Espacio de opinión de Canarias Ahora
Felípica IV de 2023
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Buenas noches.
Me alegra mucho poder estar en vuestros hogares y seguir cumpliendo con esta tradición de transmitiros mis mejores deseos, sobre todo de paz, en esta Nochebuena; y también de compartir con vosotros algunas reflexiones sobre los acontecimientos más relevantes del año que ahora termina.
Como ya he apuntado en anteriores ocasiones, me gustaría que esta siempre entrañable oportunidad para mí de estar más cerca que nunca de todos vosotros fuera de otro modo: que se pudiera dar con más frecuencia a lo largo del año y que se llevara a cabo sin tantos controles ni refrendos. Como señalé en mi alocución del pasado año, el encorsetamiento, la brevedad y la excepcionalidad del tradicional discurso de Nochebuena no favorecen el interés de la Corona por hacer más visible y cercana su voluntad de servir a la sociedad española. Los asuntos que trato de abordar, dadas estas restricciones y las circunstancias situacionales que envuelven mi exposición, terminan por ser asimilados, en el mejor de los casos, con superficialidad; en el peor, sin el debido rigor. ¿Las consecuencias? Que mis palabras acaban siendo ignoradas porque no tienen ocasión de calar hondo en vosotros.
Este año aspiro a que mi disertación sea concisa, más parca que las precedentes porque dentro de la ingente cantidad de temas que hallarían un lugar en mi discurso hay dos que no he dejado de tener presentes una y otra vez en los últimos doce meses y que considero que merecen todas mis atenciones en esta exposición: por una parte, he dedicado mucho tiempo a sopesar cuál es la capacidad que atesora en la actualidad la monarquía para erigirse en símbolo de un Estado democrático, qué alcance tiene la ejemplaridad que se le presupone y que tanto me preocupa demostrar con mi quehacer todos los días, qué haría falta para convertir definitivamente a la Corona en un indiscutible referente de la España que queréis para vosotros y vuestros hijos; por la otra, me inquietan las profundas fisuras que detecto en un concepto como el de “lealtad institucional”, trasladando el alcance de lo que puede significar esta denominación a la noción de “lealtad con las instituciones”. Estos dos frentes me han tenido en vilo a lo largo de este 2023 que pronto dejaremos atrás; de ahí que sea lógico que mis palabras de hoy orbiten alrededor de ellos.
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Reconozco que me angustia el primer asunto. Lo digo con absoluta sinceridad. En más de una ocasión se me ha pasado por la cabeza que si no soy capaz de consolidar en la conciencia colectiva nacional, con mis actos y mis obras, lo que implica la democracia como sistema incuestionable, merecedor de la más férrea de las firmezas en su defensa, ni tengo aptitud para impregnar el valor de la lealtad entre los agentes que intervienen en la vida política de la nación y, por extensión, entre la ciudadanía que se ve representada por ellos, quizás debería pensar en abdicar. Es una pregunta al aire, un impulso espontáneo, un no sé qué formulado sin que haya un propósito firme de llevarlo a cabo, pero el mero planteamiento, aunque sea fugaz, es de algún modo el reflejo de mi perplejidad ante aquello que está traspasando las líneas de cualquier situación aceptable para una institución como es la Jefatura del Estado. Quede claro que no tengo intención de abandonar la responsabilidad asumida ni el compromiso contraído, a pesar de que no creo estar muy errado si digo que estos nueve años de reinado ya han superado en adversidades, contrariedades y dificultades a los treinta y ocho de mi predecesor. Confío en que no las padezca mi sucesora; no, al menos, en la cantidad e intensidad que poseen las que he tenido que afrontar.
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Para la Casa Real, el acontecimiento más importante del año ha sido el juramento de la Constitución de la princesa de Asturias. En su figura, de momento, se consolida la continuidad de la monarquía en España. Espero, lo acabo de señalar, que tanto ella como la institución que habrá de gestionar se vean libres de las inclemencias presentes durante mis años al frente de donde me hallo; y, sobre todo, de los ataques, por activa y por pasiva, de aquellos que —se supone— se alinean con nosotros porque declaran ser acérrimos defensores de nuestra vigente carta magna.
La mayoría de edad de la que espero sea la futura Leonor I cierra la puerta a posibles regencias y esto es, a mi juicio, bueno, pues iniciamos los dos ahora un camino que nos habrá de conducir a un reemplazo armonioso al frente de la Corona y, en consecuencia, beneficioso para la estabilidad de nuestra nación, asentada sobre los pilares de las leyes y el amparo de la democracia que nos hemos dado como sistema. ¿Lo peor de la actual situación? Rota la barrera de la minoría de edad, la suerte de cacería que emprenderán algunos medios informativos, que no dudarán en traspasar los límites del decoro para buscar con anhelo y ruin propósito aquello que a cualquier persona con el suficiente caudal de dignidad y de respeto hacia los demás no le merecería el menor interés. Hasta cierto punto, es razonable que se quiera saber de ella. Desde el más estricto marco de las responsabilidades que le aguardan, entiendo que su figura acapare una mayor atención que la de cualquier otra coetánea suya que proceda de un entorno menos expuesto que el de una heredera al trono de un país. Pero ahí, en los márgenes que corresponden a su futura función como jefa de Estado, han de quedar las indagaciones sobre su cotidianidad, formación y encuentros. Confío, por tanto, en que no se produzcan filtraciones, rastreos ni propalaciones asociadas a su ámbito privado, por muy pública que sea su labor institucional; y que, si así fuera, porque canallas nunca han de faltar, que no lleguen a ser tan sangrantes como las que tuve que padecer cuando me encontré, por edad y condición, en el lugar que ahora ocupa ella.
