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Ensayo sobre la mascarilla

Rafael Inglott Domínguez

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Dicen que la epidemia del COVID-19 arrastrará -ya está arrastrando- una profunda crisis en los mercados. Otra más. El asunto, que a todos nos está poniendo en situación de alerta, trae a primer plano un aspecto bastante oscuro de la macroeconomía: ese que John Maynard Keynes llamó, con deliberado arcaísmo, “espíritus animales”.

La expresión se remonta nada menos que a Galeno, quien a su vez se inspiraba en Erisístrato de Quíos. El primero llamaba espíritus animales a unas presuntas sustancias (“las más sutiles y animadas”) que pasarían de la sangre al cerebro y gobernarían desde ahí nuestra conducta. La noción reaparece en Descartes, también en Hume, y Keynes la recoge para invocar los factores no racionales que modifican el curso de la economía. Debo añadir, para que no me riñan los economistas, que la idea tiene poco peso en el conjunto de su obra.

Pero George Akerlof y Robert Shiller la rescataron y enriquecieron en 2009 al publicar una síntesis de sus ideas al respecto. Ambos han obtenido el Premio de Ciencias Económicas del Banco de Suecia, más conocido como Premio Nobel de Economía. En cuanto al libro Animal spirits, la revista New York Observer señalaba en su día que “va dirigido al público general, y con razón: la economía es ahora un asunto de todos, los bancos andan jugando con nuestro dinero”. Puedo decir que, en efecto, devoré los capítulos de la edición española con esa mezcla de avidez y desazón que anima a los estafados.

Me declaro de entrada un profano raso, aunque creo haber captado el fondo del paisaje. Sé que existen tesis radicalmente distintas para explicar por qué se engarrota la “mano invisible” de los mercados. Y para devolverle o mejorarle un movimiento que los tradicionalistas presumen sano, acompasado, inexorable. Pero ese es el quid de la cuestión: los economistas se escinden en bloques muy definidos y enfrentados, cuando lo que toca es explorar núcleos vitales de su paciente. Lo reconozcan o no, lo que los confronta tiene un nombre simple y transparente: ideología. Y claro, en un escenario así, a nadie podrá extrañar que los lectores andemos igual de enzarzados.

Que la macroeconomía no es infalible ya lo sabemos. Que es alérgica a los dogmas y vacilante en sus predicciones, también. En eso no difiere mucho de otras ciencias humanas. Sin embargo, no todas pasan por el mismo rasero. Importa mucho medir en cada caso el grado de falibilidad y, sobre todo, el nivel de riesgo universal asociado al mismo. Ese riesgo es tanto mayor cuanto más desequilibrio exista entre dos magnitudes: la envergadura del objeto científico en la parte alta del cociente; en la de abajo, la precisión y eficacia de los instrumentos disponibles. Siendo así, cabe poner a la cabeza del riesgo la politología y la macroeconomía, íntimamente vinculadas entre sí. Y a buena distancia la epidemiología a gran escala.

En el caso de la macroeconomía, ese desequilibrio deja zonas de indefinición y oscuridad en lo más profundo de sus dominios: terrenos inciertos y sin roturar que lindan con lo más inexplorado de la condición humana y donde consiguen medrar unas pocas rapaces. ¿Que cómo se las arreglan? Manejando con ventaja el conocimiento empírico y la información privilegiada, conjugándolos con el acceso ilícito a las esferas del poder político y alterando cuando conviene las reglas del juego para que soplen a su favor todos los vientos. Si algo tienen en común todos los animal spirits -esos factores impredecibles que socavan la sacrosanta confianza en los mercados- es que acaban siempre por favorecer a quienes juegan con ventaja.

El libro de Akerlof y Shiller coincide con muchos otros en explorar las zonas tenebrosas de la economía mundial, extrayendo abundante material de las tres últimas recesiones. En especial su capítulo tercero, que analiza las relaciones entre animal spirits, corrupción financiera y complicidad o laxitud de los gobiernos. O el sexto, que incide más ampliamente en la dinámica interna de las recesiones.

No es un libro subversivo, ni mucho menos. Solo aspira, por el contrario, a salvar mejor los muebles del sistema. Pese a todo, quienes mueven todos los hilos harán caso omiso de sus análisis. Actuarán frente a la nueva crisis como lo han hecho siempre: en defensa de sus propios intereses. Con medidas probadamente obsoletas y quién sabe si crecientemente lesivas, como sus homólogos de Ensayo sobre la ceguera.

Suele hablarse ahora de las dos epidemias: la del COVID-19 y la del miedo que provoca en las calles, las bolsas, los centros comerciales… No quisiera caer en esa tentación, pues los fáciles paralelismos abren demasiadas puertas a la tergiversación. Sin embargo, nadie podrá negar que los “espíritus animales” tienden a imponerse en uno y otro frente. Un ejemplo muy claro es el de las mascarillas. Hay plena evidencia de que su uso es absurdo y hasta contraproducente en quienes no tienen el virus; pero el miedo prevalece frente a la evidencia, hasta el punto de que los sanos pueden dejar a los enfermos sin mascarillas.

Algo parecido puede ocurrir ante una nueva crisis financiera si los gobiernos, los bancos centrales y el FMI vuelven a hacer la vista gorda ante la ingeniería contable y financiera, haciendo que otra vez paguemos justos por pecadores. La cuestión crucial está muy clara: ¿volveremos a dejarnos estafar, mientras nos ponemos como ilusos la mascarilla?

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