Espacio de opinión de Canarias Ahora
El humilde magnífico
Amaba Zaragoza y se deshacía en alabanzas a una ciudad que lo consideró un héroe y un símbolo y que él tenía por su segunda patria chica, porque allí, en los entornos de La Romareda, pasó los mejores años de su vida y gozó de los máximos momentos de gloria que, luego, le permitirían exprimir durante años y años los recuerdos recurrentes y gratificantes. De hecho, viajaba con frecuencia a la capital aragonesa, en la que siempre era recibido con cariñoso entusiasmo, y su mayor ilusión, para este año que lleva tan pocas semanas recorridas, era acudir a la Expo internacional que se celebrará allí a partir de junio. No pudo ser, pero, en el lecho de muerte lo dejó claro: que sus cenizas de esparcieran en los aires zaragozanos, en el recinto de la exposición o frente a las gradas vacías del estadio que fue escenario de sus hazañas y en el que forjó su leyenda.
Eleuterio Santos ?Yeyo para los amigos, entre los que me cuento, entre los que me contaba- era uno de aquellos cinco magníficos del Zaragoza que conformaron la delantera mítica por excelencia del fútbol de la década de los sesenta. Santos era la fuerza, el tesón, el sacrificio y también la oportunidad de gol en aquella línea en la que figuraban artistas de la finta y taumaturgos del pase. Un Canario que todos creían de las Islas, cuando en realidad el isleño, de Tenerife, era él. Canario era brasileño. Y allí estaban Lapetra, por supuesto, Villa y Marcelino, el del gol a Rusia que tato jaleó el franquismo de la época.
Yeyo Santos se nos fue anteayer y nos dejó un hueco hondo en el corazón. De hecho yo he llorado pocas muertes y sí lloré la de mi amigo (sesenta y siete tacos, que no es tanto) la otra noche, cuando me enfrenté a su rostro afilado por la guadaña de la Parca asomando entre los blancos sedosos del féretro, allá en esos impersonales recintos que son ahora los tanatorios.
Santos fue, en efecto, un tío magnífico, pero lo habría sido igualmente aunque jamás hubiese sabido manejar un balón. Era magnífico, o sea extraordinario y especial, porque fue, hasta el último momento, un hombre profundamente bueno y honrado que se desvivía, aunque apenas lo notasen quienes le rodeaban, por el bienestar de los demás, porque nada crujiera en su entorno, porque la existencia discurriera como a él le gustaba que fluyese: con sencilla y natural normalidad.
José H. Chela
Amaba Zaragoza y se deshacía en alabanzas a una ciudad que lo consideró un héroe y un símbolo y que él tenía por su segunda patria chica, porque allí, en los entornos de La Romareda, pasó los mejores años de su vida y gozó de los máximos momentos de gloria que, luego, le permitirían exprimir durante años y años los recuerdos recurrentes y gratificantes. De hecho, viajaba con frecuencia a la capital aragonesa, en la que siempre era recibido con cariñoso entusiasmo, y su mayor ilusión, para este año que lleva tan pocas semanas recorridas, era acudir a la Expo internacional que se celebrará allí a partir de junio. No pudo ser, pero, en el lecho de muerte lo dejó claro: que sus cenizas de esparcieran en los aires zaragozanos, en el recinto de la exposición o frente a las gradas vacías del estadio que fue escenario de sus hazañas y en el que forjó su leyenda.
Eleuterio Santos ?Yeyo para los amigos, entre los que me cuento, entre los que me contaba- era uno de aquellos cinco magníficos del Zaragoza que conformaron la delantera mítica por excelencia del fútbol de la década de los sesenta. Santos era la fuerza, el tesón, el sacrificio y también la oportunidad de gol en aquella línea en la que figuraban artistas de la finta y taumaturgos del pase. Un Canario que todos creían de las Islas, cuando en realidad el isleño, de Tenerife, era él. Canario era brasileño. Y allí estaban Lapetra, por supuesto, Villa y Marcelino, el del gol a Rusia que tato jaleó el franquismo de la época.