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La fiebre del oro en Canarias

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El 24 de enero de 1948, James Wilson Marshall, un carpintero que trabajaba en fuerte Sutler, en Coloma, California, a orillas del rio S.Mill,  descubrió unas piedrecitas amarillas y brillantes en el canal de agua que pasaba por el aserradero. 

Corrió como la pólvora la noticia de que en California había oro, y que solo bastaba ponerse en la orilla de un rio a recoger tierra y arena en una bandeja, y cernirlas hasta que fuesen apareciendo las pepitas del preciado metal. Había nacido lo que los historiadores llaman la fiebre del oro.

Cientos de miles de estadounidenses del este, asiáticos, sudamericanos y ciudadanos de casi todos los países del mundo, llegaban a California en búsqueda del preciado metal. Eso provocó un crecimiento exponencial de la población y un desarrollo económico acelerado. Se fundaron pueblos y ciudades, surgieron industrias y nuevas infraestructuras y hay que reconocer que esa fiebre tuvo en conjunto un gran impacto social y económico, no solo en California, sino en los Estados Unidos como país. 

Pero al mismo tiempo, esa avalancha humana sobre California de buscadores de oro procedentes de la más diversa procedencia tuvo consecuencias negativas: Unas condiciones de trabajo duras y peligrosas, frecuentes epidemias y problemas de salud, accidentes, contaminación de ríos y tierras, impacto ambiental, conflictos y violencia, (No olvidemos que los mineros iban con frecuencia con un revolver al cinto), y desigualdades sociales. 

James Wilson Marshall murió en la pobreza, sobreviviendo gracias a una pequeña pensión que cobraba por haber participado en la sublevación de colonos californianos de origen norteamericano contra el gobierno mexicano, declarando la República Independiente de California, que posteriormente se uniría a Estados Unidos. 

Poque las grandes fortunas no las hicieron los mineros que bajo un plomizo sol buscaban pepitas de oro en los márgenes de los ríos californianos. Las grandes fortunas las hicieron los que comerciaban con el oro que los mineros producían, desde sus despachos en Nueva York.

El veintidós de diciembre de 1957 aterrizaba en el Aeropuerto de Gando procedente de Estocolmo después de más de diez horas de vuelo, un avión DC-6 de la Compañía Airline Transair AB de Suecia, con 53 pasajeros a bordo. Era el primer vuelo chárter con turistas que llegaba a las Islas Canarias. 

El sacerdote danés Ejlif Krogager había creado en 1950 una agencia para organizar viajes turísticos de sus feligreses por Europa, que posteriormente se extendió por Suecia, Noruega y Finlandia, convirtiendo con el tiempo esa pequeña agencia en el poderoso turoperador Tjaereborg que organizaba viajes turísticos desde los países nórdicos a los países del Mediterráneo y a Canarias.  

Los suecos que venían ese día desde Estocolmo a Las Palmas, habían pasado de una temperatura gélida de cuatro grados bajo cero, con un cielo plomizo y un día en el que el sol salia a las nueve de la mañana y se ocultaba poco después del medidía, a una ciudad luminosa  como Las Palmas, con una confortable temperatura de veintidós grados, y un sol radiante que no se ocultaba hasta las seis de la tarde. 

Contaba además esta ciudad con una preciosa playa de arena amarilla, protegida del oleaje por una barra rocosa natural, que permitía el baño en sus templadas aguas en cualquier época de año. En excursiones por la isla podían disfrutar de unos variados paisajes, con unos campos en los que se cultivaba esa fruta tropical lujosa y cotizada llamada plátanos, que tanto apreciaban, y no se cansaban de hacer fotos con sus cámaras Hasselblad, Rollei o Kodak. 

En un corto espacio de tiempo se corrió la voz, y miles de nórdicos se dirigían a sus agencias de viaje demandando ansiosos la oportunidad de un viaje a Las Islas Canarias. ¡Esto es el paraíso!  decían los turistas en las postales que enviaban a sus familiares, que con sana envidia espiraban a tener un día la oportunidad de viajar a estas islas exóticas en medio del Atlántico. 

Y es que ya Plinio el Viejo, Juba II, Ptolomeo o Hannón el Navegante, habían mencionado a unas islas, más allá de las columnas de Hércules, a las que llamaron Jardín de las Hespérides, Islas Afortunadas, o como dice una copla folklórica más actual, Vergel de belleza sin par.

 Comentaban en Europa que existían unas islas con cálidas playas de arena amarilla, buen clima, agradable temperatura todo el año, exóticos paisajes y acogedores habitantes, y tras los nórdicos llegaron los alemanes, los ingleses y de otros países de Europa, no sólo a Las Palmas de Gran Canaria, sino posteriormente también a Maspalomas, y a otras islas, como Lanzarote, con sus paisajes lunares, Fuerteventura con sus infinitas playas, y Tenerife, primero en Puerto de la Cruz y posteriormente en el sur.

