Espacio de opinión de Canarias Ahora
La ''entidad hostil''
Recuerdo mi primer viaje a Gaza. Sucedió allá por la primavera de 1988, escasos meses después del inicio de la primera Intifada. Cruzamos la Franja en un viejo coche, conducido por una periodista francesa que había abandonado la mesa de redacción de un prestigioso diario parisino para dedicarse a la labor humanitaria. ÂAquí me siento útil; hay muchas vidas que salvarÂ, confesó mi guía. Muchas vidas, muchos contrastes, mucha desigualdad. La carretera principal, única vía asfaltada, se había convertido en la frontera entre dos mundos: a la izquierda se hallaba el microcosmo de la opulencia, de los chalés y las mansiones que recuerdan extrañamente las lujosas urbanizaciones de California. Al otro lado, a menos de quince metros de distancia, se encuentran los campamentos administrados por la UNWRA (Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos), donde viven hacinadas dos, tres y hasta cuatro generaciones de refugiados. Los campos están aquí desde la década de los 50. Se trata de pequeñas construcciones ÂprovisionalesÂ, destinadas en su momento a una o dos familias. Sin embargo, las actuales estructuras, idénticas a las de hace medio silgo, deben acoger a los descendientes de las personas desplazadas en 1947-1948. Durante mi visita, coincidí con el representante especial de la ONU en los territorios palestinos, quien advertía: ÂEn el caso de celebrarse elecciones libres, más del 40 por ciento de los habitantes de Gaza votaría a los candidatos de Hamas. ¿Motivos? La desocupación, el hambre, la miseria, la ocupación  Unos años más tarde, en la primavera de 1991, los emisarios del Gobierno israelí se entrevistaron el Túnez con Yasser Arafat, ofreciéndole la gestión de Gaza. Tampoco se trataba de una casualidad: la clase política israelí recordaba el asombro del mítico líder sionista, David Ben Gurion, quien, al visitar la Franja en l968, le comentó al oficial que lo acompañaba: ÂHay que salir de aquí; esa es una bomba de relojería  El oficial era el joven coronel Sharon.Israel trató de deshacerse de Gaza en reiteradas ocasiones. Sin éxito. En 1988, intentó entregar el territorio al rey Hussein de Jordania. La respuesta del monarca hachemita fue escueta, contundente: ÂNo, gracias pero noÂ. En 1991, Arafat supeditó la aceptación de la oferta a la inclusión en la lista de una ciudad cisjordana. Los gobernantes de Tel Aviv se negaron a ofrecerle Ramallah, actual sede del Gobierno palestino. A cambio, le propusieron Jericó, localidad situada en un oasis tranquilo, en los confines con Jordania. La retirada unilateral de Ariel Sharon, acogida con excesivo entusiasmo por los políticos y los medios de comunicación occidentales, fue una simple maniobra destinada a eludir cualquier acuerdo con la Autoridad Nacional Palestina (ANP). De hecho, se trataba de una medida ficticia: Israel volvió a atacar la Franja pocos días después de la retirada. Las intervenciones militares continuaron, recrudeciéndose aún más tras la guerra civil entre milicias de Hamas y las fuerzas de al Fatah. Actualmente, los políticos hebreos descartan la participación del Gobierno del Haniyeh en la (mal) llamada Âconferencia de paz convocada por la Administración Bush. Simplemente, el Gabinete de Hamas tiene que desaparecer.Para los habitantes de la Âentidad enemigaÂ, la alta política internacional presupone desocupación, hambre y miseria. Los mismos ingredientes de 1988, que desembocaron en la innegable radicalización de los residentes de la Franja. La estadísticas hablan por sí solas: el paro afecta al 70% de la fuerza laboral; el 85% de las empresas tuvieron que cerrar; el 80% de los habitantes vive por debajo del límite oficial de pobreza; decenas de miles de alumnos son incapaces de seguir los cursos escolares: el hambre les impide concentrarse. Y la situación aún podría empeorar.Sin embargo, Dov Weisglass, ex portavoz de Ariel Sharon, prefiere desdramatizar las consecuencias de la decisión gubernamental, afirmando rotundamente: ÂNo se pretende matar de inanición a los palestinos, sino pura y simplemente de ponerlos a dietaÂ. Los comentarios sobran.
