Espacio de opinión de Canarias Ahora
Un buen ejemplo
Woodward y Bernstein fueron capaces de desenredar la madeja tejida por el gabinete republicano en su afán por conocer los secretos del partido demócrata, lejos de toda legalidad. Sus artículos acabaron defenestrando a uno de los peores y más megalómanos mandatarios de cuantos habían ocupado el despacho oval hasta la fecha.
Woodward y Bernstein siempre admitieron su deuda con uno de los grandes periodistas del siglo XX, Edward R. Murrow, responsable de acabar con otro de esos personajes que ni siquiera deberían figurar en los libros de historia.
Murrow, una de las mentes más claras dentro de esta profesión, no dudó en desenmascarar los dementes procesos encabezados por el senador Joseph McCarthy, en la década de los cincuenta, los cuales se conocen con el célebre nombre de “la caza de brujas”.
McCarthy, apoyado por una legión de fanáticos, entre los cuales se encontraba un joven Richard Nixon, no dudó en cercenar la vida de multitud de personas, en busca de una conspiración que, de lo único que se trataba, era de permitir un terrible ajuste de cuentas dentro de la sociedad americana de aquellos años.
Murrow -a pesar de las presiones a las que se vio sometido por todo aquel aparato represor y delictivo, desencadenado por McCarthy- no cedió en su empeño de lograr que las tácticas de McCarthy se acabaran viendo realmente como lo que eran; es decir, una megalómana cruzada contra un enemigo que sólo existía en su cabeza y en la de quienes le apoyaban.
Al final, y apoyado en el poder de la recién nacida televisión, Murrow logró derrotar al mismísimo senador en un memorable programa emitido en 1954, el cual significó el principio del fin para McCarthy y su caída en desgracia.
El trabajo de cada uno de estos profesionales demostró, no sólo el poder de los medios, sino la necesidad que tiene nuestra sociedad de conocer aquello que sucede cada día, sin censuras ni verdades oficiales.
Un caso tan digno de recordar como los anteriores, pero con un final más triste es el de la periodista rusa Anna Politkovskaya, asesinada en Moscú en el año 2006. Politkovskaya se significó por su oposición frontal a la política del gabinete presidido por Vladimir Vladimirovich Putin, en especial por la cruenta guerra librada en la república de Chechenia y por los problemas económicos y sociales que afectan a la federación Rusa actual.
Politkovskaya estuvo a punto de ser ejecutada por el ejército ruso mientras cubría los combates en Chechenia, aunque al final logró salvarse. No obstante, y poco tiempo después, la reportera acabó sus días bajo las balas de un sicario que le disparó en el ascensor de su casa. De alguna u otra forma, las balas que iban destinadas a la periodista terminaron por cumplir su macabro cometido, ante la mirada impasible del gabinete ruso.
Sus dos libros Putin's Russia: Life in a Failing Democracy y A Russian Diary: A Journalist's Final Account of Life, Corruption, and Death in Putin's Russia son de lectura obligatoria ?al igual que también los es All the President's Men, de Woodward y Bernstein- para todos aquellos que quieran aprender los principios de lo que es el verdadero periodismo de investigación.
La pasada semana, y, por fortuna, en archipiélago tan contaminado política y socialmente hablando como lo es el nuestro, un periodista ganó una pequeña batalla contra la intolerancia, la megalomanía y la indecencia de quienes creen que un cargo público es un ariete que les permite destruir todo aquello que no les gusta.
Está claro que, al revés que en el mundo anglosajón o en buena parte de los países europeos, -salvo el actual estado italiano, gobernado por un personaje que ni siquiera debería protagonizar un sainete de tercera- en nuestras fronteras es muy difícil que un político dimita ante la presión ejercida por un determinado medio de comunicación.
Son muy pocos los casos y, al final no es medio sino el propio entorno el que obliga a dimitir al cargo público, el cual ha sido “pillado” en un acto totalmente injustificable. Además, siempre queda el recurso de apelar a que dicho cargo, cuestionado por sus presuntas actividades delictivas, ni ha matado, ni ha robado.
Mucho se podría escribir sobre esta afirmación, aunque, lo que importa ahora es que un tribunal de justicia no le da razón al demandante sino al demandado. Encima, la responsable del mismo tribunal señala que el caso denunciado por el periodista, cuanto menos, muestra señales de irregularidades dignas de ser investigadas.
La primera de todas sería tratar de explicar cómo una pésima gestión en el ámbito cultural, le valió a su responsable el respaldo de los ciudadanos para acabar siendo elegida como alcaldesa de una de las ciudades más importantes de España.
