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Descortesías aeronáuticas

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Hace muchos años, muchos —la verdad es que muchos—, en el primer vuelo de la mañana de un soleado domingo de febrero, regresaba de Madrid junto con la plantilla de un equipo de fútbol isleño —más querido que afortunado— que volvía a Gran Canaria después de otra derrota sufrida la víspera en sabe Dios qué estadio y de qué vergonzosa manera. Aquella fue, creo, la única vez que me monté en el más hermoso avión comercial que jamás se ha diseñado: un Boeing 747. El aparato iba poco lleno, por lo que teníamos los pasajeros ciertas licencias: podíamos sentarnos solos junto a una ventanilla, acomodarnos algo mejor entre dos asientos (si el cinto lo permitía), incorporarnos un rato, pasear de tanto en tanto por la enorme cabina, etc.

Como si estuviera viéndolos ahora mismo, recuerdo los ímprobos esfuerzos de la tripulación para que aquella horda de malcriados futbolistas que venían con nosotros cumpliera con lo que se les pedía: cinturón, asiento, mesa plegada…, no solo para el despegue o el aterrizaje, sino para los diferentes momentos de inclemencia meteorológica que atravesó el avión. Todo había que repetírselo varias veces; y en todas las ocasiones, por parte de los advertidos, se daba siempre una actitud fiestera y desatenta —bromas fuera de lugar, comentarios enfadosos, etc.—; y en lo de requerir los servicios de las amables auxiliares de vuelo, ya se pueden imaginar: llamadas y peticiones constantes, inoportunas observaciones, etc. En suma, que lo presenciado con bochorno, con alipori, conforme avanzaba el viaje, adquiría las formas de un colosal monumento erigido a la descompostura. Yo me preguntaba una y otra vez si era admisible tanta indisciplina, tanta falta de respeto, tanta…; y un río desbordado de mala uva me inundaba, y sobre sus pestilentes aguas navegaba diciéndome: “Si al menos hubiesen ganado algo, algo de prestigio, algo que los inmortalizara, se puede hasta llegar a entender la chulería y la desarreglada desinhibición, pero estos vienen de hacer el ridículo una vez más…”. 

Aquel vuelo se grabó a fuego en mi memoria. Cuando lo he rememorado (y no precisamente a personas ajenas al sin par club deportivo, sino a quienes lo llevan muy adentro y que portan con orgullo una larga trayectoria familiar de afectos y adhesiones), con diferentes formas y estilos, siempre he recibido la misma respuesta: “Son unos niñatos, unos engreídos que no saben que el escudo de la camiseta les obliga a ser cabales y responsables con la historia de la institución y con la sociedad que la acoge. No son como los de antes”. Y a la pregunta de cómo eran los de antes, mis variados interlocutores me hablan de señorío, de respeto, de una manera de ser y de conducirse por la vida contraria al divismo. Unos más que otros, por supuesto, pero había un saber estar que servía para ser vistos por todos como un ejemplo. “Por eso seguimos recordándolos”, concluyen grosso modo

De aquel penoso regreso invernal me he vuelto a acordar estos días tras la decisión del comandante de una aeronave que iba rumbo a Gran Canaria de que lo mejor era que algunos alborotadores —campeones de una modalidad deportiva— no llegaran a su destino y que se bajaran del aparato mientras fuera posible (o sea, mientras hubiera un aeropuerto peninsular disponible) antes de que la situación —a juicio de la tripulación— pudiera desmadrarse y debajo del avión solo hubiera el inmenso océano. 

Ser joven, estar feliz, firmar una proeza, ser capaz de hacer lo que uno no haría ni en mil años de intentos, no sirven de excusa para la mala educación, las incomodidades, las salidas de tono, etc. Y estar bebido (mucho, poco, algo) nunca, jamás —never and ever—, puede ser un eximente ni una razón para justificar lo que sea en esta vida: nadie te obliga a emborracharte, nadie tiene que soportar tu ruptura de la convivencia porque no tengas aguante con el bebercio; nadie tiene que padecer tus neuras ni desbarradas reflotadas en alcohol, aunque hayas ganado un nobel, un óscar, el gordo de Navidad o todas las medallas de oro de una olimpiada. Nadie.

