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Desafíos de nuestro tiempo

Impronta humana

Pero nuestra especie es diferente. “El hombre -decía Benjamin Franklin- es un animal constructor de herramientas”. Es decir, los seres humanos no sólo disponemos de nuestros propios órganos, sino que somos capaces de producir o fabricar otros órganos artificiales, las herramientas, los instrumentos de producción y en posesión de ese poder nos hacemos gradualmente dueños del mundo, dejando en él, en su piel la huella, el impacto de nuestra presencia.

¿Cual es la historia de nuestra presencia en la piel y en la envoltura vital del planeta del que formamos parte? ¿Qué impacto tiene nuestra existencia sobre la biósfera y su biodiversidad?

Al principio, durante esa eternidad temporal que para la existencia humana representó la etapa que conocemos como Prehistoria, el impacto fue escaso, poco significativo. Se dice que en la Era de la recolección, la caza y la pesca los hombres eran depredadores y es cierto, con unos conocimientos y un bagaje tecnológico aún primitivos, lo que tomaban de la naturaleza, incluida la biósfera, no lo reponían, pero en general conocían y respetaban los ritmos vitales de la naturaleza, de los restantes seres vivos y les permitían reproducirse y existir, condiciones indispensables para la supervivencia de la propia especie humana.

Pero nuestra especie es la única capaz de revolucionar su modo de vida. Después de varios millones de años en los que sucesivas especies de homínidos vivieron en mayor o menor armonía con la naturaleza y el resto de las especies vivientes, en los últimos 10.000 años han tenido lugar, de la mano de nuestra ingeniosa especie, tres revoluciones que han transformado profundamente nuestro modo de vida y nuestra relación con la naturaleza y el resto de la biósfera.

Revolución Neolítica

Me refiero a la Revolución Neolítica, que empezó en el Próximo Oriente unos 8.000 años antes de Cristo, y que supuso el paso de la recolección , la caza y la pesca a la agricultura, y del nomadismo al sedentarismo; de la Revolución Urbana que tuvo lugar también en el Próximo Oriente, unos 4.000 años antes de Cristo, implicando la transformación de algunas aldeas y poblados neolíticos en ciudades y, finalmente, en los 250 últimos años, aproximadamente, a la Revolución Industrial, iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII y propagada al resto de Europa y Norteamérica en el siglo XIX, revolución que, además, le dio un nuevo y definitivo impulso al proceso de urbanización del planeta.

Han sido, pues, esas revoluciones de nuestro modo de vida, que ni siquiera beneficiaron a todos por igual, las que han tenido un mayor impacto sobre la naturaleza y el resto de la biósfera.

La Revolución Agrícola o Neolítica y la Revolución Urbana transformaron de un modo significativo, agresivo a veces, pero asimilable casi siempre para la naturaleza el medio físico. Surgieron los paisajes agrarios y urbanos, como un contrapunto de los aún dominantes paisajes naturales, más o menos vírgenes e intactos. Esas revoluciones no rompieron el equilibrio con la naturaleza y la biosfera, aunque puntualmente pudiera producirse algún exceso.

Ha sido con la Revolución Industrial con la que hemos llegado, sin ser o hacernos conscientes de ello hasta hace relativamente poco tiempo, a lo que parece ser un peligroso punto de inflexión, de no retorno y de peligro para la vida en el planeta y su biodiversidad.

La ciencia, los propios científicos, que tanto han contribuido a desarrollar y expandir esta revolución, nos advierten ahora que hemos llegado demasiado lejos.

Un problema para el planeta

La nueva ciencia ecológica se aventura a decir que “la Tierra tiene un cáncer, que es la humanidad”, y el científico norteamericano Joel Kovel ha publicado un libro de título significativo: “El enemigo de la naturaleza”, subtitulado, por cierto“ ¿El fin del capitalismo o el fin del mundo?”, cuyo protagonista, obviamente, es el ser humano.

