Entre los pronósticos más sobresalientes de los últimos veinte años, destaca la desaparición del libro en papel y el auge del soporte electrónico al que algunos se empeñan en denominar libro. Pues no: ni el vídeo mató a la estrella de la radio ni los libros han dejado de imprimirse ni de venderse. El ser humano establece una relación de amor físico con los libros, los toca, los huele, los mira y, por supuesto, casi siempre los lee. Siente celos cuando otra persona se acerca a ellos. No osa prestarlos, sí que se los presten. Se retuerce con el aroma del libro recién estrenado; piensa en las mil y una noches de la joya encontrada en una librería de lance, en las vicisitudes que habrá pasado en su recorrido.
Recuerdo con nostalgia el primer diseño de los libros de la segunda época de Alfaguara, obra de Enric Satué: papel acuarela en las portadas con solapas, lilas y grises. Después llegaron otros dueños y decidieron apostar por fotos y colores, hasta el presente. Probablemente, “se les cayeron los sesos al mismo tiempo que los dientes”, como se lee en uno de aquellos libros diseñados por Satué, “Hijos de la medianoche” de Salman Rushdie. (Por lo visto, está descatalogado en español).
Daniel Gil nos educó el gusto gráfico para siempre jamás –como diría Guillermo Brown- con las portadas de la colección Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, nunca más pudimos volver a ser adolescentes. Cada lanzamiento, una metáfora, cada color un calambur.
Sigue habiendo editoriales cuidadosas con sus diseños, El Acantilado, por ejemplo. Sin embargo, siempre me ha llamado la atención el rostro bello de los libros de la editorial Siruela, desde su nacimiento y con independencia de sus propietarios. Tras ellos ha estado, está, una mujer, Gloria Gauger, capaz de combinar sobriedad y elegancia, creando un conjunto que da gusto poseer.
Los libros son la única propiedad privada que se podría permitir en un régimen colectivizado. Que nadie se asuste, de Proudhon no se acuerdan ni los más viejos.