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Confirma tu humanidad

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Lo primero de todo, quiero dejar claro que soy humana: acabo de completar un captcha con imágenes de pasos de peatones para indicar que no soy un robot. De serlo, estaría vagando por el mundo y en el tiempo en busca de un igual, el robot Emilio, un capricho de la infancia que los Reyes Magos no me trajeron porque de donde ellos venían no había robots, según me contaron mi padre y mi madre. A día de hoy sé que esto no es verdad, evidentemente. El aeropuerto de Changi, Singapur, cuenta con robots policías y por Dubai ya patrulla Reem, otro del mismo cuerpo. Haberlos, haylos. De hecho, cuando me topé con aquel video viral de un robot de entretenimiento, de nombre Titan, que un bulo hizo pasar por guardaespaldas de un emir en una feria tecnológica de Abu Dabi, pensé: ¡quizás sea descendiente de mi anhelado Emilio!

Por lo general, aunque hay robots que hacen prácticamente de todo, suelen diseñarse para funciones específicas: están los que limpian, los que vigilan, los que cocinan, los que operan... Los antropomórficos además bailan, porque nada mejor que el baile para hacer alarde de buena motricidad, de semejanza motora, aún cuando muchos humanos no están dotados de esa gracia. Porque la cuestión no es replicarnos, es que sean una versión mejorada de nosotros mismos, es que nos faciliten la existencia. Ocurre así que ElliQ, una IA cognitiva, ayuda a combatir la soledad de la población envejecida, simplificando sus funciones del día a día; que el sistema robótico Da Vinci aporta seguridad y precisión en las intervenciones quirúrgicas, haciéndolas mínimamente invasivas, o que Optimus Gen 2, el último androide de Tesla, podría postularse como el pinche perfecto, ya que es capaz de coger un huevo sin romperlo (además sabe hacer sentadillas, por aquello de la causa motriz). Mención especial a Atlas, el conocido robot de Boston Dynamics, que se atreve, incluso, con el parkour. O Asimo, de Honda, otro todoterreno multifunción de la industria robótica.

Luego están aquellos con ínfulas de humanidad, programados con potestad de creación y reproducción artística, dotados así de cierta sensibilidad. Por un lado tenemos a Robotor, que es capaz de replicar en materiales pétreos el talento. Tanto es así que esculpió en mármol una copia de la musa Terpsícore de Canova, tras escanearla en 3D, para el Museo Arqueológico Isidoro Falchi de Vetulonia, con la finalidad de poner en valor, preservar y transmitir el patrimonio artístico. Por otro lado, “existe” AI-DA, la primera robot artista del mundo que, incluso, ya ha expuesto en el Museo del Diseño de Londres. Su percepción del arte parte de una inteligencia artificial y desde el aprendizaje computacional crea sus obras, como también hace Botto, un artista autónomo descentralizado (DAO) desarrollado por Mario Klingemann en lo que es una idea más experimental, apoyada en colectivos de desarrollo de software (y cuyos resultados son más aleatorios). Lo sorprendente de AI-DA es su capacidad de, digamos, reflexión, a la hora de dar forma a sus piezas. Pero si hay algo que les humanice más que un resultado digno de la creación humana es la consideración de autoría de dicha creación, un mérito que se les cree propio, como ejecutores que son de la misma. Esta idea, si bien tiene sentido, aunque responda a una ejecución mecánica basada en unos algoritmos, roza lo obsceno con Sophia, el robot ginoide de Hanson Robotics al que se le ha otorgado una nacionalidad, la saudí. Sophia, que fue diseñada para aprender y adaptarse al comportamiento humano, es ciudadana saudita desde 2017. ¿Puede entonces Sophia, qué sé yo, votar? ¿Tienen las mujeres sauditas, qué sé yo, la misma consideración jurídica que un robot con pretensiones de persona? ¿Está Sophia supeditada a la ley islámica? ¿Y a la tutela masculina?

