Después de tantos años en el desempeño, reconozco que hay muy pocas cuestiones que pueda defender en asuntos educativos con vehemencia, cerrazón de miras, intransigencia e “insobornabilidad”. La educación infantil es una de ellas. Me vuelvo numantino en este tema porque mi apoyo a la etapa es absolutísimo: no solo creo que ha de estar implantada de manera extensa en cada municipio (ni un escolar sin plaza), sino que debería ser obligatoria en el segundo ciclo (como lo son primaria y secundaria) y altamente recomendada, efusivamente sugerida, profundamente promovida en el primero (de 0 a 3 años); y todo desde el ámbito de la educación pública, que es como decir de la educación de calidad. Disculpen la perogrullada.
Tengo claro que si la finalidad de la Educación Infantil es —como se lee en un real decreto de 2022— “contribuir al desarrollo integral y armónico del alumnado en todas sus dimensiones: física, emocional, sexual, afectiva, social, cognitiva y artística, potenciando la autonomía personal y la creación progresiva de una imagen positiva y equilibrada de sí mismos, así como a la educación en valores cívicos para la convivencia” y la normativa estatal y autonómica que ampara la etapa refrenda este propósito, tengo claro, repito, que no cabe opción alguna para la absoluta voluntariedad, y menos cuando se trata de unas enseñanzas con identidad propia, como se apunta en un decreto firmado el año pasado por estos lares.
Para mí es de suma importancia que un nené aprenda a convivir con otros como él y que conozca desde su experiencia (derivada de la relación con sus semejantes no domésticos) el trascendente valor que poseen el dar las gracias, el pedir perdón, el perdonar y el solicitar las cosas con ese “por favor” siempre delante que ya parece una antigualla; y que comience a hablar, a interactuar con el mundo que le rodea más allá de su ámbito familiar, que potencie la motricidad y los hábitos saludables desde temprana edad; y que empiece a gestionar con el entrenamiento adecuado las diferentes inteligencias que atesora y que le han de permitir alcanzar un óptimo grado de estabilidad intelectual y emocional para emprender futuras fases de su evolución como individuo.
El intento de conectar a un ser humano con su sociedad, con sus reglas de convivencia, con sus recursos para sobrevivir a través de los sentidos, del uso de la lengua, de los sentimientos; y traducir con acierto sus estados anímicos y su idiosincrasia para lograr su bienestar general son para mí labores tan difíciles como complejas y titánicas; se sitúan en un lugar tan alejado de mis capacidades personales y pedagógicas que —enfocando mi perspectiva en una parte concreta del sistema—no puedo dejar de sentir una profunda admiración por el profesorado que se encarga de atender a los chinijos, pues sobre ellos recae la observación constante del más desprotegido y dependiente de nuestros vecinos. Por eso defiendo que, dentro del colectivo docente, sea el que tenga unas exigencias de cualificación más elevadas y, por supuesto, los mayores reconocimientos administrativos de acuerdo a su especialización; y sostengo, además, que sea esta educación la que cuente con una mejor financiación por parte de los organismos públicos capacitados para intervenir en ella. Se necesitan más centros, más profesionales, más atenciones y una organización de la etapa más amplia y precisa, pues hasta el más nimio de los detalles inherentes a todos y cada uno de los discentes debe vigilarse, supervisarse, atenderse con el esmero y la delicadeza exigibles dada la enorme importancia que representa para los humanos el periodo que abarca los seis primeros años de vida. ¿Que si tengo claro esto que apunto? Cristalino. De ahí que vea como una opción desaconsejable la voluntariedad que declara la ley, al menos para el segundo ciclo.
Visualizo la etapa como una peligrosa carretera de dos carriles que tienen el mismo sentido y que demandan de los conductores unas destrezas y atenciones singulares. En esta vía, por un lado, circulan las familias y, por el otro, la sociedad, materializada en la escuela y, por extensión, en las instituciones que participan en su desarrollo. El conjunto forma un único trayecto, una sola unidad de intervención que debe avanzar de manera solidaria y sincronizada por una ruta tan larga, ardua y compleja como necesaria, sobre todo si aspiramos a evitar que a corto o medio plazo suceda lo que se desea que no ocurra. La inversión generosa, eficaz y bien gestionada de recursos humanos, materiales, legales, sociales, administrativos, etc., durante los seis primeros años de existencia de nuestros infantes, debería conducir a una suerte de no-inversión extra a posteriori. La pregunta es inquietante por lo que traslada, pero ha de hacerse: ¿cuánto de lo que se añade de modo excepcional en primaria o secundaria (y no hablo solo de dinero) se podría haber evitado si se hubiera atendido como conviene lo que la más ancestral tradición siempre ha defendido: que más vale prevenir que curar?
En el mundo del deporte no lo dudan: desde una buena base se llega a una buena altura. Por eso se cuida, se protege, se mima la cantera. En la educación y, por extensión, en las sociedades para las que el estado de bienestar configura sus avanzados y complejos sistemas de formación ciudadana debería suceder lo mismo: lo primero, la cantera; o sea, la educación infantil y, por proximidad, la primaria. Por eso, todo lo que implique guardar, mejorar y potenciar estas etapas contará con mi más vehemente, cerrado, intransigente e insobornable apoyo. En esto, cualquier avance positivo siempre es poco; y cualquier aplazamiento o flojedad, una tragedia.