Espacio de opinión de Canarias Ahora
El año en que quise ser B. Traven o cómo nació M. A. West
Esto es una confesión. Y una explicación. Pero uno nunca puede explicar rápidamente por qué hace ciertas cosas. Para hacerlo de forma eficaz, debe escarbar en la memoria y el pasado. Por eso, quizá, habrá que empezar por el principio.
Hace más de veinte años, un buen amigo y yo entrevistamos para una revista literaria a una escritora mexicana de origen libanés. Cuando se habló de las etiquetas a las que estrategias promocionales y casillas académicas condenan a los autores, nos dijo: “La etiqueta ‘mexicana’, la etiqueta ‘mujer’, la etiqueta ‘joven’… Me cansa todo eso, yo querría ser B. Traven”.
Por si no lo recuerdan, B. Traven fue uno de los tantos seudónimos de un escritor alemán que firmó novelas inolvidables, como El barco de la muerte o El tesoro de Sierra Madre. En su época no se sabía quién era. El lector se enfrentaba directamente a sus textos, que son lo que realmente importa cuando se habla de literatura. Desconozco exactamente los motivos por los que B. Traven se ocultaba: se ha hablado de timidez, de un pasado anarquista, aunque yo siempre he preferido la explicación de que Bruno Traven creía que sus libros debían hablar por sí solos.
Más claros están los motivos por los que otros autores, en su oportunidad, también se ocultaron: desde la puramente económica (la posibilidad de vender más títulos a una misma editorial o publicación periódica) hasta la política. En algunas ocasiones, el motivo ha sido la pura diversión.
La escritura, para mí, es también juego. Quiero decir: la vertiente lúdica de la actividad creativa se me antoja imprescindible, pues es la que termina abarcando asuntos mucho más serios, entre ellos, el de la identidad.
En la actualidad, si te dedicas al ámbito creativo, resulta muy difícil divulgar tu trabajo sin divulgar, también, un poco de ti mismo, de tu propia identidad. Ese aspecto siempre me ha preocupado, porque uno desea crear cosas que duren en el tiempo y los seres humanos caducan, como lo hacen los carnés de identidad. Por ello he reflexionado frecuentemente sobre lo que nos contó aquella escritora y, movido por esa reflexión, en 2012 (un año en el que mi nevera estaba muy vacía pero mi corazón muy lleno) decidí ser B. Traven.
En parte juego, en parte experimento, en parte (gran parte) apuesta conmigo mismo, a principios de ese año decidí emplear algo del mucho tiempo libre que tenía en plantearme a mí mismo un reto en forma de ejercicio de estilo: lograr escribir una novela negra clásica al modo de los autores norteamericanos de los años cincuenta. Esto no es nada nuevo. Lo habían hecho Boris Vian, Georges Simenon o González Ledesma. Pero ya se sabe: todo está escrito salvo lo que te toca escribir a ti mismo. Y este era un pecado que deseaba cometer. Por supuesto, no bastaría con que yo quedara contento con el resultado: la novela tendría que acabar siendo publicada y los lectores habrían de leerla sin notar que había sido escrita en la parte más africana de España por un autor que no había pisado EEUU en su vida.
No hubo mala intención. Simplemente, quise retarme a mí mismo, obligarme a hacer algo distinto mudando de estilo y de razones, como quería Lope de Vega.
Así, escribí una novela pulp fingiendo que se trataba de una de las novelas escritas por un autor olvidadopulp que había sido traducido por Thalía Rodríguez Ferrer (que prestó amablemente su nombre para esta pequeña boutade) y por mí.
Pronto descubrí que no bastaba con escribir la novela: había que crear una bibliografía esencial, unos cuantos hitos biográficos que sirvieran para perfilar una sombra, una editorial inicial y efímera. Acabé, incluso, escribiendo un prólogo en el que se mencionaban algunos críticos norteamericanos que se habían ocupado de ella. El prólogo, claro está, forma parte de la novela en otro plano de la ficción, pero supuso, para mí, un problema: me vi a mí mismo escribiendo impúdicos elogios sobre mi propio trabajo, amplificando los que ya había incluido en una entrada de blog que debía servir de gancho.
Pero el verdadero experimento, el verdadero reto, comenzó en mayo de 2013, cuando Navona Editorial publicó El viento y la sangre, de Martin Aloysius WestEl viento y la sangre, como el número 2 de su colección dedicada al género, después de Seis enigmas para Sherlock Holmes e inmediatamente antes de la magistral La promesa, de Friedrich DürrenmattLa promesa. Muy pocas personas estaban en el secreto. Por supuesto, mis editores, un par de amigos y mis libreros de referencia. El propósito no era económico: era estético, lúdico, acaso sociológico. La publicación de El viento y la sangre fue, en fin, como una de esas botellas que uno lanza al mar del intertexto, sin muchas esperanzas de que llegara a ningún sitio. Las características del juego exigían, además, que no se hicieran campañas de promoción. Sin embargo, sorprendentemente, la novela gustó, ganó lectores y mereció el interés de algunos críticos y blogueros a quienes admiro, y hasta el de alguna que otra revista.
Con placer, debo decir que muy pocos se dieron cuenta de que se trataba de una falsa traducción y que, al entender los parámetros del proyecto, la mayor parte de ellos se convirtió en amable cómplice.
Hoy, cuando empieza septiembre, tras consultarlo con las personas directamente implicadas, he decidido que ya es hora de salir del armario: El viento y la sangre y su protagonista, Rudy Bambridge, nacieron en Canarias, en 2012. M. A. West no existe. Fue la máscara que necesitó ponerse un escritor llamado Alexis Ravelo para demostrarse a sí mismo que no era un escritor canario, español o calvo, sino, sencillamente, un artesano, un escribidor.
Desde aquí deseo dar las gracias a todos aquellos que contribuyeron a ello y a quienes se dieron cuenta y callaron. Y disculparme con las personas que leyeron El viento y la sangre creyendo en la existencia de West, con quienes lo recomendaron a sus amigos y pidieron más. La intención, repito, no era mala y el daño, creo, habrá sido leve, efímero como lo es todo carné de identidad. En todo caso, les ruego que piensen que formaron parte de una buena obra: la apuesta de un autor que deseaba que, al menos uno de sus textos, se explicara por sí solo.
Esto es una confesión. Y una explicación. Pero uno nunca puede explicar rápidamente por qué hace ciertas cosas. Para hacerlo de forma eficaz, debe escarbar en la memoria y el pasado. Por eso, quizá, habrá que empezar por el principio.
Hace más de veinte años, un buen amigo y yo entrevistamos para una revista literaria a una escritora mexicana de origen libanés. Cuando se habló de las etiquetas a las que estrategias promocionales y casillas académicas condenan a los autores, nos dijo: “La etiqueta ‘mexicana’, la etiqueta ‘mujer’, la etiqueta ‘joven’… Me cansa todo eso, yo querría ser B. Traven”.