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Quizás porque me ampara la experiencia, puedo afirmar que a este miserable cerco que preveo contra la princesa le seguirá el contraataque gominola de los que considerarán a la heredera poco menos que la elegida por la divinidad para conducir los designios del país. Es lo que tiene la polarización de los medios, que solo se interesan por naderías. Si repudiable es una actitud, censurable es la otra, pues ambas colocan a la jefatura de Estado ante una posición complicada de gestionar porque la transforma en un objeto banal cuya entidad queda circunscrita al ámbito del chismorreo, la calumnia y la rumorología de los correveidiles que se ganan el sustento extirpando honorabilidades o chapándolas con mezquinos oropeles.
En su juramento de la Constitución, como recordaréis, pidió confianza. Justo es dársela. Las circunstancias —eso que llamamos “vida”— la han situado donde se encuentra y, en consecuencia, ha sido educada para asumir unas responsabilidades muy específicas que, de entrada, no podrá eludir. Solo espero que sepa rodearse de gente adecuada y que logre aislarse de aquellos que, por negligencia o maldad, la someterán a presiones baldías y dañinas. La Jefatura del Estado exige una dedicación completa y con absoluta entereza, es inevitable, es lo que hay, va en el cargo. Lo sabe y todos los días, además, se le recuerda que está llamada a formar parte de lo que será la España de mitad del siglo XXI. Es la generación siguiente. En dos décadas, aproximadamente, ella y quienes —lustro arriba, lustro abajo— son sus coetáneos nos habrán reemplazado. La confianza que ha demandado es la misma que solicitan todos los que, por ley de vida, ahora se están formando y preparando para tomar el testigo que les hemos de traspasar de la manera más óptima posible.
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Aunque el evento familiar e institucional del juramento de la princesa ha sido la luz más refulgente en el ámbito de la Casa Real, como he señalado, es innegable que lo mejor con creces de 2023 ha sido el inmenso movimiento de conciencia feminista que se produjo tras la admirable victoria de la selección de fútbol en la Copa Mundial Femenina de la FIFA celebrada en Australia y Nueva Zelanda. Ha sido emocionante ser testigo y, de alguna manera, participar en ese unánime grito que dimos como sociedad repudiando determinadas conductas, ciertas manifestaciones y no pocas aquiescencias vinculadas todas con esa aún purulenta lacra que es el machismo.
Porque es insoportable la cifra de 53 mujeres asesinadas por violencia de género este año —525 desde que estoy en el trono—, este año más que nunca hay que enarbolar con determinación y firmeza el más inmenso «se acabó» que podamos, que sea visible a miles de kilómetros y que retumbe en todos los corazones de las personas de bien. Que los miserables, los cobardes, los inútiles, los despreciables… queden acorralados en las cercas de su ruindad; pues el resto (los que gritamos «basta» con ira cuando la impotencia nos hace ser testigos del odio que derrama la sangre de mujeres inocentes), situados como estamos en el lado correcto, reconocemos y reconoceremos, con aplauso y gratitud, el innegable hecho de que las campeonas del mundo hicieran algo más que ganar una competición deportiva: llenaron de renovadas energías el esfuerzo diario que realizamos los que proclamamos que «nos queremos vivas» en nuestro permanente propósito de erradicar más pronto que tarde cuanto tiene que ver con el patriarcado como forma de entender la organización familiar, social e institucional de España.
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Los efectos que ha tenido lo conseguido en el citado mundial han sido posibles gracias al inmenso tejido feminista que poco a poco, desde hace años, ha ido cubriendo la conciencia de nuestra sociedad. Muchas mujeres, muchísimas, y muchos hombres han logrado encauzar y potenciar un movimiento de igualdad que, de no haber sido por la tragedia de la dictadura franquista, ya hubiésemos tenido muy consolidado en nuestra manera de entender la vida desde la Segunda República. En estas dos décadas de siglo que hemos recorrido, se ha conseguido dar un impresionante paso en este sentido. Por eso, creo con la más absoluta de las convicciones que jamás deberían suprimirse las concejalías, consejerías y el ministerio correspondiente que fijan sus actuaciones en torno a la igualdad y, por supuesto, contra la violencia de género y la vicaria.
Del mismo modo que se está hablando de reformas en la Constitución que dé pasos firmes de cara a lo que ha de ser un texto que pondere los valores de la ecología y los derechos humanos, pido que no se desatienda la importancia que esta cuestión relacionada con la igualdad tiene. Como la Corona no desea estar al margen de estos avances y quiere que sean una realidad, debéis saber que será indesmayable el apoyo de la institución a cuantos pasos se den a favor de aquellos cambios en nuestra carta magna que contribuyan a dotarla de más perspectiva de género; o sea, que promuevan su consonancia con lo que son los actuales tiempos. Ni que decir tiene que lo primero que ha de echarse abajo es el punto uno del artículo 57: es inadmisible el criterio que establece la prioridad del varón sobre la mujer en igualdad de condiciones. Pienso en mis hijas y, por las circunstancias, en la princesa de Asturias. ¿Cómo va a impedirles su género el acceso a cualquier puesto de responsabilidad? Sé que ha sido ese apartado concreto el que ha posibilitado que yo me encuentre situado donde estoy, mas una prueba de mi desacuerdo es la promoción que hago ahora para su supresión.
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En este año de cambios en los organigramas institucionales, me gustaría reconocer la admirable labor que, al frente de responsabilidades políticas, han realizado muchas mujeres y muchos hombres para defender la igualdad, para combatir con la fuerza de la razón y de la moral a los intolerantes que son incapaces de percibir que una de las líneas de actuación prioritarias en nuestra sociedad es la que atañe a la convivencia, a la no-violencia, a las posibilidades de entendernos sin que el miedo o la angustia azoten la cotidianeidad que nos contempla. No entiendo la cerril y nociva oposición de quienes se colocan en contra de todos estos movimientos. Hay un lema que se ha apuntado en muchas ocasiones y que comparto: «Vivas nos queremos». Sí. Vivas las queremos; y que vengan de noche a casa, como afirmaba otro eslogan, «solas, desnudas y borrachas» y sin miedo. Sin que haya lugar alguno para sostener que se está haciendo una apología en favor del consumo desmedido del alcohol o proclamando las virtudes de lo que se considera ahora mismo inmoral —no veáis el dedo, centraos en la luna—, no me negaréis que una sociedad que no es capaz de garantizar la integridad física de una mujer que llegue a su casa de noche, sea cual sea su estado, es una sociedad incivilizada, malherida, henchida de podredumbre, que no dista mucho de otros ámbitos injustamente calificados en este caso como de salvajes. Si faltan medios para lograr la absoluta seguridad, pónganse. Si no los hay, búsquense. Es prioritario.
