Cuando en una organización, sea cual sea, los problemas se resuelven dejando pasar el tiempo, éstos terminan por enquistarse hasta que estallan con imprevisibles consecuencias.
La sucesión en la presidencia del PP de Madrid era un problema para Casado. Un problema que terminó por convertirse en un conflicto. Un conflicto que se intentó esconder pero que no se supo evitar, y que terminó por estallar, aquel día de febrero, en el momento más inesperado para los populares.
Ni los analistas más viejos del lugar ni los estrategas más meticulosos recuerdan algo parecido. Una guerra total, retransmitida en directo y con acusaciones de espionaje, corrupción, nepotismo y tráfico de influencias. Una información que, recordemos, ya se manejaba en los despachos de Génova cuando iban a Bruselas a acusar al gobierno de España de corrupción con los fondos covid.
Una tormenta perfecta que se llevará por delante a una generación de políticos que venían a regenerar el centro derecha y que han terminado aplicando las mismas artimañas que les llevaron a perder el gobierno con una moción de censura.
El escenario de cara al futuro es, cuanto menos, difícil de dilucidar. El PP se ha roto y no hay arreglo posible. El combate resulta ya tan encarnizado, y la convivencia tan insoportable, que se ha llegado a un punto de no retorno. Y sabido es que, en todas las batallas, siempre hay víctimas en los dos bandos.
El intento de encontrar munición que aplacase las aspiraciones nacionales de Ayuso puede acabar con su carrera política, pero también podría acabar con Casado, muy cuestionado en sus filas y como único salvavidas el que un juez vea motivos para imputar a Ayuso. Un salvavidas que tampoco le garantiza la supervivencia.
Y mientras tanto, Abascal se frota las manos; Crece en votos y reclama poder. Mal asunto sería, para nuestra democracia, que el contrapeso al gobierno progresista de Pedro Sánchez, que sin rival en la derecha tiene despejada su continuidad en Moncloa, fuera la extrema derecha.