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Espacio de opinión de Canarias Ahora

Una ceguera que todos padecemos

Rafael Inglott Domínguez

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Heimito von Doderer fue un reaccionario decente, a despecho de quienes piensen que esas dos cosas nunca van juntas. Entró por error en el partido nazi, como tantos otros incautos, y lo abandonó al barruntar los horrores. Algunas de sus novelas son cimas casi escondidas en un fantástico macizo: la literatura europea de entreguerras. Casi todas contribuyen a cimentar la vieja imagen del narrador como demiurgo. Con la inexorable parsimonia de los grandes constructores de ficciones, Doderer diseña unos personajes patéticamente ajenos a las claves de su destino. Al hacerlo contiene su risa, una risa quién sabe si atronadora, como aquella de los dioses griegos cuando contemplaban el afán de los humanos. Conrad Castiletz, el protagonista de Un asesinato que todos cometemos, es todo un paradigma de la inopia burguesa: entregado al estereotipo de la superación personal y completamente ciego a los vectores que gobiernan su vida.

A punto estuve de tomar prestado ese título para mi artículo, pero la palabra asesinato suena demasiado fuerte, demasiado cruenta para las cosas que intento decir. Aun así no renuncio a su acepción metafórica. Debo añadir que el recuerdo de ese libro, con su título retadoramente inculpador, me lo trajo cierta noticia que captó mi atención hace poco: la acusación de homicidio imprudente contra Salvador Illa, el ministro de Sanidad, por parte de un sindicato de funcionarios. Sin prejuzgar el recorrido que pueda tener esa denuncia, vale la pena detenerse en su significado.

Otro ministro del mismo partido, unos años antes de morir, dijo que los españoles enterramos muy bien. Lo dijo, claro está, en una clave no menos metafórica. De otro modo los hechos habrían venido a desmentirlo: nuestros cadáveres, para desolación de propios y extraños, se amontonan hoy a la espera de una digna inhumación. Y es que no siempre enterramos bien a nuestros muertos, ciertamente, pero nunca faltan voluntarios para enterrar sobre la marcha a los vivos.

Y hay otras cosas para las que sobra gente, en esta España unamuniana que tanto duele. Una, el arte de opinar sin fundamento. Otra el de lavarnos las manos con virtuosismo (metafóricamente hablando una vez más). Por eso ahora, cuando los expertos se queman las cejas en su empeño de afrontar una amenaza mal conocida y sin precedentes, cuando mis colegas más avezados elaboran estrategias clínicas y terapéuticas sin apenas margen para contrastar su eficacia o sus inconvenientes, cuando todas las decisiones son necesariamente imperfectas, cuando la mejor actitud de quien las tome no puede ser otra que la disposición a admitir y corregir inevitables errores, cuando lo que toca al resto del país es arrimar el hombro en una sola dirección, hay excesiva gente instalada en las alturas de la inocencia y el magisterio. Gente que hasta en los peores trances colectivos sigue con su empeño inveterado de tener razón y encontrar algún culpable.

Enterrar a los vivos, pontificar ante lo incierto, parapetarnos en esquemas simples y prejuiciosos, lavarnos las manos: actividades extremadamente nocivas y debilitadoras, cuando el común desafío no ha hecho más que asomar la cabeza. Nunca como ahora han estorbado tanto las perretas numantinas, los oportunismos parroquialistas, los codazos y patadas más o menos encubiertas en el cuarto de los trastos, mientras esperamos como siempre que sean otros quienes salven el edificio. Porque nunca más que ahora tuvo sentido esa noción, la solidaridad entre los pueblos, que tantas veces sonó hueca en el pasado.

Le oí decir a alguien, en uno de esos vídeos que circulan por las redes, que procede centrarse en el presente y olvidarse del futuro. No estoy muy de acuerdo. Es precisamente en el futuro donde está nuestra fuerza, siempre que apliquemos la receta correcta: una parte de serenidad, otra de ecuanimidad, otra de diálogo abnegado y una cuarta de reflexivo optimismo. Hay motivos para aplicarla, enseguida diré por qué.

Nuestra historia reciente se parece mucho a la de Conrad Castiletz: dimos la espalda a las claves más profundas de nuestro destino colectivo, a los enormes desequilibrios que lo sustentan, para centrarnos con ridícula miopía en eso que llamamos “desarrollo personal”. Dimos en creer -mientras entregábamos nuestro futuro a quienes sumariamente llamábamos “la ralea”, “la gentuza”, “la casta” y cosas peores- que ese mito del desarrollo personal es factible en cualquier contexto. Y aún ahora, cuando nuestras certidumbres empiezan a resquebrajarse y el malestar llama a la puerta, seguimos emulando al despistadísimo Castiletz: limitamos nuestra tarea a la búsqueda de culpables -que haberlos hay, qué duda cabe- y seguimos ciegos al contexto de esa culpa, a sus profundas raíces políticas y sociales.

Cada cual decidirá si es el momento de agacharse a coger la piedra, pero todos -absolutamente todos- hemos cometido algún error de peso. Lo comete el gobierno al meterse por la senda del ordeno y mando, desdeñando la consulta y el contraste de pareceres. Los cometen la oposición y los gobiernos territoriales, cuando ensayan cada gesto y cada frase con la vista inalterablemente fija en sus votantes. Los cometemos año tras año los ciudadanos -ay, los ciudadanos- al equivocarnos sobre la naturaleza del Estado del bienestar; al cruzarnos de brazos ante su progresivo desmantelamiento; al no evaluar las consecuencias de unos recortes simplemente suicidas del gasto social.

El Estado del bienestar -eso que los gobiernos de España y de Europa nos han birlado- consiste en evitar que mueran como están muriendo nuestros ancianos: absolutamente indefensos, con cuidadores aterrados, sin protección, sin diagnóstico, sin tratamiento adecuado, sin personal competente que les atienda, sin que nadie les coja el teléfono a sus familiares.

El Estado del bienestar es no dejar al albur del mercado y la gestión privada los derechos más básicos de los ciudadanos. El Estado del bienestar es no asfixiar la sanidad pública (“una de las mejores del mundo”, puede que sí, pero más que nada por la implicación de sus profesionales) mediante recortes presupuestarios incompatibles con su digno funcionamiento, reducciones ingentes de personal cualificado, intolerables cuellos de botella en la atención primaria, listas de espera incompatibles con la vida. El Estado del bienestar es gobernar con un patrón de integración ordenada de los recursos sociales y socio-sanitarios. El Estado del bienestar es actuar con un modelo de gestión democrática muy distinto al que tenemos, que acabe con la estanqueidad competencial y planifique en una perspectiva de concurrencia en lo social, siguiendo como es debido las instrucciones de la OMS. El Estado del bienestar es, sobre todo, gobernar pensando en los más débiles.

Se preguntaba hace poco Sami Naïr, en las páginas del diario El País, hasta qué punto afectará el coronavirus al “modelo de gestión neoliberal de la economía europea”. La principal constante en ese modelo, añadía, “ha sido la privatización progresiva de los servicios públicos y la reducción de los acervos sociales de las clases medias y populares, conquistados desde la Segunda Guerra Mundial.” ¿Conseguirá esta crisis que por fin reflexionemos todos, hasta el punto de empezar a construir en serio una Europa solidaria, equitativa y protectora? Si no es así, si renunciamos para siempre a sentar las bases del bienestar colectivo, si seguimos ciegos ante la importancia crucial de lo público, continuaremos igual de inermes ante cualquier agresión como la actual. Y le entregaremos como siempre a los más vulnerables.

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