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Con honda preocupación, lo confieso, me he percatado en este 2023 de que los reconocidos como mis vasallos —por mostrar, según dicen los poco afines a la monarquía, una actitud servil hacia los intereses de la Corona— son en el fondo más desleales que mis contrarios. Soy el enemigo de aquellos que afirman ser aliados del trono. En buena medida, ellos son el problema de que la institución que represento no avance, no consiga asentarse en la conciencia de quienes habrán de acompañar a la princesa de Asturias cuando llegue su momento. Detecto una enorme desafección —antesala de la traición— hacia la Jefatura del Estado, a la que se pretende culpar de aquello en lo que no puede intervenir según nuestro ordenamiento jurídico. ¿Por qué? ¿En qué no ha cumplido con lo que le corresponde? Las loas a un dictador como Franco, ¿no son en el fondo un ataque a lo que represento? Las defensas cerradas a la figura de mi padre, ¿no suponen un implícito menoscabo hacia esa transparencia que he querido plasmar en mi quehacer diario?
Me preocupa mucho esa desagradable sensación que tengo de que se ha abierto la veda para disparar de un modo inmisericorde a la Corona, para convertirla en responsable de los desajustes políticos de los que no tiene capacidad para encargarse dadas las ataduras legales con las que se desarrolla mi trabajo. No puedo hacer más de lo que hago. Creo en la ley, la cumplo. Quizás sea el momento de replantear, desde esas transformaciones que se están planteando llevar a cabo en la carta magna, una significativa modificación de las funciones de la Jefatura del Estado para que disponga de un margen de intervención en la vida pública más relevante y decisivo. Mi compromiso con el cambio es sólido, lo demuestra el riesgo que asumo con esta proposición: más funciones implicaría la asunción de posiciones más “conflictivas” ante determinadas propuestas legislativas, lo que supondría la pérdida en parte de la debida neutralidad que se me presupone y, tocada esta, el peligro de acabar transformándome en una suerte de “rey republicano” sería muy elevado. De ahí al fin de la monarquía como sistema para la jefatura de Estado quizás haya un paso. ¿Es arriesgado lo que sugiero? Arriesgadísimo, sí, lo es; pero creo que ya va siendo hora de que todos —al menos los que estamos al frente de un país— asumamos que para nosotros, por estar donde nos hallamos, nada puede situarse por encima del bien de España. Si lo que hay, al final del camino que se emprenda, no encaja, habrá que probar con la república; si el senado es inoperativo por más intentos que se haga de revitalizarlo, convendría eliminarlo; si sobran ayuntamientos o provincias, lo más razonable sería que se supriman… Las renuncias y las amortizaciones son y deben ser consustanciales al ejercicio de la función pública.
[cámara 1]
Hace tiempo que vengo notando entre un destacado número de representantes políticos dos maneras de ser que me preocupan mucho: por un lado, hay un sector muy grande constituido por individuos que desconocen los más elementales procedimientos que rigen el funcionamiento de una nación y que ignoran el alcance que tiene nuestra carta magna; por el otro, en desmesuradas cantidades, están los consumados cínicos. Sí, los cínicos: personas que no les importa mentir o sostener embustes que son fácilmente desmontables. La democracia faculta al más indocto para que acceda a cualquier cargo de representación pública, pero el sentido común ha de impedir que tipos sin la más mínima formación sobre cómo funcionan las instituciones puedan llegar a puestos decisorios; y el decoro parlamentario, esa dignidad que ha de estar presente en el ánimo y comportamiento de los que gestionan el día a día de las Cortes Generales, ha de poner coto a los filibusteros. Es una exasperante irresponsabilidad de las formaciones políticas promover y mantener en sus puestos a estos individuos que, si los dejan, si no los frenan, si no se los echa cuanto antes del escaño, corroerán los cimientos del Estado hasta que colapse.
Todo esto he podido constatarlo en las enormes dificultades con las que ha salido adelante el nuevo Gobierno. Ha tardado mucho en resolverse una cuestión que, con los números del 23J, parecía clara. ¿Por qué? ¿Por qué hemos paralizado un país durante tanto tiempo? ¿Qué se ha ganado con ello? Las urnas, con la ley por delante, ha dictado la presencia en la cámara baja de una serie de formaciones políticas. Las reglas de juego ya estaban prefijadas y los condicionantes para futuros pactos, también. Creo que ningún proceso electoral ha estado tan claro como el del pasado 23 de julio: si se daban unas circunstancias concretas, accedería a la presidencia del Gobierno X; si se producían otras, la oportunidad le llegaría a Z. Se dieron las que han permitido que uno de los dos sea el representante del poder ejecutivo. Ya está. ¿Por qué enmarañar más las cosas? ¿Qué victoria supone alimentar la ira de los votantes con embustes y distorsionando lo que con claridad dice la ley y proclama el consenso colectivo? Asusta tanta inmadurez y mal perder entre los que desprecian la voluntad de las mayorías y asumen portavocías en nombre de los españoles que nadie les ha concedido. Espanta ver tanta imprudencia concentrada en quienes han de mostrar en todo momento que no carecen de las virtudes propias de la templanza y la sensatez.
