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Me declaro conservador

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Ahora que soy cuarentón, después de un pasado desmelenado, insumiso y progresista, me examino a mí mismo y descubro, con estupor, que soy conservador. Conservador nostálgico de los adelantos políticos, jurídicos y sociales, de los derechos y libertades que habíamos alcanzado juntos, que no eran perfectos, pero sí que formaban parte de un camino hacia la justicia.

Sí, me declaro conservador, por ejemplo, en cuanto a la separación de poderes y echo de menos el tiempo en que los jueces podían hacer libremente justicia, sin que sus manos fuesen atadas por el miedo a la inhabilitación.

Me declaro conservador de un Estado que propugna y defiende una sanidad y una educación públicas, universales y gratuitas; que se preocupa por sus ciudadanos más débiles y los protege; que intenta evitar, por todos los medios, que sean arrojados a la calle quienes han sufrido una racha de mala suerte; que defiende el derecho de las mujeres a decidir libremente sobre aquellas cuestiones en las que se juegan su salud y su mañana.

Me declaro conservador de la época en que tu banquero o, para el caso, el empleado de tu caja de ahorro, de tu aseguradora o tu fondo de pensiones, era una persona de la que podías fiarte, y no un depredador que no está obligado a contarte la verdad.

Me declaro conservador del tiempo en que la ley regulaba las relaciones entre empleados y empleadores con cierta ecuanimidad, persiguiendo el siempre difícil equilibrio entre derechos e intereses de unos y otros; hay que reconocer que esto no siempre era posible, pero eso es lo que tenemos los conservadores: somos nostálgicos de un tiempo que siempre fue mejor que el actual, en el que cualquier trabajadora o trabajador está a merced de una legislación que siempre está en su contra.

Me declaro conservador de los días en que la gente podía salir a la calle a luchar por sus libertades, por sus derechos (esos mismos que desaparecen poco a poco, cada viernes, consejo de ministros a consejo de ministros) sin que se les llamara delincuentes; de esos mismos días en que la policía estaba ahí para protegerte y no para apalearte.

Me declaro conservador de un estado de cosas en que el derecho, la ética y la lógica y no los intereses privados de poderosas minorías presidían las actuaciones de los poderes públicos. De aquel país en que estos defendían el interés general, y no el de unos pocos.

Me declaro conservador de aquella época, no tan lejana, pero sí irrecuperable, en que aún existía en España una cosa que se llamaba futuro, de los tiempos en que cualquier ciudadana o ciudadano de este país podía llamar pan al pan, vino al vino e hijos de puta a los hijos de puta.

Ahora que soy cuarentón, después de un pasado desmelenado, insumiso y progresista, me examino a mí mismo y descubro, con estupor, que soy conservador. Conservador nostálgico de los adelantos políticos, jurídicos y sociales, de los derechos y libertades que habíamos alcanzado juntos, que no eran perfectos, pero sí que formaban parte de un camino hacia la justicia.

Sí, me declaro conservador, por ejemplo, en cuanto a la separación de poderes y echo de menos el tiempo en que los jueces podían hacer libremente justicia, sin que sus manos fuesen atadas por el miedo a la inhabilitación.