su huerto tenía un límite. Usted ya no producía café para el mercado. Todo el café era para mí. Mes y medio después le dije que no podía seguir comprándole a 10 céntimos, le ofrecí cinco céntimos, y le iba a pagar al contado. Usted había perdido su puesto en el mercado. Aceptó porque no tenía otra salida. Con ese dinero no podía vivir su familia. Sus hijos, los que vivían de la venta en el mercado, no encontraban trabajo. Intentaron trabajar para los dueños de otros huertos. Pero no había trabajo. Yo le compraba ya todo el café a la aldea. Y también a los pueblos cercanos. Con todos hice el mismo negocio. Primero les pagué 20, luego diez, luego 5, y ahora a plazos. Cada vez tenían que producir más por menos dinero, y con menos gente.
En medio de todo esto aparece alguien por el pueblo y habla de un barco que saldrá a un paraíso. Sus hermanos le piden dinero a usted, le prometen pagarle el triple dentro de un año. Con sus hermanos usted podría ganar diez veces lo que ganará en ese tiempo vendiéndome el café. Un hijo suyo también se apunta al viaje. Otros jóvenes se suman a esa excursión al paraíso. Algunas mujeres abandonadas por sus maridos, o viudas, también logran reunir dinero para viajar al paraíso. Así comienza todo.
Después usted se peleará con su vecino por unos metros de tierra. Gracias a esa pelea yo logro el café a un precio más barato. Además yo le vendo a usted una escopeta para defenderse de su vecino, y a su vecino le vendo un puñal. Ahora imagine que usted es África. Y yo soy Europa. Usted es tercer mundo. Yo soy primer mundo. Usted obedece. Yo mando. Usted cultiva café, yo lo consumo y le pongo el precio. Usted compra armas, yo se las vendo. Usted ve cómo sus hermanos y un hijo suyo se montan en un barco para venir hasta mi costa. El barco se hunde frente a mi casa. Mis hijos se tiran al mar a recoger a sus hijos muertos. Mis hijos son unos héroes. Sus hijos unos desgraciados. En el barco que venía al paraíso había un señor que no pagó el pasaje, que había ahorrado para comprar la patera y hacer negocio del viaje al paraíso. Si ese hombre sobrevive acabará en la cárcel. Ese señor es un mafioso de su país y usted es cómplice por dejar que su hijo menor de edad se montara en ese barco. Sin embargo yo soy todo un señor civilizado, que además he invertido dinero en su país en una empresa de exportación de café, que además les vendo armas a plazos para que ustedes resuelvan sus peleas, que además siempre guardo unos céntimos para cooperación internacional. Usted pone los muertos, yo pongo la codicia. Usted es África, yo soy Europa. Usted debe estarme agradecido.
Juan GarcÃa Luján
Usted se levanta todos los días a las 5 de la mañana, antes de que aparezca el sol. Su jornada comienza con una larga excursión a un pozo, a buscar agua. Usted camina dos kilómetros todos los días, le acompañan sus dos hermanos, y dos hijos suyos, uno de 15 años y otro de 12. Mientras ustedes caminan yo duermo. Cuando usted, sus hermanos y su hijo llegan con el agua su mujer está dando de comer a su hijo discapacitado, que no se puede levantar de la cama. Otros dos hijos se marcharon a trabajar a la mina, la misma mina donde enfermó el abuelo . Los otros están cargando el carro con verduras del huerto para ir a venderlas al mercado.
Así transcurrían los años hasta que llegué yo al pueblo. Conocí a un hijo suyo en el mercado. Me llamó la atención el café que vendía, su olor, el color de los granos. Había comprado un kilo de café a 20 céntimos. Lo bebí en mi casa, me gustó. Por eso me acerqué a su casa. Le pregunté cuánto café producía su huerto. En la visita me acompañó un muchacho que hacía de traductor. Mientras hablábamos aquella tarde tres hijos suyos llegaban en un carro con la mercancía que no habían vendido en el mercado.