¿Que hay que cambiar la ley electoral para…? Pues cámbiese. Entra esto en las funciones de los legisladores. Las reglas de juego ya estaban prefijadas, insisto. El problema quizás esté en la constatación de que un importantísimo número de españoles decidió abstenerse. Doce millones y medio están representados en los 179 diputados que han dado su visto bueno al candidato que ha superado la sesión de investidura; once millones forman parte del listado de los que no lo apoyan. La diferencia está clara, ¿no? La pregunta que conviene realizar es: ¿dónde se encuentran los casi de diez millones y medio que se han abstenido? Ahí es donde habrá que plantear el conflicto. ¿Por qué personas que tienen el derecho a participar con su voto en los comicios desisten de él y muestran un nulo interés por el evento colectivo que da sustento y sentido a todas las democracias: el sufragio? Su actitud y determinación aparecen como una señal de apatía y desdén hacia los llamados a ejercer la representación de la ciudadanía, que lo son, en el fondo, del Estado que nos ampara. Sé que hay quienes se benefician de este desprecio encubierto hacia el sistema e intuyo que son estos legisladores los que han demorado cualquier cambio al respecto. A río revuelto… El debate no es nuevo, al contrario; y su desinterés por dar con una solución, tampoco.
[cámara 2]
Los medios de comunicación, el principal vehículo de conocimiento de la realidad que posee la ciudadanía, han mantenido, a mi juicio, una posición un tanto tibia o poco destacada a la hora de ponderar la importancia que tiene ejercer el voto. La califico así dado el inmenso potencial que atesoran. Si hubiesen hecho algo más, estoy convencido de que el porcentaje de absentistas sería inferior a ese inadmisible 29% de los últimos comicios. De los que renunciaron a su obligación (aunque se considere que solo es un derecho), hay una generación nueva que no debe desconectarse del acto de votar porque sería hacerlo de la propia democracia. Los auges de actitudes proclives hacia el autoritarismo y marcos dictatoriales provienen de sectores que sostienen que la democracia no es una opción, cuando deberían plantearse que es, en realidad, la única. Necesitamos que los medios de comunicación, desde todas las plataformas que disponen, asuman un rol pedagógico, al margen del informativo y el de entretenimiento, para enseñar, mostrar, iluminar a la ciudadanía sobre la que considero una palmaria verdad: que una democracia que no se ejerce es una democracia que se pierde; y que al otro lado de las democracias solo está la oscuridad de las dictaduras. Insistir en esto solo puede ser beneficioso. La dictadura no es ni ha de ser nunca una salida.
Vivimos en una democracia plena en la que, por desgracia, un número elevado de ciudadanos no la sienten como propia, la niegan y la atacan, la cuestionan y la desprecian, y lo hacen precisamente porque se saben amparados por ella para expresarse con libertad. Esta paradoja debería actuar como arma arrojadiza contra los agresores. Hay que señalar la inmensa contradicción en la que viven, si es que no se han dado cuenta de ello; o afearles el que sean unos descomunales cínicos, que van afirmando en voz alta lo que no creen ni sostienen en su interior. Ante esta situación, pregunto: ¿Qué hacen los medios? Una preocupante cantidad de ellos, muchos con capacidad de llegar a un número importante de destinatarios —miles, millones—, calla. No dice nada. Se desentiende del mal que ocasionan estos propagadores de insidias. ¿Por qué? Cuando un representante público, sea de la condición que sea, miente a sabiendas —decir que vivimos en una dictadura, por ejemplo, es una mentira—, ¿por qué no se le afea en los medios su afirmación? El ejercicio de la libertad de expresión, cuando puede traer consigo la movilización de fanáticos desatentos a la contundencia del engaño, no debe permitir el embuste hecho aposta, compuesto con el pérfido ánimo de desestabilizar la paz social. No es admisible.
Mentir y crear estados de opinión adversos con el fin de promover cualquier explosión de violencia inopinada o de gestar una inquietud personal que provoque un sufrimiento indecible no merece otro calificativo que el de acto terrorista. Terrorismo blando, si lo prefieren, pero terrorismo al fin y al cabo, como el que ejercen las grandes instituciones financieras cuando, desatendiendo circunstancias particulares, se muestran inmisericordes con quienes no pueden hacer frente al pago de préstamos hipotecarios y deciden arrebatar a los deudores sin alternativa el preciado bien de la habitación; o como el que promueven cuantos, despreocupados de sus obligaciones, desprotegen a mujeres potenciales víctimas de violencia de género convirtiendo en anécdotas los crímenes, desviando fondos y atenciones para paliar en la medida de lo posible esta lacra, entregando las llaves gestora y financiera para atender este grave asunto a los que niegan su existencia.
[cámara 1]
Asisto perplejo a una serie de manifestaciones, variopintas en ciertos casos, desnortadas en otros, violentas en no pocos, frente a las sedes de algunas instituciones y formaciones políticas. En esto, tengo claro que nula es la ganancia y abundantes las molestias que se ocasionan a los vecinos; y que errado es el mensaje que se desea transmitir. El malestar por una decisión gubernamental no se puede medir a partir de lo que un conjunto de individuos con mochilas y pasamontañas, con banderas inconstitucionales y actitudes agresivas, en muchos casos bajo los efectos de sustancias que alteran la capacidad cognitiva, hagan o pretendan hacer destrozando mobiliario urbano, atemorizando a los transeúntes y echando abajo cualquier respeto y consideración que se merezcan los partidos que los alientan o, al menos, que no los condenan. Estoy absolutamente convencido de que la mayoría de los que han irrumpido como vándalos en las calles no se ha tomado la molestia de pasar por las urnas a depositar su voto. ¿Son estos tipos el reflejo de la España enfadada con el Gobierno? ¿Son estos individuos la representación de la España que quiere un cambio?