¿Qué trato le estamos dando a la biósfera, nos preguntábamos al empezar? Sin duda, hemos llegado al maltrato. Sin ser conscientes de lo delicado, frágil y vulnerable que es la biósfera y su biodiversidad, hemos actuado irresponsablemente. Pero ahora sabemos que la Revolución Industrial que tantos beneficios ha podido representar para el modo de vida de millones de seres humanos, tiene también un lado oscuro, siniestro. Le hemos dado la espalda a la naturaleza, hemos ignorado sus necesidades, sus imperativos. La naturaleza, la biósfera no es capaz de asimilar tanta contaminación, tanta destrucción de la biodiversidad y responde, a la emisión sobre todo de los gases de efecto invernadero ( GEI ) procedentes de los combustibles fósiles con el calentamiento global y el cambio climático, que a la manera de un boomerang se vuelve ahora contra nosotros.

¿Qué ha ocurrido? Nuestro poder es desmedido, desmesurado y lo hemos empleado irreflexivamente, sin medir las consecuencias de su uso.

Afirma el Premio Nóbel de Química Paul J. Crutzen que hemos entrado, incluso, en un nuevo período geológico posterior al Pleistoceno y al Holoceno de la Era Cuaternaria, en el Antropoceno, en el que el agente transformador de la superficie terrestre, de la biósfera y de la biodiversidad es, por primera vez en la historia del planeta, una de sus propias especies, la especie humana.

El cambio climático y la destrucción de la biodiversidad que nosotros estamos provocando con nuestra Revolución Industrial, nos conducen a una situación en la que la ciencia dispara todas las alertas rojas del peligro para nuestra propia seguridad.

Cambio de hábitos

De alguna forma tenemos que cambiar nuestro modo de vida, ajustándolo, adaptándolo a las propias reglas de la naturaleza.

El siglo XXI tiene que ser, como ha dicho el profesor Alfredo Jalife-Rahme, el siglo del respeto a la biósfera y a la biodiversidad y, por lo tanto, el siglo de la bioética (de la ética de la vida).

¿Cúal es, pues, la solución?

Sólo puede haber una la economía verde, el ecodesarrollo y la satisfacción racional de las necesidades de todos los seres humanos alejados de un consumo irracional, alienado, insostenible para un planeta tan frágil, vulnerable y limitado como el que habitamos.

Ese es el desafío que tenemos ante nosotros. Ese es el desafío al que cada cual en su espacio de naturaleza, biósfera y biodiversidad tiene que responder con inteligencia y celeridad. Como aún está a tiempo de hacer esta isla de Fuerteventura, convirtiéndose, de acuerdo con la UNESCO y de verdad, sinceramente, sin autoengaños, en una Reserva más de la biósfera del planeta.

Contestada ampliamente la primera pregunta responderé más sucintamente a las dos últimas.

¿Cómo está planteado el aprovechamiento de los recursos naturales?, decía la segunda pregunta.

Todos conocemos la respuesta. Como si el agua dulce, los recursos energéticos y minerales, las selvas, los peces, etcétera fueran inagotables, ilimitados, infinitos. Como si el planeta fuera un saco sin fondo, una especie de cueva de Alí Babá llena de riquezas interminables. Pero no es así, y ya en 1972 el Club de Roma en un célebre informe titulado Los límites del crecimiento nos advertía de que no es materialmente posible un crecimiento ilimitado en un mundo limitado. Tesis que volvió a plantearse en un nuevo informe publicado

En 1992, con el título de Más allá de los límites del crecimiento, donde se sostenía que el planeta ya ha superado su capacidad de carga para mantener a la población mundial.

Estamos explotando el planeta y consumiendo como si este contuviera su riqueza y la de 2, 3, 4 o 5 planetas más. No es así. El american way of life, el 'estilo de vida americano', que cada vez se globaliza más, es un lujo que el planeta no se puede permitir.

Sobrepasamos ya la cifra de 6.500 millones de personas y si queremos que las generaciones futuras puedan recibir de nosotros una herencia que les permita a ellos tener un modo de vida digno, no podemos seguir actuando al estilo del rey francés Luis XV que se despidió del mundo sentenciando: “Después de mi, el diluvio”.

El capitalismo

Llegados a este punto es necesario e inevitable referirse ya a nuestro sistema económico, el capitalismo. Desgraciadamente responde a una lógica de provecho particular, donde lo que cuenta es el beneficio, la ganancia, sin importar demasiado, más bien poco o nada ni el impacto y el expolio de la naturaleza, ni el respeto escrupuloso de los derechos humanos.

