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Todo se complica (aún más) en el Sahel

José Segura Clavell

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Dos de las preguntas más habituales que me hacen en cualquiera de los eventos en los que participo como director de Casa África se han convertido en todo un clásico: ¿Qué es el Sahel? y ¿Qué está pasando en el Sahel? Las respuestas nunca son sencillas. A la primera respondo que es un territorio enorme, diverso y complejo, la región africana que se encuentra entre el desierto del Sáhara y la sabana sudanesa, que abarca a varios países desde el Mar Rojo hasta el Océano Atlántico (Mauritania, Mali, Níger, Burkina Faso, Chad, Sudán, Ertrea y Etiopía), países que comparten una historia común de comercio, cultura e incluso de colonización. A la segunda pregunta, la de qué está pasando, suelo responder: eso es mucho más complejo ¿Tienes tiempo?

Para que se hagan una idea de la relevancia del momento que estamos viviendo, los medios preguntaron este pasado miércoles a Josep Borrell, Alto Representante de la UE, cuáles eran los puntos más importantes a abordar en la Asamblea General de Naciones Unidas que se acaba de celebrar en Nueva York: “Ucrania y el Sahel”, respondió tajante, precisando que es fundamental que en el seno de la ONU pueda producirse “un debate estratégico sobre lo que está ocurriendo allí especialmente tras el golpe de Estado de Níger”. 

El Sahel, al que nos hemos referido en decenas de artículos previos y sistematizados en monografías que hemos editado bajo el título de ‘Tiempo de África’, se ha convertido en una de las regiones geográficas más inhóspitas e inestables del mundo en la última década. Se trata de una enorme área geográfica rica en oro, uranio o metales preciosos, en la que la pobreza es tremenda. Dolorosa contradicción. Todos los países del Sahel se encuentran entre los 20 más pobres del mundo, según el Índice de Desarrollo Humano (IDH), y las cifras de analfabetismo, inseguridad alimentaria, violencia y precariedad son demoledoras. 

Con el cambio climático como telón de fondo, generador de pobreza extrema (sequías, hambrunas, desplazamientos humanos...), el pilar fundamental sobre el que gira todo es desgraciadamente, la violencia: el incesante crecimiento del terrorismo yihadista, con la presencia de grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico. Su actividad explica, acelera y motiva todos los cambios políticos y geopolíticos que se han venido produciendo haste el momento actual.  

Sólo un dato: entre 2020 y 2022, en la región de las tres fronteras (Mali, Níger y Burkina Faso) se perpetraron una media de ocho asesinatos diarios. Nos lo contaba recientemente una de las personas que, en nuestro país, ha estudiado y reflexionado más sobre el Sahel: la académica y periodista Beatriz Mesa. La hemos tenido en actividades de Casa África en multitud de ocasiones, hemos apoyado e incluido un libro suyo en nuestra colección de ensayo (‘Los grupos armados del Sahel’) y siempre la tenemos como referencia para tratar de entender hacia dónde evoluciona este espacio geográfico y sus sociedades, que en artículos anteriores he denominado nuestra ‘frontera sur’.  

Es evidente que no podemos contemplar al Sahel solamente desde la perspectiva securitaria y de amenaza terrorista: también desde la perspectiva migratoria, dicho esto en un momento en que la ruta canaria vuelve a registrar cifras altísimas y encara los meses en que el Océano Atlántico en calma favorece los intentos de tan arriesgada y mortal ruta. La violencia, la inestabilidad democrática, la falta de expectativas vitales, el cambio climático y la inseguridad son motores que impulsan la migración, y en estos momentos los estamos viendo todos juntos en el Sahel. De ahí el título con que arranco este artículo de hoy: todo se complica (aún más) en el Sahel.  

Referida a esa región se ha generalizado el término de la insurgencia yihadista, que ha provocado más de 30.000 muertos y 4.000.000 de refugiados, que se añaden a miles de desplazados que huyen de la pobreza y una naturaleza que puede ser despiadada. Es triste constatar, ante el abandono por parte de los debilitados Estados sahelianos de amplias zonas de su territorio, como en muchas ocasiones, estos grupos yihadistas pasan de ser una amenaza a convertirse en la única opción posible para encontrar un trabajo y alimentar a la familia. Se constituyen como Estados allí donde no hay gobernanza ni presencia estatal de ninguna forma, e incluso proveen educación (islamista radical), sanidad y un cierto orden basado, eso sí, en el más absoluto autoritarismo.  