Alguien los ha empujado a estar donde los hemos visto, imagino que cobrando por ello u obteniendo algún beneficio que nada tiene que ver con el servicio a la patria. Qué mal uso de la bandera, qué constante deshonra se hace con uno de nuestros símbolos. La bandera es solemne y solo puede ser utilizada en eventos que engrandecen la nación. Que estas guerrillas urbanas y políticas la porten, me ofende como español y como rey, pues la enarbolan para ir contra la democracia, que es como ir contra España. ¿Qué conocimientos tienen de nuestro país para que se erijan en sus defensores? ¿Saben algo de su aclamada literatura? ¿Conocen su admirada pintura? ¿Están al tanto de los vestigios históricos que abundan en los miles de pueblos que, como piezas de un hermoso puzle, componen nuestra nación? ¿Acaso son conscientes del inmenso tesoro artístico e intelectual que poseemos como resultado, sobre todo, de un consenso amistoso y enriquecedor entre culturas? ¡Qué van a saber estos incorregibles analfabetos!
[cámara 3]
No cuestiono ni cuestionaré jamás el derecho de los ciudadanos a manifestarse y expresar el malestar ante decisiones gubernamentales contrarias a la visión del mundo por parte de los afectados. Entiendo el deseo de exteriorizar la oposición a través de concentraciones pacíficas que multipliquen la intensidad de la negación y no seré yo quien se oponga ni quien haga movimiento alguno para que se suprima del ordenamiento jurídico esta necesidad de trasladar al conjunto de la sociedad, de un modo civilizado, los desacuerdos. No entiendo ni comparto, eso sí, la virulencia y la agresividad en el ejercicio de esta facultad, ni el rugido fanático que, muchas veces, con la prensa por delante, no deja de ser un simple postureo, una falsa ira que busca en los destinatarios de esta pantomima una respuesta afín. Qué manera de proceder tan ruin como peligrosa.
[cámara 1]
Cumpliendo con lo que son mis obligaciones del único modo que sé hacerlo, con fidelidad, con lealtad, con respeto absoluto al poder legislativo, firmaré la ley de amnistía que apruebe la mayoría. Va en mis responsabilidades. Contará con mi visto bueno porque saldrá del parlamento a propuesta del Gobierno. Si me preguntáis por mi posición sobre ella y si considero que, con mi firma, estoy contribuyendo a lo que se ha querido denominar como desmembramiento de España, puedo declarar sin reservas que una ley como esta no me ha de causar problemas de conciencia porque no ocasionará que se rompa el país, como algunos vaticinan y otros, más imprudentes, afirman como verdad científica. Antes la destrozarán quienes sostienen con desmedida brutalidad su ruptura; antes hará quebrar la completez de nuestra nación la intransigencia de los que, desde la desproporción y la furia, gritan simplezas indemostrables y se niegan a sostener un debate razonable, sosegado, documentado y libre de prejuicios. Es desesperante tanta cerrazón.
Insisto: España no se romperá con esta ley ni con cuantas actividades independentistas, como las que se llevaron a cabo en 2017, se impulsen. La historia de Cataluña, su cultura, la idiosincrasia de sus habitantes y su íntima voluntad de permanecer unida impedirán siempre el desgarro. Los resultados electorales manifiestan esta verdad, los movimientos políticos hasta de los más proclives a la independencia la declaran. En este teatro de intereses, los aspavientos de unos, las amenazas de otros, los trueques de estos y los manejos de aquellos solo servirán para que las fichas se desplacen hacia otras posiciones y, cuando llegue el momento, por ley de vida, se reemplacen, pero el tablero seguirá siendo el mismo. Lo digo ahora y así para que estas palabras queden para la posteridad: antes caerá la monarquía que logrará Cataluña la independencia. Cataluña nunca será un Estado independiente. Nunca. Tampoco Euskadi. No, al menos, en este siglo. Es más probable que antes llegue la Tercera República (con la ayuda de los que se autoproclaman en la actualidad monárquicos, la posibilidad ya roza la certeza).
¿Quiere decir esa negación de la independencia que no habrá más cesiones hacia el autogobierno? No, claro que no. Las particularidades catalana y vasca en el contexto del Estado de las autonomías conducirán a mayores cotas de transferencia de competencias, pero ello no implica que sus territorios no formen parte de lo que la Constitución recoge como espacio donde tiene cabida la soberanía nacional. Las competencias autonómicas aumentarán en Cataluña y Euskadi porque también lo acabarán haciendo en el resto de comunidades, a pesar de los intereses de muchos por volver a un centralismo franquista que, por fortuna, ya no es posible.
[cámara 2]
Una de las cuestiones que afectan a la lealtad institucional y a la lealtad con las instituciones que apunté al principio de mi exposición se halla en lo que considero un desplazamiento a peor, si se me permite el calificativo, de lo que han de ser y representar tanto los jueces como las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. No es un caso generalizado, por fortuna; pero sí lo bastante amplio como para no temer que la situación pueda extenderse. Vivimos en un país libre y hemos depositado toda nuestra confianza en la neutralidad de estos dos colectivos compuestos por profesionales con una alta cualificación. Por eso, no debería ponerse en duda el sobresaliente trabajo que realizan ni aceptar el que las suyas sean acciones supeditadas a las posiciones ideológicas que poseen sus integrantes, pues no son concebibles estas donde ha de darse la imparcialidad más absoluta.
Las leyes pueden tener visos de ir hacia un lado u otro del arco ideológico porque, al fin y al cabo, son votadas por personas elegidas por su manera de pensar y de plantear soluciones a los asuntos y problemas colectivos (impuestos, sanidad, educación…); pero los que asumen y son nombrados para ejercer puestos en la judicatura o la seguridad del Estado nos representan a todos por igual y depositamos en ellos la protección de lo que queremos y tenemos. Son, si se me permite la exageración afectuosa, como dioses. Han de ser inmaculados en su labor y, en consecuencia, incuestionables para quienes nos amparamos a su auxilio. Por eso, hay que reforzar esta singular neutralidad que atesoran, apoyarlos al máximo en su trabajo y sancionarlos con la mayor severidad y contundencia posibles si rompen el estatus que poseen. Ellos son los pilares de nuestra tranquilidad. Sin su concurso, el caos nos envolvería.