En pos de ese beneficio, de esa ganancia, el capitalista no conoce, ni reconoce límites. El sistema capitalista y también el comunista que quiso emularlo en la Unión Soviética, además de provocar un daño casi irreparable a la biósfera, como hemos visto, mantiene la distopía o utopía perversa del crecimiento ilimitado.

¿Cuál es, entonces, la respuesta al problema de disponer de un planeta con recursos limitados?

Sin duda, la administración racional, eficiente y justa de sus recursos, lo que implica abandonar lo antes posible el modo de producción y de vida capitalista, calificado por Kovel de “ecodestructivo” e “irreformable”, para dar paso a alguna forma de economía verde y socialmente más justa.

Como decía recientemente una personalidad tan poco sospechosa de antisistema como el Director Gerente de la Organización Mundial del Comercio Pascal Lamy, ante la crisis multidimensional que nos aflige : “No hay que renunciar a buscar alternativas al capitalismo”.

Por lo pronto nos deberíamos acostumbrar a “ crecer” menos o, incluso, a decrecer los menos del mundo desarrollado, para que pudieran crecer algo los muchos más del mundo subdesarrollado, donde aún impera el hambre, la pobreza y todo el cortejo de calamidades que suelen acompañarla.

Discurso poco realista

Este discurso puede parecer poco realista y siempre habrá quién discuta su eticidad, pero casa perfectamente con la situación que afrontamos y con un futuro de considerable expansión demográfica, por lo que cada día lo asume un número mayor de economistas.

Finalmente, trataré de contestar a la tercera pregunta : ¿Qué tipo de relaciones mantienen entre sí los distintos grupos nacionales y sociales que conforman la comunidad humana?

No hay la menor duda tampoco. En lo concerniente al control de los territorios, al aprovechamiento de los recursos naturales, a la generación de riqueza por medio del trabajo, una relación de competencia, de rivalidad, de lucha y de explotación que se pierde en la noche de la historia.

De ahí los frecuentes cambios en la geografía política del mundo. Si los mapas que expresan la geografía física del mundo prácticamente no han cambiado en siglos, los llamados mapas políticos han cambiado constantemente.

La geografía política del mundo es una sucesión de cambios de límites, de fronteras que expresan el mayor o menor poder y éxito de las naciones, de los estados y de los imperios en la carrera por dominar, en lucha con otras naciones, estados e imperios, porciones mayores o menores del planeta o, incluso, la totalidad del mundo.

Basten, como simples botones de muestra, los cambios que ha experimentado la geografía política del mundo en el siglo XX.

No es igual el planisferio o mapamundi político del mundo de 1914, que el de 1918; el de 1939 que el de 1945; el de 1945 que el de 1991 e, incluso, después de esa fecha han seguido produciéndose cambios, como muestra el planisferio o mapamundi político más reciente del globo.

Guerras más destructivas

Todos ellos expresan cambios en las correlaciones de fuerzas entre pueblos, estados imperios. Nos hablan de vencedores y vencidos, triunfadores y perdedores. Pero ponen también en un primer plano el precio de esa competencia, de esa rivalidad. Guerras cada vez más destructivas, más monstruosas, más inhumanas por su carácter total, hasta llegar al peligroso límite actual de la guerra abc ( a, atómica, b, bacteriológica y c del inglés chemical, con armas químicas ).

¿Será inevitable que en el siglo XXI, en el que la humanidad alcanzará a contar con muchos más miles de millones de seres, la lucha por la vida, por el control de los recursos naturales llegue a provocar conflictos y guerras aún más mortíferas que las del siglo XX?

El riesgo es muy cierto. De hecho el afán por controlar el petróleo, a pesar de su incierto porvenir, como ponen de relieve la llamada teoría de Olduvai del ingeniero petrolífero Richard C. Duncan y su responsabilidad en la generación de los gases de efecto invernadero, está detrás, por ejemplo, de la desastrosa política bélica desarrollada, en los primeros años del siglo XXI, por los Estados Unidos del presidente Bush en el Próximo oriente y otras regiones del continente asiático.

