Por las calles empedradas de Santiago. Un otoño violento y de partidas de cartas nocturnas. 1975. Solo había dos causas: Sáhara y Palestina, por este orden. Y el hecho biológico, sin duda. La primera, incandescente, efervescente, con una cierta luz de resolución favorable para aquel pueblo. La segunda, enquistada ya entonces en los traspiés de la Historia. Teníamos solo diecisiete años, muchas certezas, pocas reflexiones y un ansia tremenda de cambiar el mundo. En medicina siempre había estudiantes palestinos. Nadie se preguntaba de qué vivían ni cómo. Eran amigos. Algunos se pasaban muchos años de carrera hasta el tiempo de formar una familia. Su organización era la OLP, bien preparada, -entonces se les calificaría de terroristas, claro- recuerdo que utilizaban piezas promocionales, pequeños calendarios, folletos, chapas, muy bien editadas y diseñadas.
Han pasado muchas cosas hasta la barbaridad del pasado fin de semana. Los muertos se cuentan por miles y el gobierno de Israel ha prometido cambiarle la faz a Gaza, como quiere Hamás. La democracia de Israel es tan perfecta y perfectible como cualquier democracia occidental al uso, de eso presumen mucho los judíos. Un paseo por Tel Aviv puede engañar la conciencia. Una examiga que se pasó a Vox antes de tiempo, solía viajar a la ciudad israelita cada dos meses solo para comprar allí lencería de maraca –europea, por supuesto- y bañarse frente al Crowne Plaza donde se hospedaba. Cuando vio la serie “Fauda” quiso convertirse en agente del servicio secreto israelí: “tú eres más elegante y bella” le dije. De tal forma nos despedimos. Así que una democracia occidental al uso, una porquería occidental al uso, pero no tenemos otras cosas ni otra aguja de marear, por ahora. Para entretenimiento de su electorado, la derecha de este país convierte el ataque asesino de Hámas en una polémica de política local a ver quién le llama a la milicia islamista terrorista más veces al día. Nadie se acuerda del pueblo palestino que sufre hambre de justicia desde, por lo menos, 1948. Otra de las bellas artes del imperio británico, imperturbable y aturdido desde Jartum y Balaclava: meros pretextos para hacer películas épicas. Nadie se acuerda del pueblo palestino, ¿qué habrá sido de sus estudiantes compostelanos? La razón no es de los fuertes, siempre de los débiles, de los desgraciados, de los parias de la tierra. No es equidistancia, es una clara toma de partido. Los israelitas ya han firmado un gobierno de unidad nacional o de disfunción eréctil, da igual: se trata de arrasar, como curre siempre entre religiones monoteístas. Todas han engendrado monstruos, los islamistas y sus distintas versiones, llevan años con el trofeo del horror entre las manos manchadas de sangre. Qué será del pueblo palestino. Qué será del pueblo judío mayoritariamente pacífico aunque siempre dispuesto a la defensa: los quisieron exterminar hace menos de un siglo, en la culta, rica, próspera y ahora muy democrática Alemania de nuestros pesares.
Había un café donde jugábamos al parchís, a lado del populoso “Alameda”. A veces se nos unía Farid, eternamente en quinto de medicina, siempre perdía y siempre le gustaba jugar con las fichas verdes. Nos invitaba, fruto de sus pérdidas con las dichosas verdes, con una sonrisa franca y débil, como epítome de un destino insoslayable e injusto. Una sonrisa con mostacho. Eternamente Palestina.