Los pronunciamientos anticonstitucionales de algunos militares retirados o en activo, jueces, policías y guardias civiles deben recibir el mayor de los desprecios, la más ignominiosa de las repulsas y el más duro de los castigos porque no son admisibles. Sus declaraciones, gestos y actitudes también representan una suerte de terrorismo blando. Dan miedo. Sus ataques a la democracia, henchidos de patriotismo vil y deshonroso, apelan a cambios que han de sucederse en un territorio que solo existe en su enfermiza fantasía. Ellos hablan constantemente de golpe de Estado; y no, no es así, no es cierto, se equivocan: no hay un golpe de Estado, como afirman con reiteración, sino golpes contra el Estado, como son los que perpetran con sus manifestaciones y maneras de intervenir en la vida pública.
El pueblo llano y sencillo, el que vive y deja vivir, el que quiere paz para sus hijos y sosiego para sus mayores, el que paga impuestos para gozar de los parabienes de un estado del bienestar en el que todos creemos (sanidad, educación, asuntos sociales, etc.), no puede verse azotado de un modo permanente por quienes perturban su tranquilidad honrando las fraudulentas virtudes de la violencia, la sangre, el ruido y la guerra. Los que amparados en la honorabilidad de sus puestos políticos se empeñan en perderla como individuos deben ser objeto de nuestro más hiriente señalamiento. No tienen un lugar en una sociedad civilizada, democrática, que progresa y que se vanagloria del poder que atesoran la educación y la cultura. Esos residuos del franquismo más atrabiliario, los que alaban aquello que tanto daño nos ocasionaría desde las posiciones tan destacadas que ocupan, ignoran la traición que perpetran contra todo lo que han jurado defender. Ellos, que deberían estar por encima de las luchas partidistas y los combates ideológicos, se entierran en el fango para generar estados de ira y miedo, para ofrecer una imagen de España tan falsa como perniciosa.
Las banderas nacionales con las que se envuelven no sirven para consolidar la idea de qué es lo que defienden, sino para que nos percatemos con claridad contra qué van. El paño rojigualda que los cubre no los resguarda de nada porque nuestra nación no puede sentirse identificada con quienes le hacen daño desde la calle y, sobre todo, desde las instituciones. ¿Un ejemplo? La actual situación del Consejo General del Poder Judicial, que me sigue resultando hiriente y profundamente desvergonzada. Desconozco las razones que han impedido a sus vocales la dimisión en bloque. No cabe otra solución. No es posible admitirlos en sus puestos ni un minuto más. El destrozo que está ocasionando a la judicatura su órgano de gobierno es tal que, si no se frena y se arregla el deterioro producido, me temo que, más pronto que tarde, seremos testigos de las nefastas consecuencias del estropicio: un poder judicial con graves fisuras es la antesala de un derrumbamiento del Estado. La voluntad popular puede reemplazar a legisladores y gobiernos, pero no a jueces ni a quienes los representa. La pregunta ahora es inevitable: ¿de qué vale el amor a la bandera de cuantos insisten en la no renovación del CGPJ?
[cámara 1]
¿Para qué nos sirve la bandera si en las Cortes Generales, donde el respeto, el diálogo y el arte de la retórica han de ser exigencias incuestionables, abundan arrabaleros a los que se les ha concedido la función de legislar? ¿Qué leyes han de promover y gestionar los que son incapaces de mostrarse como personas con un mínimo de educación y de sentido del decoro? La negación del aplauso a la presidenta del Congreso en la apertura de la legislatura, por ejemplo, es una de estas tantas faltas de urbanidad que detecto entre quienes deberían ser modélicos en su comportamiento. Si en el instante en el que se da paso a una nueva etapa de nuestra democracia hacen de las suyas los mismos que contribuyeron a emponzoñar la vida de la cámara en el anterior periodo, ¿qué propósito de enmienda han sido capaces de asumir tras las elecciones? ¿No han aprendido aún de los resultados obtenidos y de las consecuencias cosechadas? ¿No han tenido ocasión para pensar que hay situaciones del pasado —y más cuando es reciente y está fresco aún— que no tiene sentido que se sigan dando? Persistir en el error de conducta de siempre, ¿no es una forma explícita, clara, transparente, indubitable, de mostrar que no se es apto para mayores cometidos?
No me vale de excusa el que se afirme que en otros parlamentos el comportamiento es peor o el que se amparen en que, apagados los focos, el trato es correcto. Son estas justificaciones absurdas. Los políticos han de actuar siempre de manera responsable, haya o no cámaras o periodistas registrando sus palabras o hechos. Gritar más alto no es gritar mejor. Gritar mejor en democracia es recontar los votos de las urnas y aceptar los resultados; es convencer con brillantez retórica de las bondades de una proposición de ley a quienes no pensaban al comienzo de tu exposición como tú; es ser amable y cortés hasta el punto de ser considerado un digno referente tanto para los tuyos como para los que no forman parte de tu grupo parlamentario. Eso es gritar mejor. No es agitar con violencia, alterar y transformar los principios democráticos; ni, atentos a ellos, desatender esta máxima: que lo que no esté dentro de la democracia es contrario a ella; y todo lo que es contrario a la democracia es favorable a la dictadura; y la dictadura nunca, jamás, es una opción, aunque pretendan envolverla en la bandera de España.
