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Farsa y tragedia van juntas a veces
En mi primer viaje a Grecia perdí las gafas. Quedaron olvidadas en algún rincón de Placa, la primera noche de mi estancia allí. Eran graduadas, se oscurecían con la luz del sol y no llevaba otras. Me esperaban kilómetros de relevos al volante, pero mi miopía era entonces muy llevadera; así que adquirí sobre la marcha unas gafas solares de filtro marrón. Con ellas fui contemplando -deslumbrado por lo que veía, pero no por sus constantes reverberos- la inabarcable diversidad del continente griego. No había comprado unas gafas corrientes, comentaba entre risas, sino los anteojos del mismísimo Coppola.
He vuelto alguna vez allí. Y claro está, a cada instante y en cada sitio comprobaba lo que todo el mundo sabe: no importa qué gafas lleves, la Grecia que ven tus ojos es siempre la misma.
Una conclusión tan simple no se aviene con la llamada “ley de Campoamor”. Me faltan conocimientos para valorar como poeta a don Ramón de Campoamor, autor de unas Doloras con las que el tiempo no ha sido indulgente. Si lo evoco es porque puso en ripios este famoso sofisma: Y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira.
A los seguidores del pensamiento único les gusta recitar esa cuarteta. El relativismo facilón de sus versos va al encuentro de un presunto saber, que es la cara engalanada y sabihonda del pasotismo acomodadizo. Por eso la ley de Campoamor les viene como un guante a los manejos y renuncios de algunos líderes.
Entre el 6 y el 15 de julio de 1938, delegados de 32 países se instalaron confortablemente en la ribera del lago Leman. Habían viajado hasta Évian por iniciativa del presidente Roosevelt, para estudiar la situación de los judíos bajo el Tercer Reich. Y ocurrió lo de otras veces: se pusieron unos cristales para observarla en abstracto y otros muy distintos para descender a lo concreto. Condenaron a coro cuanto había que condenar, se rasgaron las vestiduras ante la suerte de un pueblo brutalmente acorralado. Pero luego, cuando llegó la hora de ofrecer asilo a 545.000 judíos de carne y hueso (ni siquiera una décima parte de los que morirían en el Holocausto), cada cual se atrincheró en sus pretextos chapuceros.
Meses después, el propio Roosevelt daba la espalda a centenares de judíos expatriados, que a bordo del Saint Louis esperaron en vano ser acogidos por su gobierno. Roosevelt se había puesto los cristales de atenuar el Holocausto, los mismos que Pío XII se ponía cada mañana. El papa Pacelli, gran admirador del judío Felix Mendelssohn y notable intérprete de su música, mantuvo un silencio de diez meses frente a la siniestra solución final. Finalmente la condenó, aunque de aquella manera: al final de su mensaje navideño, con una alusión en abstracto que no incluía la palabra judíos. El escritor católico Peter Stanford hace este duro resumen: “Al afrontar los asesinatos de seis millones de personas, él optó por el silencio”.
¿Por qué algunos líderes se inclinan, en el momento de las grandes decisiones, por acogerse a la ley de Campoamor? No hay respuestas muy concluyentes, pero sí una amplia base de observación empírica: cuando aprietan los rigores lo que busca más de un líder es el calor de su grey. A Roosevelt le obsesionaba, bastante más que el Saint Louis y su destino, la adhesión de los suyos en un tiempo de estrechez, desempleo y rechazo a la inmigración. En cuanto a Pacelli, lo que le quitaba el sueño era un runrún muy subjetivo y desde luego nada ecuménico: pensaba que defender a los judíos era una forma de abandonar a los suyos. En una carta al obispo Graf von Preysing, escrita en abril del 43, habla de ad maiora mala vitanda (por evitar males mayores). ¿Mayores males a esas alturas?
Si en tu visión del mundo prevalecen los distingos, las balizas y las demarcaciones, entonces el color de tus cristales tiene que ser el apropiado: un color que te haga ver de otro modo los grandes problemas, llámense genocidios, pandemias, recesiones o desequilibrios mundiales. Esta regla incluye a los grandes líderes, pero también a quienes salen cacerola en mano a la terraza de un apartotel. Por su manera de encarar las crisis, unos y otros dan la razón a un personaje de Chudakov: “A ver: la historia no se presenta primero en forma de tragedia y después deviene farsa. A menudo es ya una farsa de entrada. Sin embargo, esa farsa es simultáneamente una tragedia.”
Son ya muchas las voces que alertan sobre el principal peligro de esta pandemia: hacer más grande aún la brecha social. Filósofos, académicos y organizaciones diversas nos previenen contra la falacia de un virus igualitario, demostrando que sus efectos sí distinguen entre ricos y pobres. Lo estamos viendo en los barrios y en los hogares, en los niños sin educación virtual, en la irrupción de la pobreza súbita, en las colas cada vez más largas para recoger alimentos.
Pero el caso es que nuestros líderes, por enésima vez, se han puesto unos cristales que no son. Oí decir a un periodista gallego que han vuelto todos a la pasarela. Puede ser. Pero ya antes, en algún rincón de la vivienda o el apartotel, se han tenido que dejar las gafas de observar desigualdades. Llevan ahora las de enfatizar diferencias locales. Freud llamó narcisismo de las pequeñas diferencias al que acaba por encizañar a los hermanos y sembrar el odio entre vecinos. El que nos mortifica porque “el otro sí y yo sin embargo no”. El que antepone la distinción entre propios y ajenos.
Hay más de un líder empeñado en imponer su ruta narcisista en este viaje hacia la nueva normalidad. A esa clase de empeños no le faltará tirón, seguramente, porque nos esperan tiempos de negra visceralidad. Pero inquieta y sonroja esta deriva, tan parecida a un ruido de polluelos en el nido común: aleteando cada cual a su manera y produciendo una disonante algarabía.
La situación de regreso a las fronteras en gran parte del mundo, por transitoria que sea, puede llevarnos a repetir viejos errores. De entre todos ellos el más grave habrá sido no haber visto, o no haber querido ver, todo lo que el virus sí que pone al descubierto: nuestro ombliguismo recurrente y atávico, nuestras autocomplacencias sin fundamento, nuestra peregrina idea del progreso, nuestra inequidad.
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