Cuando Liz Truss llegó al 10 de Downing Street, anunció la mayor rebaja de impuestos en cinco décadas, en línea con lo prometido en su campaña para ganar las elecciones internas conservadoras.
La abolición del tope salarial a los banqueros o la eliminación del tipo de 45%, en el impuesto de la renta para los tramos de mayor riqueza, fueron recibidos con gran rechazo por parte de una población que está experimentado las peores cifras de inflación desde los años 80. Una inflación que se está cebando, como siempre, con el poder adquisitivo de las clases medias y populares.
La política de reducción fiscal llevó aparejado un enorme agujero presupuestario causado por la reducción drástica de ingresos: 45.000 millones de libras (Unos 52.000 millones de euros) menos para sanidad, educación, seguridad pública y una larga lista de medidas para sostener el Estado del Bienestar.
La reacción negativa de los mercados no se hizo esperar; La libra se desplomó a su nivel más bajo desde 1985, respecto al dólar, y los tipos de interés y de préstamos hipotecarios se dispararon. A su vez, las recientes declaraciones del Gobernador del Banco de Inglaterra, afeando las medidas de Truss no hicieron más que echar leña al fuego.
Se había dictado sentencia: dedo pulgar hacia abajo. Truss tenía los días contados. Y no, no fue una huelga general ni las manifestaciones ciudadanas las que acabaron con la primera ministra, fueron los mercados amigo. Sí, los mercados.
El espectáculo bochornoso que ha venido después, con dimisiones, amenazas y conspiraciones que ha tenido como protagonista principal a Liz Truss y que antes tuvo a Boris Johnson, Theresa May y a David Cameron, es el resultado provocado por quienes se dejaron arrastrar por un populismo absurdo y de mercadillo que provocó el absoluto desastre que fue el Brexit. Los mismos que siempre dicen tener las recetas mágicas de la economía. ¡Que pase el siguiente!
De todo lo malo en la vida siempre se aprenden valiosas lecciones. Y seguro que Liz Truss aprendió una muy importante: que bajar los impuestos no genera riqueza, pero sí la destrucción del Estado del Bienestar que nos hace ser sociedad. Que subir los salarios no pone en riesgo la economía. Que las empresas no huyen de ningún sitio por tener que pagar lo que les corresponde, y que no por mucho repetir un mantra inventado, el mantra se convierte en real. En definitiva, que bajar impuestos es recaudar menos y abandonar lo único que nos queda cuando ya no queda nada: lo público. ¿Oyó señor Feijoó?