Necesitamos que tanto los afines al Gobierno como los que se oponen a él asuman que gritar de una manera desmedida, hacer gestos teatrales de terrible contrariedad, actuar como orangutanes en los escaños, ser reiterativos en lo que no deja de ser una estulticia (ese absurdo «me gusta la fruta» que ahora se ha puesto de moda, por ejemplo), etc., no pasan de ser un ejercicio estéril de la política, un conjunto de exabruptos actitudinales que dicen muy poco de la capacidad de sus emisores para representar a los españoles. Pienso en el tiempo y en las energías que pierden mientras se entregan a este impúdico haraganeo. Qué bueno sería que lo invirtieran en vigilar con rigor y efectividad al Gobierno, pues otro cometido no tienen los grupos que están a su favor y en su contra.
[cámara 3]
Mis anteriores discursos no me permiten negar ahora mi interés por uno de los sectores capitales para consolidar nuestra democracia. Es más, cada vez siento que su relevancia en esta necesaria función es tan elevada que, de algún modo, ha logrado —no afirmo que voluntariamente, que conste— supeditar a sus ritmos a los tres poderes del Estado. Hablo, ya lo habréis intuido, de los medios de comunicación, que tienen una enorme responsabilidad y una incuestionable obligación de ser leales con las instituciones; lo que vendría a ser, en el fondo, leales con la ciudadanía más allá de los conceptos mercantiles que rodean a voces como “cliente”, “usuario”, “publicidad”, “beneficios”, “precio”, “intereses”, etc. Se deben al negocio, sí, lo acepto; pero antes, sin que suponga una merma de lo crematístico, a lo que significa. El éxito empresarial no es incompatible con el éxito ético e intelectual, ni con la concordia colectiva.
Reconozco que me preocupan la confusión, el caos, el delirio que mueve a tergiversar las palabras, a torcerlas con el único propósito de generar odio, angustia, malestar… contra determinadas personas e intereses. Esto también es terrorismo blando. Me inquieta que se eleve a la categoría de influyentes opinadores a sacamuelas que, con tal de cobrar y estar en el candelero, hablan de lo que sea y al albur de los argumentarios que apoyen sus pagadores. Desazona la incapacidad que en ocasiones percibo para fijar filtros que, sin que dañen la libertad de expresión —intocable—, hagan de tamiz para determinar qué es lo que conviene atender por ser provechoso y qué merece no tenerse en consideración por ser estúpido o dañino. Por la parte que me toca, pregunto: difamar a la reina, por ejemplo, ¿qué réditos aporta? ¿El desdoro de mi imagen? ¿Realmente es admisible aceptar que mi valía como individuo y como rey dependen de lo que una tercera persona haga o deje de hacer? Mis palabras y mis actos son los que consolidan mi honorabilidad y prestigio, si los hubiera. Lo que suceda en los ámbitos privados de mi vida no puede ni debe salir de ahí; por supuesto, siempre que se constate por quienes están en condiciones de verificarlo que no ha quedado comprometida la seguridad del país ni se ha vertido cantidad alguna de dinero y/o recursos logísticos públicos para encubrir y promover antojos particulares.
Lealtad con las instituciones implica que los medios no alimenten con bazofia y que estos no permitan alimentarse por intereses mercantiles y políticos con bazofia. Supone consolidar la ejemplaridad en los actos comunicativos y el asumir que, con independencia de si se es de derechas o de izquierda, hay una responsabilidad con el pueblo a la hora de mostrar el mundo desde sus particulares prismas. ¿Es noticia el que mi gesto, a juicio de algunos iluminados, no fuera tan sonriente cuando juró su cargo el actual presidente del Gobierno como cuando saludé al presidente Milei en su toma de posesión? ¿Mi rictus serio obedece al enorme disgusto que ha supuesto para mí el que repitiera en su cargo el actual presidente del Gobierno y mi sonrisa a que soy partidario por completo de las políticas que vaya a implementar mi homólogo argentino? ¿No es todo esto un tanto simplista y sin fundamento?
Creo que ahora mismo tenemos un problema en lo que concierne a la narrativa de la realidad. Por alguna razón, un número de medios de gran alcance tiene interés por consolidar en el imaginario del pueblo una serie de mensajes catastrofistas, dejando a un lado que hay un deber ético y moral de adscripción a lo que ha de ser una noticia, entendida como el relato contrastado con fuentes diversas y, en consecuencia, más o menos ajustado a la realidad. Confundir información con opinión, y opinión con grosería, en el mejor de los casos, o con incitación al odio, en el peor, conducen a la más ominosa actuación que puede llevar a cabo la prensa: ampararse en lo necesario (el conocimiento de lo que sucede desde diversos puntos de vista) para subvertirlo en lo peligroso, como es llamar a la violencia, al desorden y, de algún modo, a un fratricidio similar al que padeció este país con el fin de la Segunda República, ocasionado por los golpistas que rompieron la normalidad democrática que había hasta ese momento.
Estoy convencido de que si los representantes políticos, sean del marco ideológico que sean, trazaran barreras sólidas ante determinadas líneas de periodismo o prácticas comunicativas, conseguiríamos depurar las venas por donde ha de circular la verdad con toda la gama de matices que puede llegar a tener. El trombo que atasca el riego sanguíneo de nuestra sociedad no lo representa, en última instancia, el sector que corresponde a los políticos, pues sin cronistas de sus hazañas y añagazas nada serían, sino el que agrupa a los medios informativos y a los que asumen la función de trasladar mensajes. Por eso, hay que apoyar el periodismo responsable y denunciar el intrusismo; hay que proteger a quienes, desde sus particulares atalayas ideológicas (las que sean con tal de que nunca prescinda de su condición de democrática) ejercen con sentido constructivo y espíritu bondadoso su quehacer de testigos de la realidad que analizan y que nos ayudan a comprender desde su perspectiva.