Queda claro que la cultura no es una prioridad para el común de los mortales y que es mejor preocuparse por la cantidad de “mogollones” que se celebran durante el carnaval, antes que por la cantidad de bibliotecas que pueda haber en la ciudad. Al final, nuestra ciudad de Las Palmas de Gran Canaria ha pagado, y con creces, la ineptitud, soberbia e ignorancia de quienes pensaron que la única verdad absoluta era la que ellos acuñaban.
Las urnas han puesto a muchos en su sitio, pero hay otros que ahora se postulan como el cambio generacional, olvidando que fueron partícipes de dichos excesos gubernamentales
Sea como fuere, el trabajo de dicho periodista ha servido de solitaria guía para controlar los mencionados excesos, los cuales se han prolongado a lo largo de los últimos doce años. Para el periodista Carlos Sosa, ésta ha sido una travesía larga, dura y muy solitaria.
El resto de los medios, conocedores del potencial económico que genera la publicidad institucional, se han mantenido discretamente al margen durante buena parte del recorrido aunque, sucesos como el de la Gran Marina -megalómano proyecto digno de figurar en la ya larga antología del disparate del Archipiélago- terminaron por desequilibrar la balanza y lograr aliados en una guerra de la que todavía quedan muchas batallas por librar.
Aún así, el efecto permisivo y censurador de quienes utilizan el miedo a terminar con los huesos de uno de la cárcel -además de arruinado- ha servido como mordaza para acallar muchas voces críticas ante una gestión caracterizada por los gestos grandilocuentes, pero carentes de cualquier contenido.
Han sido años, y por desgracia no han terminado, llenos de grande banderas, autobombo, amenazas contra quienes pensaran de otra manera, y un proteccionismo para con los amigos del régimen digno de la mejor dictadura contemporánea.
La consecuencia directa es que los que nos dedicamos al periodismo teníamos el mismo miedo que le debe rondar a otros profesionales que arriesgan su vida en territorios gobernados por el discurso de la intolerancia y las armas de fuego.
Sé que las cosas no son iguales, que en nuestra tierra impera la democracia ?con matices, eso sí,- pero el ejemplo de Carlos Sosa coloca a este periodista en el mismo nivel que los nombres con los que he comenzado este artículo, en especial por su compromiso por contar la verdad, sin artificios, ni dobles sentidos. Para muchos la verdad es sólo un bien que se compra y se vende, dependiendo de la alianza de turno o el color político. Sin embargo, para Carlos Sosa, la realidad es la que es y, por ello, su victoria tiene un doble valor.
Esta victoria tiene sabor agridulce, dado que pocos días después, las mismas fuerzas inquisitoriales volvieron a la carga, torciendo la justicia, con el siguiente y único objetivo en mente: lograr que, de una vez por todas, Carlos Sosa dé con sus huesos en una dura celda. Celda de no sé dónde, dada la situación de los presos canarios en la actualidad.
De lograrlo, se verían libres para seguir expoliando, más aun si cabe, el Archipiélago y, con ello, deteriorando las posibilidades de que quienes no tienen ninguna defensa contra sus tropelías.
Sólo espero que la celosa ?y ciega- justicia vuelva a desequilibrar la balanza a favor de Carlos y en contra de quienes atentan contra el futuro de nuestras Islas.
Y quienes piensen que voy a sacar algo en claro de estas líneas -que a buen seguro, al igual que las meigas de don Manuel Fraga haberlos, los hay- mejor que abandonen sus esperanzas de convertirse en oráculos de la modernidad. Ni quiero, ni pretendo aprovechar estas palabras para pedirle algo al responsable de este medio, como tampoco lo haría de trabajar junto a Woodward o Politkovskaya. Tan sólo expreso mi opinión ante un comportamiento que merece todo mi reconocimiento, tanto personal como profesional.
Dejo en manos de otros la querencia por alabar al “líder carismático” para luego obtener réditos profesionales. Y ejemplos se me vienen muchos a la cabeza, pero ahora no es el momento de hablar de ellos.
Eduardo Serradilla Sanchis
Woodward y Bernstein fueron capaces de desenredar la madeja tejida por el gabinete republicano en su afán por conocer los secretos del partido demócrata, lejos de toda legalidad. Sus artículos acabaron defenestrando a uno de los peores y más megalómanos mandatarios de cuantos habían ocupado el despacho oval hasta la fecha.
Woodward y Bernstein siempre admitieron su deuda con uno de los grandes periodistas del siglo XX, Edward R. Murrow, responsable de acabar con otro de esos personajes que ni siquiera deberían figurar en los libros de historia.