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Pues yo creo que ganó la indecisión

Cerré el kiosko de madrugada, esperando por Juan García Luján, y al cruzar la calle todo seguía igual. Nada había cambiado después de 90 minutos en que España -como en un Madrid-Barça sin goles- se paralizó para ver a Zapatero y Rajoy “debatiendo” sobre quién tiene más razón para llevar los designios del país durante los próximos cuatro años. ¿Debatiendo? A cualquier cosa la llaman ya debate.

Llegué a casa. La tele estaba encendida. Mi mujer entreabrió los ojos desde el sofá y sólo llegué a entender un bufido en forma de “fuerte mierda de debate, por Dios”. Se dio media vuelta y apagó, sin mediar más palabra, el televisor. Entré en la alcoba. Cruzada en la cama, sin dejar espacio alguno, roncaba mi hija de dos años, que sí que estuvo debatiendo, de verdad, con su hermano mayor sobre de quién es realmente la libreta de Mickey (estás bonita, tú) donde colorean animales que no conocen.

Otra noche de pataditas e insomnio, pensé. Y puse la radio para hacer más llevadero ese cansancio infinito que retrasa el sueño. Al otro lado del auricular, en uno de esos programas en lo que importa es dejar hablar y saber escuchar, aunque sea con un rictus de resignación detrás de la pecera pero con mucha melosidad en la voz, un joven se desmoronaba como si hubiese perdido a un ser querido, como si tuviese un trauma infantil insuperable, como si el mundo se acabara con las luces del alba...

-“Quiero hablar del debate”, dijo y me sobresaltó en la cama, esquivando un manotazo cariñoso de mi niña. El hombre hablaba con voz entrecortada, como queriendo atrapar palabras que se le escapaban en un cruce vertiginoso de ideas inconexas, después de todo un día pendiente de los 90 minutos más importantes de España. Tragaba saliva y se lamentaba, con un dolor infinito digno de reflexión para lo productores de este circo: “No entiendo nada, es que no entiendo nada, no sé que pensar....”.

La presentadora intentó atarlo en corto, centrar sus ideas: “Ah, es que usted es uno de esos tantos indecisos que todavía no saben a quién va a votar, ¿no?”. Ni siquiera eso, el hombre forma parte de la legión NS/NC de las encuestas, pero había sido martilleado tanto con la trascendencia del debate, que se dijo a sí mismo en un acto de responsabilidad patriota: “Habrá que verlo”.

Y para qué fue aquello. Después se preocupó por seguir los programas televisivos, cambiar también de dial en las ondas para escuchar opiniones “que no sé cómo pueden decir cosas tan diferentes sobre un mismo asunto y quedarse tranquilos, ¿es que nadie puede ser imparcial y decirnos qué es mejor, quién ganó?” se preguntaba cada vez más angustiado por su decisión de seguir el show Zapatero-Rajoy.

Al principio me causó pena, después una profunda tristeza y al final, antes de tirar al suelo el mp3 y casi despertar a la niña, el hombre me llegó a agobiar. Tengo mi voto decidido -al Congreso y al Senado- y hasta una impresión clara de quién ganó el debate y de porqué mi perdedor se dejó llevar por mi ganador sabiendo que hay otros 90 minutos en juego. Sondeos express aparte. Tengo hasta mi idea de Estado que no comparten ni Zapatero ni Rajoy y qué papel debe desempeñar Canarias en ese puzzle. Hasta tengo decidida la hora en qué voy a ir votar -como currante, que me toca, todo domingo electoral-.

Pero todavía ahora, casi 24 horas después del Debate y la angustia que le creó a mi hombre NS/NC, lo único que se me pasa por la cabeza es que ganó la indecisión. O peor todavía, los indecisos ante la indecisión. Como un resquicio de idea aún no esbozada de que tanto circo mediático sólo sirve para que unas cuantas empresas se hinchen a facturar sin tino a razón de trece millones de engaños.

Pobre hombre angustiado. Mejor le hubiese valido La Nuestra y distraerse con Rambo.

Cerré el kiosko de madrugada, esperando por Juan García Luján, y al cruzar la calle todo seguía igual. Nada había cambiado después de 90 minutos en que España -como en un Madrid-Barça sin goles- se paralizó para ver a Zapatero y Rajoy “debatiendo” sobre quién tiene más razón para llevar los designios del país durante los próximos cuatro años. ¿Debatiendo? A cualquier cosa la llaman ya debate.

Llegué a casa. La tele estaba encendida. Mi mujer entreabrió los ojos desde el sofá y sólo llegué a entender un bufido en forma de “fuerte mierda de debate, por Dios”. Se dio media vuelta y apagó, sin mediar más palabra, el televisor. Entré en la alcoba. Cruzada en la cama, sin dejar espacio alguno, roncaba mi hija de dos años, que sí que estuvo debatiendo, de verdad, con su hermano mayor sobre de quién es realmente la libreta de Mickey (estás bonita, tú) donde colorean animales que no conocen.