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Javier Milei: cero en Historia

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En 1786 Joseph Townsend, defensor de la ideología propietarista británica, publicaba sus célebres Disertaciones sobre las Leyes de Pobres. En plena Revolución Industrial y en un contexto de violenta transformación de la estructura social y económica británica, Townsend señalaba:

El hambre domesticará a los animales más feroces, enseñará a los más perversos la decencia y la civilidad, la obediencia y la sujeción. En general, únicamente el hambre puede espolear y aguijonear [a los pobres] para obligarlos a trabajar; y pese a ello, nuestras leyes han decretado que nunca deben pasar hambre. Las leyes, hay que reconocerlo, han dispuesto también que hay que obligarlos a trabajar. Pero la fuerza de la ley encuentra numerosos obstáculos, violencia y alboroto, y no inspira nunca un buen ni aceptable servicio. El hambre no es solo un medio de presión pacífico, silencioso e incesante, sino también el móvil más natural para la asiduidad y el trabajo.

Los códigos legales brutales que criminalizaban la pobreza (Black Codes) y el hostigamiento frente a las más mínimas políticas de protección social se correspondían con esta fase de violencia social, económica y política que caracterizó el inicio de la Revolución Industrial británica. En este caso, Joseph Townsend atacaba las conocidas leyes de Speenhamland. Estas regulaciones se pusieron en marcha por parte de las parroquias para compensar la deprivación absoluta de las clases populares británicas, despojadas de sus medios de vida tras la privatización progresiva de las tierras y espacios comunales. Las Leyes de Cercamientos (enclosures) favorecieron la concentración patrimonial en Gran Bretaña, disminuyendo también el valor del factor trabajo, facilitando una proletarización acelerada en los entornos rurales. El crecimiento demográfico del siglo XVIII impulsó aún más el desbordamiento laboral. 

La desigualdad social extrema, y el desempleo masivo que se estaba generando en ese proceso se resolvió mediante dos vías principales: la emigración interior hacia los florecientes núcleos industriales donde encontrar una ocupación en condiciones infrahumanas. La segunda opción era la emigración exterior hacia los territorios coloniales en Norteamérica. Esta última permitiría colocar a la “morralla” de la sociedad -usando los términos habituales en el Parlamento británico de la época- fuera de la vista de la élite económica. Las colonias representaban el “sumidero” al que enviar a la población indeseada para reproducir la estructura y dinámica social desigual en ultramar. La explotación intensiva de la fuerza de trabajo favorecería los intereses de los propietarios, bien en Europa, bien en América, como ha explicado de forma precisa Nancy Isenberg en un libro formidable (White Trash). 

Mientras esos ajustes poblacionales se desarrollaban, a las parroquias y ayuntamientos les pareció esencial establecer ayudas básicas que beneficiasen a las familias más empobrecidas e impactadas por ese proceso de proletarización. Ese auxilio estaba representado por algunas raciones de pan para no morir de hambre. Ante esa especie de “socialismo” de base religiosa, pensadores influyentes en la política de su época como Townsend, respondían de forma frontal, puesto que “¿quién querría trabajar si tenía un sustento mínimo asegurado?”. El Parlamento británico, dominado por las clases propietarias, tanto agrarias como fabriles, torpedearon cualquier reforma social, habida cuenta de los pingües beneficios económicos que se estaban obteniendo de una explotación laboral sin ningún tipo de regulación. La maquinaria del complejo industrial se llevaba por delante a generaciones enteras de hombres, mujeres e infantes. Era la misma sociedad que estaba extrayendo recursos en los territorios ultramarinos mediante la mano de obra esclavizada; produciendo algodón y otras materias primas esenciales para el éxito del proceso industrializador. 

La impresionante desigualdad patrimonial, social y política que se engendró al calor de la Revolución Industrial en el siglo XIX aceleró también la movilización social que emergió de forma clara a partir de 1848, cuando un fantasma comenzó a recorrer Europa. Las contradicciones de un crecimiento económico absolutamente asimétrico aceleraron la respuesta colectiva, cuya máxima expresión fue la emergencia del movimiento obrero organizado. La Europa decimonónica del liberalismo ortodoxo ricardiano que lideró la civilización y el progreso tecnológico de su época, se sustentó en la explotación humana, dentro y fuera de sus fronteras también a través del colonialismo y el imperialismo. Esa sociedad de la desigualdad extrema, el racismo y el darwinismo social experimentó una primera llamada de atención en el contexto de la Guerra franco-prusiana. La derrota militar francesa y el desorden político generado por la captura del emperador Napoleón III, permitió que estallase una verdadera revolución social en París: la Comuna (1871). Prácticamente por primera vez en un siglo, las bases sociales y económicas propietaristas entraron en pánico, al observar que era posible un cambio estructural que diera paso a un modelo de organización social alternativo. La Comuna duró apenas dos meses, hasta que el ejército prusiano y la guardia nacional francesa entraron en la capital a sangre y fuego. La represión posterior ejercida por el orden propietarista fue bestial. Las cifras más conservadoras calculan en torno a doce mil fusilados, siendo comúnmente aceptado el número de entre dieciocho y veintidós mil represaliados. Pese a esa violencia institucional masiva, la movilización social no se detuvo. La Comuna representó una semilla de posibilidad, unida a una creciente movilización social que impulsó transformaciones a corto plazo, incluyendo la legalización de sindicatos de trabajadores, reformas laborales y la posterior ampliación del sufragio universal masculino. Todo ello fue el punto de partida de las grandes transformaciones sociales y políticas acaecidas en la primera mitad del siglo XX, y de forma particular en el periodo de entreguerras (1918-1939). 

La historia del siglo XIX y XX merece ser leída, estudiada y conocida, especialmente por aquellas personas que han sido escogidas para asumir importantes responsabilidades políticas, como sucede con el actual presidente de la República de Argentina, quién se tiene por un gran economista. En 1944, Karl Polanyi afirmaba que no había existido nunca una sociedad donde el liberalismo se hubiese aplicado en su entera y absoluta totalidad. Polanyi defendía que tal modelo sería irresistible para las estructuras sociales puesto que, la lógica de una hipótesis de mercado infalible y autorregulado sólo beneficiaría a los más poderosos. Ante esa perspectiva, las instituciones informales (usos, costumbres y convenciones sociales) reaccionarían como mecanismo de autoprotección. Desde luego, el estudio del pasado pone de manifiesto la relevancia estructural de esas instituciones informales, clave para comprender el funcionamiento de las sociedades, como demostró hace muchísimos años Douglass C. North

El hostigamiento a las clases populares, la criminalización de la pobreza y el desmantelamiento de cualquier institución de protección de los grupos sociales más vulnerables no es nuevo. Es muy antiguo. Pero también es larga la tradición humanista que promueve valores de solidaridad y resistencia. Estas son las cuestiones que explican la evolución reciente de la Humanidad. Todas estas temáticas se enseñan de forma básica en cualquier Grado de Economía.  Aunque sé que a usted le importa poco o nada mi opinión como docente, señor Milei, tiene usted un cero en Historia.

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