Espacio de opinión de Canarias Ahora
Bloqueo de los órganos constitucionales y legitimidad
“Que todo poder está investido en el pueblo” y que los miembros de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial “deben, en períodos fijos, ser reducidos a la condición privada y devueltos al cuerpo de donde originariamente han salido, proveyéndose las vacantes por elecciones frecuentes, ciertas y regulares”, son principios consagrados en la cultura y en el ordenamiento jurídico de los países occidentales desde que, en junio de 1766, el buen pueblo de Virginia los proclamara en su “Declaración de derechos”. Desde ahí, a todas las Constituciones liberales y, más tarde, a las democráticas. Como la nuestra de 1978.
Forman parte de los que el Tratado de la Unión Europea define como “tradiciones constitucionales comunes” de los Estados Miembros (art. 6.3).
Y ponen de manifiesto la extraordinaria gravedad de la violación de nuestro orden constitucional que viene perpetrando el PP, que se autodenomina “constitucionalista”, con su ya crónico boicot a la renovación del Consejo General del Poder Judicial e indirectamente del Tribunal Constitucional, cada vez que pierde el poder.
La forma de ataque a la Constitución, eso sí desde los despachos y sin embarrarse en convocar tumultos callejeros como hicieron los líderes del procés, a los que todos los días llaman desde el PP “golpistas”, es la de un fraude jurídico grosero y reiterado: aprovechan las exigencias constitucionales de un quórum parlamentario reforzado para las propuestas de nuevos integrantes de los órganos constitucionales, cuando termina el “período fijo” para el que fueron nombrados sus integrantes, para mantener contraConstitución la composición y la correlación de fuerzas en el Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional que fue fruto de legislaturas en las que el PP tenía mayoría parlamentaria.
Un fraude jurídico constitucional porque se aprovechan de requisitos establecidos por el constituyente con la finalidad de arropar esos nombramientos de los máximos respaldos políticos, y por lo tanto en garantía del pluralismo político -valor superior proclamado por la Constitución nada más abrirla- y en garantía de la(s) minoría(s), para blindar en el tiempo decisiones de legislaturas ya periclitadas. Y, por lo tanto, contra la esencia de la democracia constitucional. En ningún momento, ni desde la letra ni el espíritu de la Constitución podría sustentarse que ese quórum reforzado lo acordó el constituyente para concederle un derecho de veto y bloqueo a quien disfrutó, pero ya no disfruta, de mayoría de los órganos legislativos que representan al pueblo español. Fraude y violación de la Constitución sin paliativos.
Un quebrantamiento constitucional que contamina de ilegitimidad a los miembros de los órganos constitucionales que debieron “ser reducidos a la condición privada y devueltos a ese cuerpo del que originalmente fueron sacados” (Declaración de Virginia, artículo 5), una vez finalizados los períodos para los que fueron nombrados; pero a los que el PP ha logrado mantener en el pleno ejercicio de las funciones de máximos intérpretes de la Constitución, en el caso del Tribunal Constitucional, o lo logró mientras pudo en las de gobierno de los jueces, en el del Consejo General del Poder Judicial.
Es decir, pudieron seguir ejerciendo el poder de nombrar a los magistrados de los más importantes órganos judiciales o pueden declarar, llegado el caso, la inconstitucionalidad de Leyes o acuerdos de las Cortes Generales. Quienes no tienen ya legitimidad, que siempre descansa en el pueblo “según lo que las leyes ordenen”, pueden inclinar la balanza para expulsar del ordenamiento leyes aprobadas por un poder legislativo que sí la tiene; o viciaron en origen el nombramiento de jueces de tribunales que dictan y ejecutan sentencias resolviendo conflictos jurídicos, entre los ciudadanos o entre éstos y los poderes públicos, en los que están en juego derechos y libertades constitucionales.
Quienes siguen o siguieron desempeñando sus funciones como si no hubiera terminado su mandato; o han sido nombrados por quienes ya deben ser meros ciudadanos privados, siguen disfrutando de poder, del terrible poder de juzgar; pero ya no tienen legitimidad para ejercerlo o tienen un problema original de falta de legitimidad. Es la vieja distinción entre potestas y auctoritas presente en la cultura jurídica y política de Occidente desde hace más de dos mil años.
Una distinción, entre quien ejerce una magistratura legítimamente y quien la ejerce carente o con déficit de legitimidad, sobre la que se ha fundamentado un principio muy presente desde muy antiguo la cultura política europea, con versiones de mayor o menor nivel de radicalidad: desde la de Francisco de Vitoria (bajo cuya advocación se constituyó una de las principales asociaciones judiciales), la del derecho subjetivo de resistencia frente a la autoridad ilegal, hasta las de resistencia y deposición presentes en la teoría política de Francisco Suárez. Un principio de resistencia frente al poder no legítimo que fue incorporado en la misma Declaración de Virginia, artículo 3, y como derecho natural e imprescriptible en el artículo 2 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, la de la Revolución Francesa.
La gravedad constitucional de la actitud contumaz del PP es, pues, difícilmente exagerable. Y encima se permiten, un día sí y otro, también acusar al gobierno de querer controlar los órganos constitucionales y atacar la división de poderes.
Menos mal que el PP de Feijóo, Casado, Rajoy y Aznar se proclama “constitucionalista”. Que Dios nos guarde si no lo hicieran.
“Que todo poder está investido en el pueblo” y que los miembros de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial “deben, en períodos fijos, ser reducidos a la condición privada y devueltos al cuerpo de donde originariamente han salido, proveyéndose las vacantes por elecciones frecuentes, ciertas y regulares”, son principios consagrados en la cultura y en el ordenamiento jurídico de los países occidentales desde que, en junio de 1766, el buen pueblo de Virginia los proclamara en su “Declaración de derechos”. Desde ahí, a todas las Constituciones liberales y, más tarde, a las democráticas. Como la nuestra de 1978.
Forman parte de los que el Tratado de la Unión Europea define como “tradiciones constitucionales comunes” de los Estados Miembros (art. 6.3).