Adrián Mac Liman
Recuerdo mi primer viaje a Gaza. Sucedió allá por la primavera de 1988, escasos meses después del inicio de la primera Intifada. Cruzamos la Franja en un viejo coche, conducido por una periodista francesa que había abandonado la mesa de redacción de un prestigioso diario parisino para dedicarse a la labor humanitaria. ÂAquí me siento útil; hay muchas vidas que salvarÂ, confesó mi guía. Muchas vidas, muchos contrastes, mucha desigualdad. La carretera principal, única vía asfaltada, se había convertido en la frontera entre dos mundos: a la izquierda se hallaba el microcosmo de la opulencia, de los chalés y las mansiones que recuerdan extrañamente las lujosas urbanizaciones de California. Al otro lado, a menos de quince metros de distancia, se encuentran los campamentos administrados por la UNWRA (Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos), donde viven hacinadas dos, tres y hasta cuatro generaciones de refugiados. Los campos están aquí desde la década de los 50. Se trata de pequeñas construcciones ÂprovisionalesÂ, destinadas en su momento a una o dos familias. Sin embargo, las actuales estructuras, idénticas a las de hace medio silgo, deben acoger a los descendientes de las personas desplazadas en 1947-1948. Durante mi visita, coincidí con el representante especial de la ONU en los territorios palestinos, quien advertía: ÂEn el caso de celebrarse elecciones libres, más del 40 por ciento de los habitantes de Gaza votaría a los candidatos de Hamas. ¿Motivos? La desocupación, el hambre, la miseria, la ocupación  Unos años más tarde, en la primavera de 1991, los emisarios del Gobierno israelí se entrevistaron el Túnez con Yasser Arafat, ofreciéndole la gestión de Gaza. Tampoco se trataba de una casualidad: la clase política israelí recordaba el asombro del mítico líder sionista, David Ben Gurion, quien, al visitar la Franja en l968, le comentó al oficial que lo acompañaba: ÂHay que salir de aquí; esa es una bomba de relojería  El oficial era el joven coronel Sharon.Israel trató de deshacerse de Gaza en reiteradas ocasiones. Sin éxito. En 1988, intentó entregar el territorio al rey Hussein de Jordania. La respuesta del monarca hachemita fue escueta, contundente: ÂNo, gracias pero noÂ. En 1991, Arafat supeditó la aceptación de la oferta a la inclusión en la lista de una ciudad cisjordana. Los gobernantes de Tel Aviv se negaron a ofrecerle Ramallah, actual sede del Gobierno palestino. A cambio, le propusieron Jericó, localidad situada en un oasis tranquilo, en los confines con Jordania. La retirada unilateral de Ariel Sharon, acogida con excesivo entusiasmo por los políticos y los medios de comunicación occidentales, fue una simple maniobra destinada a eludir cualquier acuerdo con la Autoridad Nacional Palestina (ANP). De hecho, se trataba de una medida ficticia: Israel volvió a atacar la Franja pocos días después de la retirada. Las intervenciones militares continuaron, recrudeciéndose aún más tras la guerra civil entre milicias de Hamas y las fuerzas de al Fatah. Actualmente, los políticos hebreos descartan la participación del Gobierno del Haniyeh en la (mal) llamada Âconferencia de paz convocada por la Administración Bush. Simplemente, el Gabinete de Hamas tiene que desaparecer.Para los habitantes de la Âentidad enemigaÂ, la alta política internacional presupone desocupación, hambre y miseria. Los mismos ingredientes de 1988, que desembocaron en la innegable radicalización de los residentes de la Franja. La estadísticas hablan por sí solas: el paro afecta al 70% de la fuerza laboral; el 85% de las empresas tuvieron que cerrar; el 80% de los habitantes vive por debajo del límite oficial de pobreza; decenas de miles de alumnos son incapaces de seguir los cursos escolares: el hambre les impide concentrarse. Y la situación aún podría empeorar.Sin embargo, Dov Weisglass, ex portavoz de Ariel Sharon, prefiere desdramatizar las consecuencias de la decisión gubernamental, afirmando rotundamente: ÂNo se pretende matar de inanición a los palestinos, sino pura y simplemente de ponerlos a dietaÂ. Los comentarios sobran.
Adrián Mac Liman