Espacio de opinión de Canarias Ahora
¿Y ahora?
Esto se venía venir: me refiero que la derecha de los poderes fácticos, la que dirige con la batuta al PP, no iba a aflojar en su obsesión por recuperar como sea el poder de las Instituciones estatales.
El poder de ciertos grandes empresarios no requiere demostración ni verificación alguna. Está a la vista cada día. Un indicador muy llamativo es toda la influencia que la estrategia que están desarrollando a través del PP, disfruta en gran parte de los medios informativos. Pareciera que el Gobierno, que representa en la democracia parlamentaria a la mayoría de la sociedad (Constitución en mano), fuera la voz de una ínfima minoría social, casi antisistema.
Ni necesita ninguna tesis doctoral demostrar la insaciabilidad de esos poderes fácticos que quieren acumular en sus manos también el poder político, para diseñar a su antojo las relaciones productivas y decidir quién paga los impuestos (de la progresividad ordenada por la Constitución, ni oír hablar) y, además, controlar los Presupuestos Generales y, por tanto, en qué se gasta el dinero de los contribuyentes.
Lo que ocurre es que esa concentración de poder que les obsesiona es incompatible con los principios medulares del Estado de Derecho. Y un peligro para la sociedad de libertades, incluyendo la libertad de información, y para el pluralismo político , la justicia y la democracia que son valores superiores proclamados por la Constitución.
El rol que están jugando determinados personajes y colectivos del Poder Judicial merece mención aparte. Lo he venido denunciando, en ejercicio de mi libertad como ciudadano y como parlamentario desde hace varios años, en artículos como “Lawfare y Consejo General del Poder Judicial: al fin juntos” ; “No hay derecho sin Juez” ; “Sala de Vacaciones del Tribunal Constitucional: quién vigila al vigilante” ; “El activismo antigubernamental de cierta aristocracia judicial” ; “Conduce con cuidado, legislador: curva judicial a la derecha” ; “Toque de Queda y Gobierno Judicial”; “La explicación que nos debe el Tribunal Supremo”…
No hay que remontarse demasiado atrás para haber visto en directo las resoluciones del juez García-Castellón en la exculpación de la alcaldesa de Marbella (PP), en la remisión al Tribunal Supremo de la inculpación de Puigdemont por terrorismo (sin esperar el Informe de la Fiscalía y sin que hubiera transcurrido el plazo legal para emitirlo), la resistencia de preclaros jueces a imputar al expresidente Rajoy o la insigne Esperanza Aguirre en casos de corrupción, de financiación ilegal de su Partido, en el tenebroso asunto de la Policía Patriótica….
Hasta que, envalentonado por la escandalosa impunidad de jueces que, en mi modesto pero convencido criterio, han prevaricado flagrante y reiteradamente, otro juez (siempre aparece uno, sea el del juzgado 41, del 58 o del 101, dispuesto a la faena) ha admitido una denuncia sustentada exclusivamente en titulares y libelos periodísticos contra Begoña Gómez, sin requerir Informe de la Fiscalía. Y , para más INRI , ha declarado secretas las actuaciones.
La Constitución atribuye a la Fiscalía la función de promover la acción de los tribunales en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley… (artículo 124.1). Se conoce que a algunos jueces el Ministerio Fiscal les sobra. Es, no más, un estorbo.
Frente a estrategias pre golpistas como la que ha ido fraguando la derecha real de este querido y tantas veces desventurado país, España, uno debe tener claro al menos qué no debe hacerse. Esa certeza negativa es siempre crucial, para luego tratar de definir qué debe hacerse.
Y lo que no debe hacerse es tirar la toalla y ceder frente a esta estrategia hedionda y antidemocrática. No sólamente porque quedarían indefensos los derechos de aquella parte de la sociedad, que es la mayoría, que si no disponen de un Gobierno que la proteja, no tendrán a nadie que garantice y haga realidad esos derechos.
Sino porque si han estado dispuestos a hacer caer el Gobierno progresista al precio que sea, incluyendo el daño a la reputación internacional de España -y valgan como ejemplos desde calificar como “timo ibérico” la propuesta exitosa sobre los precios de la electricidad, hasta el requerimiento a la Comisión de Venecia para que repudiara la amnistía- , qué no estarán dispuestos a hacer con tal de no volver a perder el poder del Estado. Ese precio se llama democracia.
He tenido la oportunidad de expresar en el Senado, haciéndome eco de historiadores como Paul Preston, “La destrucción de la democracia en España 1931-1936” que la derecha española: empresarial, política, social, religiosa… acepta la democracia “accidentalmente”, es decir, a regañadientes y mientras sea otra coartada más para imponer su hegemonía y sus intereses y privilegios a la mayoría social.
Y justamente por ese accidentalismo de la derecha espero, que llegados a esta encrucijada en la que han situado al sistema político y al modelo de sociedad proclamados por la Constitución de 1978, todas las fuerzas democráticas y progresistas, los demócratas y hasta los españoles y españolas de buena voluntad, dejemos a un lado el dogmatismo, el sectarismo y la intolerancia, que son la peor herencia de la historia de esta España a la que amamos, y tomemos consciencia de que ahora -como siempre- nos corresponde un plus de responsabilidad en la salvaguarda de la democracia, sobre el que las fuerzas conservadoras no se dan ni por aludidas. Así ha ocurrido históricamente y así sigue ocurriendo. Es un deber patriótico primordial.
Esto se venía venir: me refiero que la derecha de los poderes fácticos, la que dirige con la batuta al PP, no iba a aflojar en su obsesión por recuperar como sea el poder de las Instituciones estatales.
El poder de ciertos grandes empresarios no requiere demostración ni verificación alguna. Está a la vista cada día. Un indicador muy llamativo es toda la influencia que la estrategia que están desarrollando a través del PP, disfruta en gran parte de los medios informativos. Pareciera que el Gobierno, que representa en la democracia parlamentaria a la mayoría de la sociedad (Constitución en mano), fuera la voz de una ínfima minoría social, casi antisistema.