Espacio de opinión de Canarias Ahora
La enfermedad del deseo
El otro día mamá me explicó la extraña sensación del deseo. Esa cosa rara que nos lleva a hacer otras por impulso, por desgarro o, incluso, a veces por ambición. Me contó que cuando ella era pequeña, lo que más deseaba en el mundo era poder estar sana muchos años. No me pareció que fuese malo ese deseo pero tampoco hice demasiadas preguntas. A mamá no le asustaba tanto la vejez como perderse las cosas importantes de la vida. Me dijo que no se perdonaría no verme crecer feliz. Aunque eso último me lo dijo entre lágrimas pero ya a eso no le hago mucho caso. Mamá a menudo tiene un mal día desde que me diagnosticaron este mal bicho; la enfermedad del deseo. Me agarró fuerte la mano.
Mi amiga Simona también me había hablado del deseo algunos días antes. Siempre he mirado a Simona con admiración. Tiene tres más que yo. Dieciséis años. El mayor deseo de mi amiga Simona era tan solo un vestido azul. Su primo mayor le había dicho que eso eran cosas frívolas y que eran deseos que no traían nada bueno. A mí no me pareció para tanto pero sus motivos tendría para pensar así y… a fin de cuentas, el deseo es bien sabido que es un mal bicho. Una enfermedad mala que les ocurre a las chicas que se pasan de la raya.
Aun así, le dije a Simona que algún día tendría su vestido azul porque yo misma se lo haría. Lo esconderíamos y se lo pondría cuando nadie nos viera. Las dos lloramos porque siempre llorábamos cuando sentíamos el futuro con esperanza. Nos dimos un abrazo. Simona daba muy buenos abrazos por eso sé que siempre será mi amiga.
Por alguna extraña razón hoy también me vino a la cabeza mi abuela y sus deseos. Lo único que deseó mi abuela toda su vida era poder comer un panecillo de centeno cada día. Realmente, le hacía feliz ese panecillo. A veces no entiendo a esta enfermedad del deseo. No me parece algo malo. Aunque si es cierto que había épocas en las que éramos muy pobres. Así que hubo días, que me acuerdo yo, en los que sus deseos no se hacían realidad. Ella decía que en esos días no le apetecía el panecillo pero no era verdad. Nos lo daba a nosotras, que éramos cuatro.
En aquellos días fue cuando comprendí que todos tenían razón. Y que una chica cuando desea es para sentir pequeños placeres de la vida. Y el placer es una cosa horrible. Una enfermedad de las gordas, un mal bicho que hay que quitar porque, de ninguna manera, es bueno desear cosas que no se pueden desear. Ahí comprendí la enfermedad del deseo. Aprendí, con los ojos de mi abuela, que por mucho que quieras sentir unos segundos de placer, que por mucho que tus ojos brillen de deseo, a veces la vida lo arrebata porque tiene otros planes; tiene injusticia; tiene desdén… y es capaz de poner enfermo a un buen corazón o arrebatar las alas a un espíritu libre, a través de una guerra, a través de un ideal, a través de un dios, a través de la hambruna, a través de las armas o a través de la crueldad.
Miré al cielo. Ayer estaba de un azul casi marino. Lo recuerdo bien. Tal y como le gustaría a Simona que fuera el azul de su vestido. Pero hoy… hoy no había rastro de ello. Era gris, a punto de llorar. Pensé en los deseos de las mujeres de mi vida quizá porque no podía ya pensar en los míos. Además los deseos de las niñas de mi edad son los más peligrosos. Creo que ni siquiera los tengo. Eso está bien. Mejor así. Mejor quitar esas tonterías de mi cabeza porque lo único que me traería sería un placer innecesario y malo para todos.
«Es mejor dejar de desear la libertad si no puede tenerse», me había dicho mi madre cuando me descubrieron haciendo aquella cosa tan terrible. Me da vergüenza y me repugna decirlo pero acariciaba mis partes por curiosidad como fruto del delirio de mi enfermedad. Menos mal que ya no deseo nada; que ya mi cabeza está en sus cabales; que ya no quiero el placer. Hoy es la operación final por eso mi madre me agarra fuerte la mano. Hoy ya no volveré a sentir placer nunca más. Estaré curada. Me van a quitar el mal bicho del deseo y del placer que tiene nombre de pez. Es algo de clitor… cliparis; algo así. Menos mal; mañana estaré curada.
Pero, de repente, cerré los ojos y un maldito deseo llegó a mi cabeza de forma fugaz: llorar. Y entonces sentí como el frío de la hojilla rozó mi cuerpo allá abajo y el cielo empezó a llorar mientras yo… mientras yo gritaba.
Acorde a Naciones Unidas, una de cada veinte niñas y mujeres en el mundo ha sufrido algún tipo de mutilación genital femenina. Esto supone que existen al menos 200 millones de mujeres y niñas en todo el mundo víctimas de mutilación. Esto ha sido un relato ficticio con motivo del Día Internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina.
El otro día mamá me explicó la extraña sensación del deseo. Esa cosa rara que nos lleva a hacer otras por impulso, por desgarro o, incluso, a veces por ambición. Me contó que cuando ella era pequeña, lo que más deseaba en el mundo era poder estar sana muchos años. No me pareció que fuese malo ese deseo pero tampoco hice demasiadas preguntas. A mamá no le asustaba tanto la vejez como perderse las cosas importantes de la vida. Me dijo que no se perdonaría no verme crecer feliz. Aunque eso último me lo dijo entre lágrimas pero ya a eso no le hago mucho caso. Mamá a menudo tiene un mal día desde que me diagnosticaron este mal bicho; la enfermedad del deseo. Me agarró fuerte la mano.
Mi amiga Simona también me había hablado del deseo algunos días antes. Siempre he mirado a Simona con admiración. Tiene tres más que yo. Dieciséis años. El mayor deseo de mi amiga Simona era tan solo un vestido azul. Su primo mayor le había dicho que eso eran cosas frívolas y que eran deseos que no traían nada bueno. A mí no me pareció para tanto pero sus motivos tendría para pensar así y… a fin de cuentas, el deseo es bien sabido que es un mal bicho. Una enfermedad mala que les ocurre a las chicas que se pasan de la raya.