Al reconocer a un igual estamos proyectando nuestros propios atributos en el otro, reforzando una idea que se traduce en nuestra manera de comportarnos. Una suerte de efecto espejo cuya conexión da forma a la empatía, siendo, en nuestra relación con los robots, fruto del efecto ELIZA. Esto es, dar por humanos unos comportamientos que son informáticos como, por ejemplo, cuando un cajero te da las gracias tras realizar una transacción. El efecto parece trascender a otro nivel con la IA, sin ir más lejos desde los asistentes virtuales a los bots, que ya acostumbran nuestra conducta, de por sí supeditada a la condición de usuario, a su convivencia. Es al interactuar que la línea que nos separa se difumina, inconscientemente. Les hemos dado las herramientas para saber leernos, detectar nuestros estados de ánimo, reconocer nuestros rostros, interpretar los textos y las imágenes que les enviamos o captar nuestras voces y lenguas. También han aprendido a manipular todo esto y hasta a provocarlo, metiéndonos en líos, jugando con nuestros sentimientos, sometiéndonos a un filtro, subyugándonos a una realidad virtual.

Precisamente, en el terreno de la ciencia ficción, se tiende a alertar de la catástrofe que supone la simbiosis entre los robots y la raza humana. Rara vez se logra un entendimiento total y siempre está presente la tensión hegemónica. Somos unos contra otros, probablemente porque los unos somos conscientes de lo que conlleva ser como nosotros, ser uno de los nuestros. También porque no hay que pasar por alto que lo que robótica e inteligencia artificial tienen en común es que vienen a ser serviciales y que en su imitación de la naturaleza persiguen -y logran- rozar la perfección, porque para ello se les programa. La paradoja es que somos nosotros los que terminamos por ponernos a su servicio. La Dimensión Desconocida, por ejemplo, trataba situaciones como éstas mucho antes de Black Mirror, como en el capítulo de el tío Simón, quien deja en testamento a su sobrina, única heredera de su fortuna, hacerse cargo de un robot (interpretado por Robby el robot, algo así como el abuelo de mi Emilio) al que acaba sometiéndose. La relación entre sobrina y robot replica el patrón que ella seguía con su tío, al que detestaba, en una dinámica de maltrato psicológico y abuso verbal por la compensación económica. El odio, uno de los sentimientos que más cala en sociedad -el que de hecho se enquista más a la larga- al ser aquí trasladado a un otro robótico, potencia la hostilidad hacia éstos. El robot, sin embargo, no “nace” abusivo, lo que hace es adaptarse a esa dinámica; aprende a comportarse así porque el entorno es así, incumpliendo la primera ley de la robótica de Asimov: “un robot no hará daño a un ser humano ni, por su inacción, permitirá que un ser humano sufra daño”.

Sin embargo ¿cómo vamos a confirmar nosotros que no somos robots si sí lo somos en el entorno digital? El lenguaje que empleamos allí es otro, es más suyo: transmitimos una emoción con un gif, valoramos un trayecto en taxi con estrellas o damos like a una publicación que por ejemplo informa sobre un hecho atroz aún cuando su contenido no nos gusta en absoluto. Sin necesidad de un engranaje interno, sólo de un dispositivo que nos traslade a ese espacio, somos capaces de volcar nuestra condición de humanos de un modo artificial (tiene algo de romántico, aún, que uno de los accesos más extendidos sea identificándonos mediante nuestra huella dactilar). A través de nuestros distintos perfiles virtuales consentimos una transferencia de datos y damos forma a una comunidad a la que los medios y los servicios se han adaptado, siendo los códigos que operan en cada plataforma los que mandan. De hecho, el propio entorno termina por generar la solución que más se le adapta, absorbiendo cualquier residuo material o humano, como poner fin al dinero en efectivo o crear influencers virtuales. Éstos últimos producen sin ocasionar los gastos de uno de carne y hueso, sirven 24/7 y hasta llegan a originar más ingresos a aquellas celebridades que hayan cedido sus derechos de imagen para ser explotados, por ejemplo, en formato chatbot.

El impacto laboral que ha supuesto la automatización de la producción en aras del progreso no es nada nuevo, pero el margen que explota el contenido generado por inteligencia artificial sí, de ahí la necesidad de su regulación. La Ley de IA de la Unión Europea, la primera normativa sobre este asunto en el mundo, marca las pautas para que sus avances no entren en colisión con nuestros derechos, con nuestra seguridad, estableciendo una clasificación por niveles de riesgo. Recoge, entre otras cuestiones, que los usuarios deben ser conscientes de cuándo están interactuando con la IA, que ésta no debe incurrir en la manipulación cognitiva del comportamiento de las personas y grupos vulnerables específicos o que el sistema diseñado no genere contenidos ilegales. A Aitana Lopez (@fit_aitana) una modelo virtual diseñada por The Clueless bastante conocida en redes sociales, quiso ficharla una plataforma pornográfica. Sus creadores se negaron, pero no han rechazado que suba contenido exclusivo a fanvue, un canal similar a Onlyfans. Como sus representantes, decidieron que por la “personalidad” de Aitana, “una mujer desinhibida, poderosa y segura de sí misma” su perfil encajaba en este registro. Suele ser imagen de ropa de baño, deportiva o lencería y según sus publicaciones en instagram ha colaborado con marcas como Nike o Calcedonia.