[cámara 1]
No admito la interpretación única de los hechos. No acepto una sociedad con una sola línea de pensamiento. No es admisible que no haya divergencias. La neutralidad requerida para jueces y miembros de los cuerpos y fuerzas del Estado no es extrapolable para la prensa. Esto no quita la conveniencia de que se establezca la necesidad de que estas disparidades queden al margen de ciertos consensos éticos y morales. Me gustaría que el día a día del periodismo lo construyeran los periodistas, los auténticos, las personas que conocen bien la profesión y que saben cuáles son los límites por donde han de moverse, aunque sus líneas editoriales luego difieran. Tener a francotiradores o agitadores no puede ser nunca una opción tolerable. La mentira enferma, la manipulación daña, el odio destruye. Rompe Estados, altera la convivencia, agita un planeta que se desangra todos los días un poco más entre el fanatismo, la insolidaridad y la violencia de quienes dicen querer la paz al tiempo que golpean con saña.
Próximo a nosotros están los mejores ejemplos de esto que comparto con vosotros. La guerra está ahí. Muy cerca. Físicamente, a tres mil kilómetros de donde me encuentro, que son los que nos separan de Kiev y Gaza; es el doble de la distancia que hay de aquí a Canarias. Está, repito, muy cerca y ha sido fácil que se produjera. Más de lo que os podéis imaginar. Eso es lo peor de todo. Solo había que atender a voluntades fanáticas gestadas en la sinrazón de aquellos que quieren lo que no les pertenece y permitir que la codicia y la inmoralidad de terceros empujaran a concebir beneficios con estas incursiones. Reconozco que ni por asomo son magnitudes comparables ambas contiendas: la que se lleva a cabo en territorio europeo se ha convertido en algo extraño, intangible, con dudosos giros en su desarrollo que parecen conducir la situación por derroteros en los que las adhesiones herméticas se vuelven complejas de articular. Está claro, clarísimo, el apoyo absoluto, cálido, intenso, incuestionable… que se merece el pueblo ucraniano, sus gentes, ese inmenso grupo compuesto por mujeres y hombres de todas las edades y condiciones que ha sufrido la muerte y el daño de seres queridos, y la pérdida de bienes; y que vive y vivirá con la huella del horror impregnada en sus corazones. Ahí, en esa noción de pueblo llano y sencillo aludida hace un rato, la solidaridad no tiene grieta alguna. Nuestro apoyo es y será siempre absoluto.
[cámara 2]
Lo que sucede en Gaza, en cambio, es insoportable; entre otras razones, porque no es aceptable calificar de contienda lo que está sucediendo allí. Aquello no puede simplificarse bajo la denominación “guerra”. ¿Quiénes combaten? El escenario es dantesco: por una parte, un país con un ejército y un armamento de última generación apoyado por Estados Unidos, una de las mayores potencias militares del mundo; por la otra, una población diezmada, temerosa, impotente, dañada, sin alimentos ni medicinas, con palos y piedras como “armas” con las que reclamar un «basta ya», y sometida para su desgracia a los chantajistas designios de una banda terrorista que deambula por la zona atenta solo a sus intereses. Gaza no es Hamás, como Euskadi no fue ETA. Allí no hay un enfrentamiento entre fuerzas proporcionales, allí la saña del abusador ha decidido aniquilar a un pueblo con la connivencia de los que podrían impedirlo y bajo la consideración de que el tiempo, con mayor o menor eficacia, borrará las atrocidades cometidas.
Es terrible lo que está sucediendo en Palestina. Cuánto sufrimiento ocasionado, cuánta ira, cuánta incapacidad, y cuánta miseria moral la de quienes han optado por situarse en el bando equivocado de la historia. Para oprobio de los suyos y de cuantos seres humanos de corazón noble y limpio tomen el testigo de este siglo para encadenarlo con el siguiente, todos los que aplauden y apoyan el genocidio de gazatíes formarán parte de ese vademécum de la maldad que portamos siempre con nosotros y que sirve para advertirnos de que el mundo que queremos es absolutamente contrario al que, con sus abominables actos, promovieron los monstruos que aparecen en sus páginas, entintadas de rojo sangre y negro dolor.
Nada está por encima de la vida de nadie. Nada. Ni la simple noción de Dios. Nadie tiene derecho a arrebatar la vida de nadie. Nadie. Ni existe el derecho a entregar por la fuerza el infierno. ¿Qué diferencia la podredumbre moral de un genocida con la de quien mata a su pareja o la extorsiona haciendo lo propio con su descendencia? ¿Son menos despreciables los que protegen, amparan, no condenan, justifican, a asesinos que se esconden tras jefaturas de Estado y presidencias nacionales que los criminales que han sido incapaces de asumir su fracaso como persona, como compañero y como progenitor?
Tengo claro el lugar que debo ocupar como representante institucional y, sobre todo, como padre y como miembro de una sociedad que me ayuda a situarme en el universo. Mi sitio está junto a los derechos humanos y las democracias que los promueven. Lo que no sea estar aquí es colocarse en el lado contrario: el de las dictaduras, el de las tiranías, el del desprecio absoluto a la vida, el del fanatismo y la manipulación, el de la injusticia y el exterminio de la esperanza; en suma, el de la infelicidad total. Si la existencia se convierte en un martirio permanente, ¿qué sentido tiene vivirla?
Por eso, necesitamos que los medios de información muestren de manera reiterada, sea cual sea el canal y a cuantos nos nutrimos de ellos, el camino de la cultura y de la paz, las vías por donde han de circular los derechos inalienables de la humanidad. Deben asumir la enorme responsabilidad que les ha concedido esta era de las comunicaciones. Un mundo mejor es posible, sí, claro que es posible. Basta con hojear las páginas de En clave altermundista de Francisco Morote Costa para constatar las inmensas capacidades que poseemos todos para conseguir que el XXI sea, con diferencia, el mejor siglo de cuantos ha vivido nuestra especie. En esto, querer es poder.
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No me extiendo más. Solo me resta, en esta noche tan especial, agradeceros mucho vuestra atención y, junto a la Reina y nuestras hijas, la Princesa Leonor y la Infanta Sofía, desearos que tengáis una muy feliz Navidad y Año Nuevo.
Eguberri On, Bon Nadal, Boas Festas
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Buenas noches.