Y lo mismo digo si estás sobrio o eres abstemio [sirva la expresión para explicar las diferencias entre el “ser” y el “estar”]. Nadie tiene que aguantar tus alegrías desbordadas y mucho menos en un receptáculo tan reducido como es la cabina de un avión, y menos aún si está situada a doce mil metros de altura. Si ocurriera en un ferri, es posible mudarse a otra zona del navío; en un tren, basta un cambio de vagón; en una guagua, es suficiente con un «chófer, pare en el arcén»; pero en una aeronave…

Esto que apunto no va dirigido solo a los infaustos jugadores que se pasaron de rosca y que no supieron actuar como se espera que lo haga un adulto maduro, con sentido común y empatía hacia quienes están obligados a permanecer cerca de ellos por circunstancias puntuales (como un desplazamiento en aeroplano, por ejemplo), sino a todos los individuos y colectivos (educandos de catequistas, escolares y boy scouts, principalmente) autoconvencidos de su condición de benefactores de la humanidad cuando aprovechan los trayectos aeronáuticos para llevar a cabo sus particulares bolos (cantar, vocear, hacer palmas de tango, toda clase de performances) sin haber recibido el visto bueno unánime —repito: u-ná-ni-me— de los pasajeros. Si supieran cuán molestosos e irritantes son…

Por supuesto, quedan excluidos de este grupo los bebés y, cómo no, los chinijos que pasan a saludar y que nos invitan a chuches.

Hace muchos años, muchos —la verdad es que muchos—, en el primer vuelo de la mañana de un soleado domingo de febrero, regresaba de Madrid junto con la plantilla de un equipo de fútbol isleño —más querido que afortunado— que volvía a Gran Canaria después de otra derrota sufrida la víspera en sabe Dios qué estadio y de qué vergonzosa manera. Aquella fue, creo, la única vez que me monté en el más hermoso avión comercial que jamás se ha diseñado: un Boeing 747. El aparato iba poco lleno, por lo que teníamos los pasajeros ciertas licencias: podíamos sentarnos solos junto a una ventanilla, acomodarnos algo mejor entre dos asientos (si el cinto lo permitía), incorporarnos un rato, pasear de tanto en tanto por la enorme cabina, etc.

Como si estuviera viéndolos ahora mismo, recuerdo los ímprobos esfuerzos de la tripulación para que aquella horda de malcriados futbolistas que venían con nosotros cumpliera con lo que se les pedía: cinturón, asiento, mesa plegada…, no solo para el despegue o el aterrizaje, sino para los diferentes momentos de inclemencia meteorológica que atravesó el avión. Todo había que repetírselo varias veces; y en todas las ocasiones, por parte de los advertidos, se daba siempre una actitud fiestera y desatenta —bromas fuera de lugar, comentarios enfadosos, etc.—; y en lo de requerir los servicios de las amables auxiliares de vuelo, ya se pueden imaginar: llamadas y peticiones constantes, inoportunas observaciones, etc. En suma, que lo presenciado con bochorno, con alipori, conforme avanzaba el viaje, adquiría las formas de un colosal monumento erigido a la descompostura. Yo me preguntaba una y otra vez si era admisible tanta indisciplina, tanta falta de respeto, tanta…; y un río desbordado de mala uva me inundaba, y sobre sus pestilentes aguas navegaba diciéndome: “Si al menos hubiesen ganado algo, algo de prestigio, algo que los inmortalizara, se puede hasta llegar a entender la chulería y la desarreglada desinhibición, pero estos vienen de hacer el ridículo una vez más…”.