De pronto en Canarias comenzó la fiebre del oro. Porque el clima, las playas, el paisaje, el sol, la seguridad ciudadana y todo lo que Canarias ofrecía, era como oro para los que carecían de todo eso. Y, además, era gratis, y para disfrutarlo, solo necesitaban un trocito de suelo en un apartamento o en la habitación de un hotel.  ¡Fue entonces cuando comenzó esa avalancha humana sobre nuestras islas! Y copio literalmente lo dicho para California: “Eso provocó un crecimiento exponencial de la población y un desarrollo económico acelerado. Se fundaron pueblos y ciudades, surgieron urbanizaciones y nuevas infraestructuras y hay que reconocer que esa fiebre tuvo en conjunto un gran impacto social y económico”.

En el año 1971, llegaron a Canarias 1,3 millones de turistas. En el año 1985, 3,1 millones. En el año 2.008, 9,2 millones, y el pasado año 2023, 14,6 millones de turistas. La población de la isla de Fuerteventura, por ejemplo, ha pasado de 16.900 habitantes en 1960, a 39.400 habitantes en 1990, y a 115. 000 habitantes en el año 2.020. Evidentemente no ha sido un crecimiento vegetativo de la población majorera, sino llegados desde fuera en busca de fortuna o de trabajo. 

Dijimos que el oro de Canarias es su escaso territorio, porque lleva como valor añadido el sol, las playas, el clima, los espacios naturales, etc. etc. Y para poder disfrutar y hacer negocio son esos valores naturales, que son valiosos como las pepitas de oro que encontró James Wilson Marshall en California, solo es necesario construir y vender esos valores gratuitos. Y para construir, es necesaria una licencia… 

Y para que una administración pública conceda una licencia, normalmente es necesario que se trate de terreno urbano. ¡Esa codiciada papeleta burocrática, que después de un procedimiento administrativo es firmada por un alcalde o un presidente del cabildo, para permitir que un terreno pedregoso e improductivo, normalmente en la costa y con muy poco valor, de pronto resulta que es como si las piedras se hubiesen convertido en oro, y su valor se multiplica por cien, e incluso por mil!

Y como en California en el siglo XIX, las grandes fortunas del negocio turístico no las obtienen los que trabajan en hostelería, que, muy al contrario, sufren de una notable precariedad laboral combinada con bajos salarios. Las grandes fortunas las obtienen los que especulan con el suelo y consiguen esas milagrosas recalificaciones, para construir más y más hoteles a los que lleguen más y más turistas, hasta saturar, deteriorar, contaminar y degradar el medio ambiente, y lo que eran unas islas afortunadas convertirlas en unas islas desafortunadas.

Decía el presidente Clavijo poco antes de final de año, que había inversores con cincuenta mil millones de euros dispuestos a invertir en Canarias, esperando se agilizaran procedimientos administrativos o se recalificaran terrenos. Pero no para invertirlos en tecnologías industriales punteras o en I+D, o en crear una plataforma comercial con los países de África. No. Esta lista de espera era para invertir en construir más hoteles, más campos de golf, más puertos deportivos… Cuna del Alma, Fuensalía, Arguineguín, Tamadán, Costa Calma, El Salobre, La Tejita, Adeje …

Y los beneficios de esas grandes fortunas que se crean depredando el territorio, normalmente no revierten en Canarias, sino que se van a Punta Cana, a Cancún, a Panamá o a Los Cabos, en la Baja California, donde algún exconsejero del gobierno de Canarias ha buscado refugio patrimonial. Porque eso de tener una pluma para convertir las piedras en oro o adjudicar una obra a un allegado, da mucho poder. 

Seguro que muchos de ustedes habrán leído El Padrino, la novela de Mario Puzo. O habrán visto la mítica película dirigida por Francis F. Coppola, con la mejor interpretación de un actor excepcional como Marlon Brando. O al menos, les sonará aquella célebre frase de Marlon Brando interpretando al gran capo de la mafia Vito Corleone, cuando le decía a Jonny Fontane, refiriéndose a Jack Woltz: “Le haré una oferta que no podrá rechazar”. “I'm gonna make him an offer he can't refuse.”, en el original en inglés, que es quizá la frase más icónica de la historia del cine.

Pues eso, cuando un inversor ha comprado por cuatro euros un terreno erial que quiere que se lo recalifiquen para construir un hotel o se haga la vista gorda para construirlo ilegalmente, quizá se dirige alcalde o presidente del cabildo de turno y le diga la célebre frase de El Padrino: “Te voy a hacer una oferta que no podrás rechazar”. 

El 24 de enero de 1948, James Wilson Marshall, un carpintero que trabajaba en fuerte Sutler, en Coloma, California, a orillas del rio S.Mill,  descubrió unas piedrecitas amarillas y brillantes en el canal de agua que pasaba por el aserradero. 

Corrió como la pólvora la noticia de que en California había oro, y que solo bastaba ponerse en la orilla de un rio a recoger tierra y arena en una bandeja, y cernirlas hasta que fuesen apareciendo las pepitas del preciado metal. Había nacido lo que los historiadores llaman la fiebre del oro.