Espacio de opinión de Canarias Ahora
Agrocurrantes
Pero, al margen de la noticia y de quién tenga la razón en este caso concreto, la frase se escucha con relativa insistencia. Y se acepta, en efecto y generalizadamente, que el isleño no es un agrocurrante vocacional, por decirlo de algún modo. Lo cual es cierto, aunque con matices. Lo que no quiere el canario de hoy, a veces descendiente de campesinos, magos y medianeros, es deslomarse entre el surco y la atarjea, un suponer, por cuatro perras (el salario mínimo y con descuentos, a veces, por presuntos servicios y comodidades en las instalaciones y el trabajo). Nuestro campo es un valor cada vez más exiguo y en retroceso productivo Âel sector primario no aporta más del siete por ciento al PIB del Archipiélago-, que ha ido siendo abandonado por los hijos y los nietos de quienes los cultivaban, abducidos, muchas veces, por los negocios turísticos que se iban comiendo la mayor parte de los feraces territorios. Sin embargo, conviene matizar y hasta detenerse en algún informe pasado por alto. Por ejemplo, el que nos sorprende diciéndonos que cada vez con más frecuencia nuevos empresarios, en su mayoría jóvenes -entre treinta y treinta y cinco años- ingresan en esta actividad, se plantean la agricultura como un negocio atractivo y rentable y apuestan por proyectos inéditos, de carácter habitualmente ecológico, y por la utilización de modernas tecnologías. Son canarios que Âsí quieren trabajar en la agricultura y en ello están. Otro dato: la producción y las superficies agrarias menguan estadísticamente año tras año. Incluso de un modo preocupante (las áreas que explotan los nuevos agricultores de quienes hablé en el párrafo anterior no cubren las que se abandonan). Disminuyen, repito, las superficies cultivadas, con una excepción: el viñedo, que se incrementa de una manera paulatina y constante. Currar en la agricultura, en plan guataca y con los salarios que perciben los inmigrantes, es una alternativa laboral que a nadie puede encandilar, parece claro. Pero, hay ya muchos isleños que, en cuanto tienen un terrenito por esas medianías de Dios, se las arreglan para plantar unas viñas y para elaborar su propio vino. A veces, hasta para montar su bodega y contratar Âaunque sea a tiempo parcial- a un enólogo que le garantice la bondad del producto final. Hay cantidad de urbanitas que están deseando ser agrocurrantes, aunque, eso sí, de fin de semana, por cuenta propia y sin horarios. El otro día probé un vino con una etiqueta de estética estimable y contraetiquetado de Denominación de Origen, marca El cartero. - Curioso nombre para un tinto Âcomenté. Y el que había invitado y descorchado la botella, explicó: - De curioso, nada. El propietario de la bodega trabaja en Correos, en Santa Cruz. O sea, resumo. Que al canario sí le gusta la agricultura y siempre ha sido amante de sus campos, sus montes Ây sus mares y costas-; lo que no admite es la posibilidad, a estas alturas, de ser explotado miserablemente. Porque Âdetalle crucial- la explotación no esta reñida, aunque debiera estarlo, con la legalidad.
José H. Chela
Pero, al margen de la noticia y de quién tenga la razón en este caso concreto, la frase se escucha con relativa insistencia. Y se acepta, en efecto y generalizadamente, que el isleño no es un agrocurrante vocacional, por decirlo de algún modo. Lo cual es cierto, aunque con matices. Lo que no quiere el canario de hoy, a veces descendiente de campesinos, magos y medianeros, es deslomarse entre el surco y la atarjea, un suponer, por cuatro perras (el salario mínimo y con descuentos, a veces, por presuntos servicios y comodidades en las instalaciones y el trabajo). Nuestro campo es un valor cada vez más exiguo y en retroceso productivo Âel sector primario no aporta más del siete por ciento al PIB del Archipiélago-, que ha ido siendo abandonado por los hijos y los nietos de quienes los cultivaban, abducidos, muchas veces, por los negocios turísticos que se iban comiendo la mayor parte de los feraces territorios. Sin embargo, conviene matizar y hasta detenerse en algún informe pasado por alto. Por ejemplo, el que nos sorprende diciéndonos que cada vez con más frecuencia nuevos empresarios, en su mayoría jóvenes -entre treinta y treinta y cinco años- ingresan en esta actividad, se plantean la agricultura como un negocio atractivo y rentable y apuestan por proyectos inéditos, de carácter habitualmente ecológico, y por la utilización de modernas tecnologías. Son canarios que Âsí quieren trabajar en la agricultura y en ello están. Otro dato: la producción y las superficies agrarias menguan estadísticamente año tras año. Incluso de un modo preocupante (las áreas que explotan los nuevos agricultores de quienes hablé en el párrafo anterior no cubren las que se abandonan). Disminuyen, repito, las superficies cultivadas, con una excepción: el viñedo, que se incrementa de una manera paulatina y constante. Currar en la agricultura, en plan guataca y con los salarios que perciben los inmigrantes, es una alternativa laboral que a nadie puede encandilar, parece claro. Pero, hay ya muchos isleños que, en cuanto tienen un terrenito por esas medianías de Dios, se las arreglan para plantar unas viñas y para elaborar su propio vino. A veces, hasta para montar su bodega y contratar Âaunque sea a tiempo parcial- a un enólogo que le garantice la bondad del producto final. Hay cantidad de urbanitas que están deseando ser agrocurrantes, aunque, eso sí, de fin de semana, por cuenta propia y sin horarios. El otro día probé un vino con una etiqueta de estética estimable y contraetiquetado de Denominación de Origen, marca El cartero. - Curioso nombre para un tinto Âcomenté. Y el que había invitado y descorchado la botella, explicó: - De curioso, nada. El propietario de la bodega trabaja en Correos, en Santa Cruz. O sea, resumo. Que al canario sí le gusta la agricultura y siempre ha sido amante de sus campos, sus montes Ây sus mares y costas-; lo que no admite es la posibilidad, a estas alturas, de ser explotado miserablemente. Porque Âdetalle crucial- la explotación no esta reñida, aunque debiera estarlo, con la legalidad.
José H. Chela