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Opinión - La fiesta acaba de empezar. Por Esther Palomera
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En los días de vino, rosas y fútbol, huele a pólvora. Altamente incompatibles, Claude y Jeanne, se nutren el espíritu con anhelos vacuos. “Tienes, o debes, no sé, que acudir a un psicólogo. O a una psiquiatra. Conozco a una que atiende en…”. “Ya estamos con la cantinela”, responde Claude airado, “como nunca tienes respuestas ni amores, me deseas con desprecio”. “También podrías dedicarte a vender seguros, dejan mucho margen, o ser conductor de Uber”, asevera Jeanne, impávida.

Parece que se conocieron en una película de Truffaut, pero no: estaban juntos antes del mayo francés, 1968. Y anticiparon, de alguna forma, todo lo que siguió. “Éramos estudiantes en Vincennes, cuando se inició el fraude. Un día Foucault le gritó a Roland Barthes, ese fue el ocaso”. Claude no analiza, sentencia y etiqueta, de ahí vienen sus males. Etiquetar socialmente es casi tan detestable como juzgar políticamente. Lo decía, creo, mi profesor de antropología en Santiago de Compostela, Javier San Martín. Era un hombre con perilla y eso le daba sabiduría, más, aparte de la mucha que tenía. Etiquetar es apostillar la vida de una persona. Hoy estamos repletos de apostillas. Inmundo.

“También podrías trabajar en un concesionario de coches. Con tu facilidad de palabra..”. “¡Me revientas las meninges, Jeanne!”. Y con las meninges reventadas, se puso a hacer senderismo, sinónimo de automóvil y de concesión. También se lo habían recomendado pero en el quiosco de prensa de la imaginación pues ya no quedan ciertos. Claude no se sorprendió cuando ella puso en el pick-up un remedado disco de Fausto, que se nos había ido. “Suena siempre como un fado postrevolucionario, ¿no te parece?”.

Las vísperas de lo tremendo siempre hace mucho ruido, otra vieja teoría recuerda Claude. El dramatismo crepuscular se da cuando no pasa nada, siempre es lo mismo: los malos, qué malos, son ellos, los que quieren cambiarlo todo. “Por eso me aburre el fútbol, el de las mujeres menos pero también”. “No entiendes nada, Claude, deberías hacer teatro, espanta a las musarañas e igual te sale alguna novia, o algún novio, o ambos. En el teatro todo es posible, hasta las albóndigas”.

Casi sorprendido, descubres a una modelo, de moda, por supuesto, que se llama Guiomar, casi cien años después. ¿La llevarán a la fuente de Moncloa? Es una de esas modelo silver que dicen ahora. Me agrada.

Pero las desgracias no vienen solas: cómo llamar a las gentes que todavía se preguntan si en el Atlántico con patrulleras de la Armada y en el Mediterráneo ya están los italianos. Las tragedias ahora son humanitarias, redundantes hasta en la desgracia. Los mares se han convertido en cementerios y las moquetas esdrújulas de los parlamentos de la Europa insólita, en la antesala del suelo de los condenados. ¿Cuántas personas tienen que morir todavía? No todas llegarán a futbolistas, no todas podrán ir al psiquiatra, conducir un taxi, vender seguros, mostrarse en un concesionario de coches, y practicar senderismo y teatro los fines de semana. El solipsismo impide con frecuencia percibir el privilegio. ¿Cuántos goles hacen falta para que la normalidad sea anómala?

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