Les prometo que todo lo que narro en las siguientes líneas ocurrió de verdad. Además sé que no soy la única persona a la que le ha pasado y que muchos fantasmas y siluetas extrañas habitan rincones a la espera de que te vuelvas uno de ellos; como si fueras una aparición o un reflejo de lo que en realidad… fuiste.
Algo me asfixiaba. Me desperté de golpe y me costó pillarle el ritmo al corazón. Soñaba que me caía por un precipicio. Mi mente caía al vacío cuando de repente mi cuerpo, mi carne, dio un espasmo en la cama, que me devolvió, una vez más, a la vida. Abrí los ojos, tembloroso. Siempre que he abierto los ojos en esa habitación, los he abierto con temblores. Con miedo. Siempre ha habido una energía extraña en ese rincón de la casa; justo donde duermo yo. Mis padres también lo sienten porque cuando me miran se entristecen. Muchas veces por no encontrarme con aquellos ojos canelos, mirándome desde el fondo de la habitación, duermo en el sofá, pero ese fin de semana, en el que ocurrió lo que les voy a contar, había venido mi tía Jacinta de Lanzarote y se adueñó de la sala de estar.
No había día que ella no estuviera mirándome. Había crecido conmigo. Sus ojos eran apaisados, rozando el este y de color negro como la noche. A pesar de la oscuridad de las madrugadas aquellos dos boliches se veían desde cualquier rincón; brillantes; esperando a hacerme daño. Detestaba su silueta. Una silueta de mujer perfecta; amenazante, femenina, de película. Me fijaría en ella si no la detestara tanto. Ojalá y no volviera a verla; ojalá y no volviera a verla nunca pero lo he deseado tanto tiempo y no se ha hecho realidad que ya he perdido la esperanza. Aquel fantasma vivía en mi habitación y me odiaba; me perseguía al instituto; a los centros comerciales; a cualquier parte y me dejaba su aliento en la nuca cada vez que era un poco feliz. Por las noches era cuando me lo susurraba: «Sigo aquí». Esas dos palabras eran más que suficientes para robarme la poca energía que invertía en vivir. Me borraba los recuerdos de la mente como si no existiera otra cosa; como si lo único para lo que yo viviera en el mundo fuera para luchar con ella como si fuera un demonio.
Aquella noche me metí pronto en la cama. Tenía un dolor terrible de cabeza. Ella había estado conmigo todo el día. Me jalaba del pelo mientras estaba en clase de Historia; me asfixiaba cuando se me ocurría ir al baño y cruzaba una mirada con ella mientras me limpiaba las manos. Y aquella noche que necesitaba dormir más que nunca porque también me dolía el corazón tras una discusión con Daniela, mi chica, la escuché acercarse al borde de mi cama y decir en un hilo de voz imperceptible pero que yo ya había descodificado desde hacía años: «No te librarás de mí». Mi cuerpo estaba a punto de entrar en taquicardia, como siempre al escucharla, pero esta vez decidió saltar de la cama sin yo apenas esperarlo y dije: «No».
Y volví a decir: «No». Y la miré directamente a los ojos y empecé a morderme el labio hasta sangrar de la rabia acumulada diciéndole que la odiaba. «Te odio». «Te odio». «Te odio». Sus ojos empezaron a ensangrentarse de rabia, igual que los míos. « ¡Te odio!», le grité con ganas. Y ella también gritó. Gritó tan fuerte como yo y también lo dijo: «Te odio». «Te odio», «Te odio». Y nos estuvimos odiando en alto cinco minutos. Los dos lloramos. Los dos estábamos sangrando en los labios, en los ojos, en el alma. Estábamos muertos de rabia el uno por el otro. Ella se acercó a mí y se metió dentro de mi cuerpo. Me dolió todo. Hasta las cosas que no había sentido nunca ni sabía que existían, me dolían. No podía pensar. No podía respirar. Me tiró al piso y no hacía más que jalarme del pelo, que reventarme la piel a tiras; quería arrancármela; quería eliminarme y sentía sus uñas rasgándome la piel, intentando salir, intentando hacerme saltar por los aires. «¡Sal!»; «¡Sal!» « ¡Vete de aquí!» « ¡Vete de aquí!», gritaba pero ella seguía golpeando desde dentro todas las partes de mi cuerpo.
Yo solo gritaba de dolor. La frustración se me mezclaba con las lágrimas. Los gritos con el odio y mis ojos se llenaron de sangre. De sangre de verdad. No podía más; no podía seguir viviendo con aquella chica, con aquel fantasma del demonio y mientras ella golpeaba todo mi cuerpo volvió a salir porque mis ojos se encontraron con ella, como siempre, al final de la habitación. Sentía agua cayendo en mi rostro. Supongo que eran lágrimas pero no estaba seguro. Lo veía todo borroso. La miré y ella también lloraba pero la odiaba. Y ella a mí. La odiaba, la odiaba ¡la odiaba! y cegado de odio, de rabia, lo hice. Juro que lo hice. Decidí matarla. Y de un golpe, reventé el espejo.
*La disforia de género puede manifestarse en diferentes grados de intensidad en cada persona y momento vital. Una gran mayoría de casos se inician a edades muy tempranas, siendo condiciones complejas y asociadas a intenso malestar.