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Sobre este blog

Gallina que canta, gallina que pone

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Me voy a poner un poco autobiográfico. No demasiado. Diez minutitos. No más. Lo prometo.

Nací en 1971 en el barrio de Escaleritas (en la zona más humilde, la de los bloques del Patronato Francisco Franco) de Las Palmas de Gran Canaria. Soy el menor de los tres hijos de Josefa Betancor Santana y José Ravelo del Rosario, una modista y un recepcionista de hostal (él antes había sido cambista de novelas, escribiente y hasta marinero). Ya sabes, aquellas familias que tenían una Biblia y una enciclopedia Acta 2000 comprada a plazos, esas familias de bocadillo de aceite y azúcar y cine de barrio cuando se podía.

Cuando acabé la Educación General Básica yo quería estudiar periodismo (había visto Lou GrantLou Grant). Pero en mi ciudad no había universidad aún y mi familia nunca hubiera podido pagarme una carrera. Así que mis padres me sentaron en el recibidor y me dijeron que no podía estudiar BUP y COU, que sería mejor que estudiara FP, construcciones metálicas. Si me convertía en un buen soldador, mi padre quizá podría conseguirme un trabajo en los muelles, como calderero. Yo también había visto Calderero, sastre, soldado, espía, así que lo intenté. Igual me reclutaba el Foreign Office. Pero los reclutadores no aparecieron, mi torpeza alimentó mi desinterés y poco tiempo más tarde ya estaba trabajando en bares, poniendo copas y metiendo dinero en una casa que abandoné antes de cumplir los 18. Lo único que me llevé siempre de una casa a otra en las muchas mudanzas que siguieron fueron mis libros, comprados de segunda mano o robados. Eso y el cariño de mis amigos, porque unos y otros eran lo único que me sacaba espiritualmente de la miseria material que me rodeaba.

Durante años, procuré darme una formación mientras ponía copas (no voy a mentir: también me bebí algunas, mezcladas con otras sustancias igualmente deleznables). Hice mi bachillerato, oposité (aprobé alguna oposición, pero jamás conseguí plaza) y asistía a talleres siempre que podía. Finalmente, accedí a hacer la carrera de Filosofía Pura en la UNED. No la acabé, por diversos motivos entre los que se incluyen los económicos, pero me encantaba.

Al mismo tiempo iba aprendiendo que más vale decir lo que tienes que decir aunque eso suponga que vas a morirte de hambre; que a los poderosos no se les repeta, se les vigila; que no valía la pena dedicarte a este oficio si tenías que ir por ahí lamiendo culos y mendigando subvenciones, y agarrándote pataletas si no te las daban, que era lo que se estilaba en épocas pasadas. En los últimos 15 años en la hostelería, conocí a muchos escritores mayores que yo que fueron muy benévolos y generosos conmigo. Muchos de ellos me ayudaron: me permitían participar en las revistas que ponían en marcha, me animaban a continuar, o se ofrecían a presentar mis primeros pinitos literarios. Carlos Álvarez, Dolores Campos-Herrero (ella, hoy fallecida, una vez me llamó francotirador, y ese ha sido el elogio más lindo que nadie me haya hecho), Emilio González Déniz, Antolín Dávila, Eugenio Padorno o Alicia Llarena (Alicia no es mucho mayor que yo, pero ya gozaba de prestigio), se cuentan entre otros muchos.

Al fin, tuve suerte: gracias a la intermediación de Antonio Becerra (que me ha enseñado las mejores cosas que he aprendido) un día publiqué una novela con una pequeña editorial que empezaba. No teníamos (ni el editor ni yo) dinero para promociones, ni hubo gran impacto en los medios de comunicación ni contábamos con apoyo institucional. Sin embargo, la novela se vendió bien y empezó a tener buenas críticas. El público la respaldó y, sin que nosotros lo supiéramos, los profesores de enseñanza media comenzaron a recomendarla como lectura a alumnos a quienes además les gustaba. No había trampa ni cartón, no había apoyo institucional, sino una comunicación inmediata entre texto y lectores. Si hay algo de lo que esté orgulloso es precisamente de eso.

A partir de entonces, seguí publicando libros. Unos con mayor éxito que otros. Pero uno nunca ha de quejarse: hay que tener humildad para aceptar los fracasos. Igual que hay que tener humildad cuando algún gestor no cuenta contigo para un evento: a veces es cuestión de medios materiales; otras se trata, simplemente, de que no das la talla (y hay que aceptarlo). Hubo, por ejemplo, algún encuentro de novela negra al cual no fui invitado. Hubo, también, campañas institucionales en las que se usaba dinero público para traducir a autores canarios a otros idiomas. Nunca me quejé, porque quizá alguien hubiera podido decirme (acaso no sin razón) que mis obras no estaban a la altura.

En cualquier caso, a partir de que dejé la hostelería para dedicarme a la escritura, las instituciones me hicieron encargos. No muchos, pero sí interesantes: talleres literarios, actividades de animación a la lectura, etc. Cosas en mi opinión útiles a la ciudadanía. Jamás pedí una subvención o una beca “para desarrollar mi obra” o solicité que alguien publicara mis obras con dinero público. Siempre he pensado que ese uso del dinero público para el lucimiento personal es muy poco serio y mucho menos ético.