Y si hasta ahora ha sido el petróleo el más llamativo recurso generador de disputas sangrientas, no hay que olvidar los terribles conflictos que el control por otros recursos, a veces tan desconocidos como el coltán, ha provocado, sin que la mayoría del mundo lo supiera, en países como la República del Congo.

Y en un futuro no muy lejano se teme que puedan producirse, aún sin el impacto negativo del cambio climático, guerras por el agua allí donde este bien precioso, considerado como una mercancía y no como un derecho, resulte escaso.

Arbitraje de la ONU

Los riesgos, pues, son ciertos y para conjurarlos no basta sólo con sustituir el uso de la fuerza por el derecho internacional y el arbitraje de las Naciones Unidas, como debería ser, hace falta, además, cambiar los viejos principios y valores en los que se sustentan las relaciones entre los diversos grupos humanos, por nuevos principios valores que alejen esos riesgos.

Me refiero, naturalmente, a la sustitución de principios y valores como la competencia, la rivalidad, la lucha y la explotación de unos pueblos por otros y de unas clases por otras, por principios y valores como la

cooperación, la solidaridad, la ayuda mutua y la voluntad de compartir y aprovechar racionalmente los recursos limitados del planeta.

Desde luego, estas ideas suenan a utopía, pero hoy el realismo, como proclamaba el mayo francés de 1968, nos exige pedir lo imposible, porque en el fondo estas nuevas ideas son las únicas capaces de conjurar las amenazas para la paz que la inercia de las viejas ideas y hábitos encierran.

Y, por otra parte, no son tan irrealizables o inalcanzables como a simple vista parece. Sin ir más lejos bastará con recordar el caso del continente europeo.

Competencia nacional e imperial

Durante la primera mitad del siglo XX, la rivalidad, la competencia nacional e imperial entre varias potencias por el dominio comercial y colonial del mundo, provocó dos sangrientas guerras mundiales y el declinar del poderío europeo. En cambio, durante la segunda mitad del siglo, abandonadas las viejas ideas de la competencia y la rivalidad, por la idea de la cooperación, de la ayuda mutua y hasta de la solidaridad, ha sido posible desarrollar un proceso de integración económica y un espacio común en el que los viejos odios nacionales se han ido diluyendo y disipando hasta alejar el fantasma de la guerra que durante siglos asoló a Europa.

Ese es el camino que pueden emprender las grandes regiones geoeconómicas y geopolíticas del planeta. Con la primacía de esos principios y valores y con la herramienta del derecho internacional aplicado sin dobles varas de medir por unas Naciones Unidas democratizadas, se podría alejar definitivamente, en un mundo crecientemente multipolar, el riesgo de nuevas guerras frías o el de una Tercera Guerra Mundial de carácter nuclear que pondría fin, posiblemente, a la aventura humana.

Concluyendo: ¿otro mundo es posible? Más que posible, como proclamó Bernard Cassen por primera vez en el II Foro Social Mundial celebrado en Porto Alegre en 2002, otro mundo, con otros principios y valores es necesario, imprescindible para el presente y el futuro de la especie humana.

Estamos en presencia de una crisis de civilización para la que el capitalismo fundado en el interés de determinadas clases y estados, no tiene respuesta.

Con él ni la naturaleza, ni la pobreza tienen solución. La naturaleza porque el sistema, para garantizar el beneficio privado, se fundamenta en un crecimiento económico ilimitado imposible de soportar. La pobreza porque en el capitalismo impera el “todo para nosotros, nada para los demás” de ciertas clases y estados que han protagonizado la historia humana de los últimos siglos.

Un mundo socialmente más justo es posible, unas nuevas relaciones económicas del hombre, amigo, no enemigo de la naturaleza, también.

De todos y cada uno de nosotros depende que pueda o no ser así.

Francisco Morote Costa

Impronta humana

Pero nuestra especie es diferente. “El hombre -decía Benjamin Franklin- es un animal constructor de herramientas”. Es decir, los seres humanos no sólo disponemos de nuestros propios órganos, sino que somos capaces de producir o fabricar otros órganos artificiales, las herramientas, los instrumentos de producción y en posesión de ese poder nos hacemos gradualmente dueños del mundo, dejando en él, en su piel la huella, el impacto de nuestra presencia.