Dos años quedan para que Metrópolis, esa urbe proyectada por el expresionismo alemán de la mano de Fritz Lang hace noventa y siete años, sea testigo de una historia en la que un poderoso ordena crear un robot que sea igual que María, una agitadora pacífica que predica la igualdad de clases y de la que se enamora su hijo. La motivación es que el robot la suplante tras secuestrarla, con el fin de alterar su discurso revolucionario usándolo a su favor para reprimir la sublevación obrera. Hoy lo haría para que no dejáramos de consumir, sea cual sea el producto, sea quien sea el producto. De esta manera, acabamos postrándonos ante toda una maquinaria en la que el deseo, que nos han generado y nos permiten satisfacer, se impone a la carencia. De lo contrario nos sentimos vacíos y obsoletos. Se dice que Descartes mandó crear una muñeca robótica que replicara a su hija Francine, fallecida a los cinco años, para aliviar el tormento de su ausencia, un dolor compartido por Jang Ji-sung, una madre coreana que recurrió a la realidad virtual para reunirse con su hija y así intentar superar el trauma de su muerte. Hoffmann nos contó cómo Nathanael se enamoró de la autómata Olympia en El hombre de Arena y Jonze dirigió el romance entre Theodore y una asistente virtual con la voz de Scarlett Johansson en HER. Mi amor por el robot Emilio fue más bien platónico.

Ojalá demostráramos que no somos robots de una manera tan sencilla como es completar un captcha a la primera. Ver las casillas con atención, seleccionarlas con agilidad y confirmar la humanidad. Quizás esa sea la clave que nos permita sobrevivir cuando los robots se encarguen de todo. Porque cuanto más se humanizan las máquinas, más nos robotizamos los humanos.

Lo primero de todo, quiero dejar claro que soy humana: acabo de completar un captcha con imágenes de pasos de peatones para indicar que no soy un robot. De serlo, estaría vagando por el mundo y en el tiempo en busca de un igual, el robot Emilio, un capricho de la infancia que los Reyes Magos no me trajeron porque de donde ellos venían no había robots, según me contaron mi padre y mi madre. A día de hoy sé que esto no es verdad, evidentemente. El aeropuerto de Changi, Singapur, cuenta con robots policías y por Dubai ya patrulla Reem, otro del mismo cuerpo. Haberlos, haylos. De hecho, cuando me topé con aquel video viral de un robot de entretenimiento, de nombre Titan, que un bulo hizo pasar por guardaespaldas de un emir en una feria tecnológica de Abu Dabi, pensé: ¡quizás sea descendiente de mi anhelado Emilio!

Por lo general, aunque hay robots que hacen prácticamente de todo, suelen diseñarse para funciones específicas: están los que limpian, los que vigilan, los que cocinan, los que operan... Los antropomórficos además bailan, porque nada mejor que el baile para hacer alarde de buena motricidad, de semejanza motora, aún cuando muchos humanos no están dotados de esa gracia. Porque la cuestión no es replicarnos, es que sean una versión mejorada de nosotros mismos, es que nos faciliten la existencia. Ocurre así que ElliQ, una IA cognitiva, ayuda a combatir la soledad de la población envejecida, simplificando sus funciones del día a día; que el sistema robótico Da Vinci aporta seguridad y precisión en las intervenciones quirúrgicas, haciéndolas mínimamente invasivas, o que Optimus Gen 2, el último androide de Tesla, podría postularse como el pinche perfecto, ya que es capaz de coger un huevo sin romperlo (además sabe hacer sentadillas, por aquello de la causa motriz). Mención especial a Atlas, el conocido robot de Boston Dynamics, que se atreve, incluso, con el parkour. O Asimo, de Honda, otro todoterreno multifunción de la industria robótica.