Tampoco tuve nunca que dejar de decir lo que pensaba en política para que una determinada institución me hiciera un determinado encargo. Nunca fui vocero de partido alguno ni mentí sobre mis convicciones para que me dieran trabajo. Y ya se sabe cuáles son esas convicciones políticas, jamás las he ocultado. Eso supuso que algunas instituciones no me llamaran para trabajar, pero que, cuando alguna solicitaba mis servicios para aportar un texto a un volumen, impartir un taller o diseñar una actividad de dinamización lectora, era porque realmente pensaba que era una persona competente para esos fines y, en cualquier caso, sabía que llamaba a una persona independiente que no se callaba ni debajo del agua. Y en esto incluyo a la izquierda, a la derecha, al nacionalismo, a los Rosacruces y a la Santa Inquisición.

Hace un par de semanas, Cristian Jorge Millares, de la Librería del Cabildo Insular de Gran Canaria, se puso en contacto conmigo para invitarme a una firma colectiva de libros el 23 de abril. Me consta que el año pasado, en ocasión similar, intentó contar conmigo, pero no le fue posible porque yo no entraba en el programa. Eso no me molesta. De hecho, esos días son días de locos para mí, como para la mayoría de mis compañeros. Estar activo, trabajando y creando tiene esos inconvenientes que, por otro lado, aparejan el agradable contacto directo con los lectores, esas personas que deciden emplear su tiempo en escuchar lo que dices. Este año, en concreto, tengo un taller, una entrevista radiofónica y otra firma de libros en otra librería. Pero acepté gustoso la invitación, porque Librería del Cabildo solo tenemos una y porque, qué carajo, hay invitados compañeros a los que hace mucho que no veo.

Sin embargo, me sorprendo al leer el texto de Luis León Barreto que Canarias Ahora reproduce hoy. Precisamente de Luis León Barreto. Al parecer, está molesto porque no ha sido invitado a firmar. Habla de sectas, de elegidos, de cainismo y de no sé qué problema que tuvo con Luz Caballero. Personalmente, creo que Luis se equivoca.

Es más, este exabrupto suyo (y otros recientes) me recuerdan a aquellas malicias infantiles, cuando a alguien se le escapaba un gas en la fila y, para ahuyentar sospechas, procedía a quejarse del mal olor. En esos casos, el resto de la clase ponía en evidencia su argucia con un sencillo y eficaz estribillo: “Gallina que canta, gallina que pone”. Porque la verdad es que entre mis compañeros de generación y entre otros autores mayores (los antes mencionados y muchos otros más) no observo esas luchas cainitas, muy características, eso sí, de la época en que él estaba en la cima.

De hecho, observo todo lo contrario: un trato cordial y bastante generoso. Nos alegramos de los éxitos ajenos e incluso, si podemos, contribuimos a ellos. Apoyamos, siempre que podemos, a los que van empezando y respetamos muchísimo el trabajo de los demás. Por mi parte, desde estas y otras tribunas, hablo siempre que puedo de libros canarios y hablo bien de ellos si se lo merecen. Si no se lo merecen, prefiero siempre guardar un discreto silencio, porque no me gusta mentir a mis lectores, pero también sé (me atrevería a decir que lo sé mejor que nadie) lo difícil que es abrirse camino en la vida disparando letras.

No obstante, como ya le he comentado al interesado en su propio blog, creo que la polémica tiene fácil solución. Ya que el problema es un problema de espacio físico, cedo muy gustosamente mi turno a Luis León Barreto. Es el turno de 17:30 a 18:30. En la Librería del Cabildo. Así yo dispondré de una hora libre en ese día tan ajetreado para repasar mis clases o incluso tomarme un café con algún amigo y Luis disfrutará de ese puesto que, al parecer, él se merece.

Se me han acabado los diez minutos de autobiografía. Para cotilleos, ya ha habido de sobra. Ahora leeré un rato. Hoy me apetece algo canario. Algo de Santiago Gil, de Ángeles Jurado, de Pepe Correa, de Antolín Dávila, de Paula Nogales, de Carlos Álvarez, de Antonio Lozano, de González Déniz, de Leandro Pinto, de González Ascanio, de Víctor Ramírez? No lo sé, hay tanto y tan bueno donde elegir.

Me voy a poner un poco autobiográfico. No demasiado. Diez minutitos. No más. Lo prometo.

Nací en 1971 en el barrio de Escaleritas (en la zona más humilde, la de los bloques del Patronato Francisco Franco) de Las Palmas de Gran Canaria. Soy el menor de los tres hijos de Josefa Betancor Santana y José Ravelo del Rosario, una modista y un recepcionista de hostal (él antes había sido cambista de novelas, escribiente y hasta marinero). Ya sabes, aquellas familias que tenían una Biblia y una enciclopedia Acta 2000 comprada a plazos, esas familias de bocadillo de aceite y azúcar y cine de barrio cuando se podía.