Ni la presencia de una misión de Naciones Unidas (MINUSMA) ni la creación de una fuerza militar regional (el G-5 Sahel) ni la potente operación francesa Barkhane, que llegó a contar con 5.500 efectivos sobre el terreno, pudieron frenar el avance terrorista protagonizado, sobre todo, por el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM, dependiente de Al Qaeda) y la provincia del Estado Islámico del Sahel vinculada al Estado Islámico. Hoy, incluso países más al sur del Sahel, como Benín, Togo o Costa de Marfil, viven con la amenaza constante de la presencia e incursión de miembros de estos grupos armados en las porosas fronteras que tiene con los países sahelianos.  

Hagamos un poco de historia: Mali acentuó su debilidad tras la crisis de 2012, tras la cual grupos armados yihadistas y secesionistas -la mayoría tuareg, árabes y ‘peuls’- se unieron para instalarse en la región de Azawad, al norte de Mali, y declararon su independencia. Esa declaración, dada la alianza producida entre tuaregs y yihadistas, provocó la entrada de Francia y su Operación Serval, que frenó la consolidación de un estado yihadista en el territorio y acabó provocando que se alcanzaran en 2015 los Acuerdos de Argel, con los que los tuareg y varios grupos de la región depusieron las armas, con la condición de facto de controlar ese espacio del norte del país.   

En estos años, y pese al acuerdo firmado, la actividad yihadista se ha mantenido y ha ido creciendo de forma constante a través de ataques terroristas, aprovechando la inmensidad del desierto, la inexistencia de vigilancia y provocando la degradación de toda una región que ninguna misión europea ni africana ha sabido evitar.   

En este contexto se produjeron dos golpes de Estado consecutivos en Mali en 2020 y 2021: el Ejército derribó su gobierno denunciando la incapacidad de combatir el auge yihadista y reclamando la soberanía total del norte del país. Dos años después, y tras un proceso de salida de Mali por parte de las tropas francesas, primero, y europeas, después, surge el estallido muy reciente de una guerra abierta en el norte de Mali entre el Ejército maliense (reforzado con las tropas de los mercenarios rusos de Wagner) y los tuareg, poniendo fin a los Acuerdos de Argel y hundiendo aún más toda la región en la espiral de violencia en la que actualmente vive sumida.  

Y a eso, además, se le había sumado Burkina Faso (también doble: un golpe detrás de otro en 2022), con manifestaciones antifrancesas en las calles, denuncias a la incapacidad del gobierno de luchar contra los yihadistas, y llamados a la expulsión de cualquier tropa o misión europea.  

Y lo último, este verano, el golpe de Estado en Níger, liderado por un militar que también ha reclamado la salida de los militares y diplomáticos franceses de su país, tiene aún retenido al anterior presidente y ha tratado de contrarrestar la amenaza de una intervención militar liderada por el resto de países de la Comunidad de países de África Occidental (la CEDEAO, con la vecina Nigeria al frente), firmando una Alianza, la Alianza del Sahel, por la que Mali, Niger y Burkina Faso advierten al mundo de que una agresión a uno de ellos (hablando en plata, si a la CEDEAO se le ocurre atacar a Niger para restaurar al presidente Bazoum) es una agresión a los tres que será inmediatamente respondida. Como ven, todo está yendo a peor en el Sahel.  

Hay en todo este proceso grandes cambios de paradigma, grandes cambios incluso que afectan a la geopolítica internacional. La pérdida de influencia europea en la región es evidente, y siempre digo que deberíamos reflexionar sobre el hecho de que algo habremos hecho muy mal para que tanta misión militar no haya servido para parar el crecimiento yihadista y ello, en parte, haya servido para justificar la caída de regímenes democráticos por juntas militares populistas que, lamentablemente, ven en Rusia un compañero de viaje interesante, que les provee de armamento para mantenerse en el poder y que no cuestiona la dictadura.  

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