Espacio de opinión de Canarias Ahora
Destruid al Gobierno. Al precio que sea
La diferencia esencial entre el radicalismo de la derecha española en tiempos del coronavirus y allá por 1936, después de la victoria del Frente Popular, consiste simplemente en que las actitudes extremistas de entonces eran fruto de la intuición y de los resabios de la cultura conservadora, esa que se trasmite entre las clases dirigentes de una generación a otra. Y la de ahora es el resultado, además, de los más sofisticados instrumentos de análisis sociológico y de mercadotecnia política.
Cuando Pablo Casado embiste contra el Gobierno “social-comunista” no hace otra cosa que remedar los ataques de las Juventudes de Acción Popular, la fuerza de choque de Gil-Robles, contra el triángulo (la masonería, el republicanismo), la hoz y la estrella solitaria (de David, el judaísmo). Es decir, contra el Gobierno del Frente Popular. Así lo relata Paul Preston, en La destrucción de la democracia en España.
Hasta ahora han cabalgado desvergonzadamente a lomos de la muerte, reaccionando con incomodidad ante cada avance en el control sanitario de la crisis. Pero ya se disponen a acaballarse sobre los estragos en la economía y en el empleo.
A las personas que nos identificamos con los valores de la democracia y con los valores progresistas, que se sustentan en la idea primordial de que los seres humanos estamos dotados de inteligencia y somos capaces de ordenar racionalmente nuestra convivencia y nuestro sistema de gobierno, el desprecio a la verdad y las incontables contradicciones de esta derecha montuna nos inspiran un cierto desdén. Nos resultan tan groseras que se desacreditarán solas -pensamos-ante mayoría de la ciudadanía.
Sin embargo, no es a la inteligencia individual ni colectiva a quienes se dirigen esos exabruptos contra el Gobierno, sino a otro substrato más profundo e instintivo de la condición humana.
La eficacia de estas estrategias en tiempos de crisis quedó trágicamente demostrada durante los años 30 del siglo pasado. El autor nacionalsocialista Wilhem Stapel, en Christentum und Nationalsozialismus, escribía que “dado el carácter elemental del nacionalsocialismo, resulta imposible atacarlo con argumentos. Los argumentos sólo tendrían efecto si el movimiento (nacionalsocialista) se hubiera impuesto con ayuda de argumentos” (W. Reich, La Psicología de masas del Fascismo).
Los discursos y los ataques del PP y de Vox al Gobierno pueden resultar tan erráticos como los de Salvini, que al principio de la crisis pedía la apertura, luego llamó a cerrar toda Italia, y ahora vuelve a reclamar que se permita “salir, ganar y trabajar”. Porque el objetivo es manipular sin escrúpulos todos los sentimientos de temor, angustia, frustación, impotencia…
Las fuerzas democráticas no pueden caer en la tentación de menospreciar esta estrategia. Es imprescindible responder con las dos únicas armas de la política democrática: la verdad y el buen gobierno. Porque el atacante que no encuentra respuesta, avanza.
El objetivo explícito de todo este tumulto es hacer caer al Gobierno, a este Gobierno. Como sea. En agresividad no le resulta fácil al PP seguir a Vox. Y miren que lo intenta. Porque Vox es un simple vástago del “accidentalismo” democrático de buena parte de la derecha española, que consiste en aceptar a regañadientes el orden constitucional y aprovechar sus procedimientos y garantías para destruirlo.
Sin embargo, del fondo de toda esta algarabía ultraderechista afloran a veces mensajes muy reveladores: la oposición a cualquier medida que haga más justo un sistema tributario cuya progresividad está muy degradada, a pesar de de ser la condición imprescindible del Estado Social que la Constitución proclama; y su no disimulada hostilidad al establecimiento de cualquier modalidad de renta de ciudadanía o de salario social, en contra de las exhortaciones del “ciudadano Bergoglio”; pero en bochornosa sintonía con el portavoz de la Conferencia Episcopal española.
En los próximos días veremos cómo el PP volverá a intentar derribar al Gobierno usando sin el menor pudor la misma táctica que en la reciente (y frustrada) legislatura: sumar sus votos a los independentistas, desde que se produzca la menor desavenencia entre éstos y Pedro Sánchez. La nueva prórroga del estado de alarma puede ser la ocasión.
Porque ya se sabe: si gobierna la derecha, apoyar al Gobierno en momentos de crisis es una exigencia patriótica; si la izquierda, la crisis es una simple oportunidad para derribarlo, cualquiera que sean su origen y la gravedad de sus secuelas. Si la derecha une sus votos con los “comunistas-bolivarianos” y con los separatistas para tumbar los Presupuestos y, de paso, al Ejecutivo ¿quién ha dicho nada de pinza ni de confluencias tácticas? Y eso que sólo valía el NO para tumbar al Gobierno en minoría del PSOE. Pero si los independentistas se abstienen para permitir la investidura de quien ha ganado las elecciones, esto sí que es una alianza en toda regla. Y muy antiespañola, por cierto.
Con esta derecha, a ninguna democracia le puede ir bien. En España, eso ya lo sabemos desde hace demasiado tiempo. No sé si a ustedes también; pero a mí me preocupa. Y mucho.
Esta estrategia cuenta con un respaldo editorial de los medios informativos de orientación conservadora. Esto no es ninguna novedad, ni ahora ni en el pasado. Pero indica con claridad qué es lo que está en juego.
Lo que se ventila es quién va pagar la factura de esta crisis. Por eso, los mismos sectores influyentes que echaron sobre las espaldas de los más vulnerables todo el peso de la crisis que arrancó en 2008, no están dispuestos -bajo ningún concepto- que al timón del Estado esté ahora una coalición progresista. Son insaciables.
Sé que el margen de soberanía real de un país como España y de su Gobierno en los tiempos de esta Globalización y en el marco de la Unión Europea es muy limitado. Pero ni aún así están dispuestos a aceptar la continuidad de un Gobierno que, con aciertos y errores, reitera a diario el compromiso de “no dejar a nadie atrás”.
A este Gobierno hay dos formas de neutralizarlo: o haciéndolo caer, que es el trabajo sucio que han asignado a Casado y a Abascal; u obligándolo a tener que acudir en solitario a los mercados financieros, para poder aplicar un programa que evite que esta crisis vuelva a recaer, otra vez, sobre los de siempre.
Porque la “prima de riesgo” sería el precio insoportable que impondrían los mercados financieros para prestar dinero a un país con un endeudamiento público muy abultado (por cierto, tras una década de gobiernos del PP) y al que la pandemia ha dejado económicamente tambaleante. Y es otra forma de maniatar a un Gobierno dispuesto a “no dejar a nadie atrás”. No sea que cunda el ejemplo.
La diferencia esencial entre el radicalismo de la derecha española en tiempos del coronavirus y allá por 1936, después de la victoria del Frente Popular, consiste simplemente en que las actitudes extremistas de entonces eran fruto de la intuición y de los resabios de la cultura conservadora, esa que se trasmite entre las clases dirigentes de una generación a otra. Y la de ahora es el resultado, además, de los más sofisticados instrumentos de análisis sociológico y de mercadotecnia política.
Cuando Pablo Casado embiste contra el Gobierno “social-comunista” no hace otra cosa que remedar los ataques de las Juventudes de Acción Popular, la fuerza de choque de Gil-Robles, contra el triángulo (la masonería, el republicanismo), la hoz y la estrella solitaria (de David, el judaísmo). Es decir, contra el Gobierno del Frente Popular. Así lo relata Paul Preston, en La destrucción de la democracia en España.