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Corrupción, presunta, en Bananaria

En Bananaria había un mago que no usaba chistera, hacía trucos a base de escupir frases racistas por su boca. Mientras el mago nos asustaba con la llegada del moro y la gente miraba para la costa, en el aeropuerto aterrizaba el avión privado del anciano nórdico acompañado de la joven rusa, la rubia no era tonta, al contrario, era capaz de aprender la lengua española a la velocidad del recorrido que iba desde la entrada del Palacio de Justicia al despacho de la jueza. El político Humilde le había enseñado que a los periodistas había que hablarles en inglés, porque eran unos miserables que siempre estaban injuriando, y desde que el Caudillo no habitaba entre nosotros no había forma de meterlos en la cárcel. Sí, la cárcel y los calabozos, esos lugares por donde pasaban tantos subordinados de el Humilde.

En Bananaria estaba permitido mentir, el Humilde mentía en los tribunales y en el Parlamento, en las ruedas de prensa y en las de reconocimiento, en las comisiones de investigación y en la investigación de las comisiones. El Humilde era un hombre frío, por eso gustaba de los países de bajas temperaturas. Aquel verano que la isla ardió el Humilde prefirió buscar cielos más fríos y dejó al malísimo Zapatero solo en medio de las cenizas de las cumbres y se montó en el avión de su amigo. El Humilde era el máximo responsable del gobierno de la isla, pero no quiso pasar por ese sufrimiento de ver los pinos convertidos en cenizas, por eso fue a evadir sus penas escuchando la música de otro amigo en Austria y disfrutando de los saltos de los alegres salmones en un río de Noruega.

El viaje comenzó mal porque el dueño del avión se quedó dormido, como era un jet privado y no daban ambrosías Tirma ni nada, pues el viejo (que en paz descanse) se aburría y se echó una cabezadita entre Gran Canaria y Austria y otra sobadita entre Austria y Noruega. El colega del Humilde era un hombre de sueños largos, por eso necesitaba 3600 camas para dormir. Pero, según confensó el Humilde a la jueza, el viejo no se lo contó a su amigo. El Humilde se aburrió mucho en el jet privado, mientras el viejo dormía, la joven rubia leía una novela de un compatriota, “Crimen y castigo”, y la procuradora se estudiaba el Código Penal, en concreto los artículos que recogían como atenuantes la recopilación de facturas y estractos bancarios en los amistosos viajes de placer. Así que como todo el mundo pasaba de él, el Humilde se puso a leer las noticias económicas en la prensa color salmón, que le relajaba mucho más que los periódicos digitales.

En Bananaria la ortografía cambiaba los significados. Hoy te veto a un periodista, hoy te veto a una diputada. Pero si lo decías con “b” entonces Tebeto se transformaba en una montaña muy rentable. Y aparecía un tío del Humilde trabajando para una empresa privada, valorando la montaña en una millonada. Oye, tío, pide por esa boquita que si pierdo las elecciones me darán la llave de la lata del gofio y les pago luego. La familia del Humilde merodeaba en los momentos más místicos, en las experiencias más enriquecedoras. Al hermano lo nombraban un día en una conversación donde hablaban de regalarle 100.000 eurillos de nada por defender un supermercado ante un alcalde, otro día el hermano aparecía en un puesto de mando y nombraba a un señor para negociar con los que iban a ganar un concurso que pararon los tribunales. Así eran algunos familiares del Humilde, que no quería que le nombraran a su familia, pero él era el que la nombraba primero: hoy te nombro consejero, hoy te nombro procuradora, hoy pides una indemnización para que una empresa privada asalte las arcas del gobierno.

En Bananaria éramos todos muy felices. Nos contaban las noticias a medias. A los cronistas de la Corte se les prohibía decir que el Humilde formaba parte del gobierno el día que visitaba los pasillos de los tribunales, pero el día que tocaba inaugurar alguna tontería entonces lo sacaban en los titulares con el título de Virrey o Rey sustituto si la tensión estaba alta. En los medios cortesanos los únicos sucesos los protagonizaban hombres con furgonetas blancas, los hombres que iban en oscuros coches oficiales nunca eran malos, ni siquiera los días que debían sentarse en el banquillo de los acusados. Así era Bananaria. Yo vivía allí y me convertí en un miserable el día en que me atreví a contarlo.

Juan García Luján

En Bananaria había un mago que no usaba chistera, hacía trucos a base de escupir frases racistas por su boca. Mientras el mago nos asustaba con la llegada del moro y la gente miraba para la costa, en el aeropuerto aterrizaba el avión privado del anciano nórdico acompañado de la joven rusa, la rubia no era tonta, al contrario, era capaz de aprender la lengua española a la velocidad del recorrido que iba desde la entrada del Palacio de Justicia al despacho de la jueza. El político Humilde le había enseñado que a los periodistas había que hablarles en inglés, porque eran unos miserables que siempre estaban injuriando, y desde que el Caudillo no habitaba entre nosotros no había forma de meterlos en la cárcel. Sí, la cárcel y los calabozos, esos lugares por donde pasaban tantos subordinados de el Humilde.

En Bananaria estaba permitido mentir, el Humilde mentía en los tribunales y en el Parlamento, en las ruedas de prensa y en las de reconocimiento, en las comisiones de investigación y en la investigación de las comisiones. El Humilde era un hombre frío, por eso gustaba de los países de bajas temperaturas. Aquel verano que la isla ardió el Humilde prefirió buscar cielos más fríos y dejó al malísimo Zapatero solo en medio de las cenizas de las cumbres y se montó en el avión de su amigo. El Humilde era el máximo responsable del gobierno de la isla, pero no quiso pasar por ese sufrimiento de ver los pinos convertidos en cenizas, por eso fue a evadir sus penas escuchando la música de otro amigo en Austria y disfrutando de los saltos de los alegres salmones en un río de Noruega.