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¡Que se jodan!

Los aplausos populares del miércoles hirieron la sensibilidad del país. Ni siquiera mostraron comedimiento respetuoso ante el dolor que le produjo a Rajoy, según propia confesión, no haberle quedado otro remedio que adoptar unas medidas que dijo necesarias. Imagino que no todos los aplaudidores estaban en esos infames registros y que se pusieron en pie por la fuerza de la costumbre y los fervores de ordenanza. Pero se pasaron al emular los recibimientos del senatus populusque romanus a los vencedores de la guerra de las Galias o de la campaña contra los germanos, sin reparar en que el héroe vitoreado regresaba del campo de batalla europeo con el rabo entre patas, sin corona de laurel ni víctor; por tolete. En cualquier caso, el espectáculo de verles celebrar de aquel modo la victoria sobre la gente de a pie, entre la que figuran sus votantes, quedará para siempre en nuestras retinas; en lugar del ¡Ave, César!, el “¡Que se jodan!” de la diputada Andrea Fabra, fue la contundente expresión concentrada de los rencores de clase que siguen anidados en las añoranzas de la derechona.

No obstante, lo peor fue constatar que Rajoy participa de esa mentalidad al oírle justificar el tratamiento que dará en adelante a las ayudas a los desempleados. Dijo, ya saben, que el objetivo es forzar, incentivar o algo así, a los parados para que se esfuercen en buscar trabajo. Si no lo encuentran porque no lo hay, es su problema, pensará. Participa Rajoy del imaginario clasista, ignorante y algo facha, de que a los parados les encanta estarlo para ir a la playa (recuerden, por cierto, que eso dijo Soria de los funcionarios), jugar al envite en la cantina o practicar otras formas de ocio respaldados por el dinerito público.

Cualquiera que conozca de cerca el drama del paro, nada les digo de los mismos parados, ha de indignarse; aunque mejor sería preocuparse de que todo un presidente del Gobierno vea la destrucción de millones de familias y de vidas con la mentalidad de las marquesonas que dibujaba Serafín. La paralela ausencia de alusiones a las responsabilidades de tantos dirigentes políticos (Camps, Fabra, Aguirre?); a las de altos ejecutivos bancarios a los que tenemos ahora que pagarles entre todos las copas (¿hay que nombrarlos?) y del conjunto de los saqueadores que han actuado a la sombra del PP, que los ampara, permite entender mejor la impotencia del Gobierno para ganarse la confianza de unos “mercados” a los que, por otro lado, les resulta más rentable desconfiar. El que no hablara de persecución del fraude fiscal (el de los grandes defraudadores, que a los chicos de nómina y poco más los crujen), ni de las grandes fortunas o el IBI de la Iglesia no es menos revelador de la entraña íntima de este Gobierno que ha puesto proa al siglo XIX con la práctica eliminación del estado de bienestar.

Mucho vociferó la derechona ante el desprestigio internacional de la España de Zapatero, pero a la vista está que Rajoy ha rematado la faena. Por la marcha que llevaba el país, casi es una suerte que figure ya entre los países intervenidos. No es plato de gusto, pero peor sería quedarnos también sin plato, aunque no podamos estar seguros de que no lo perdamos. Una intervención a la que no quieren llamar por su nombre porque es más suave, de momento, que las de Grecia, Portugal e Irlanda. Pero ¿de qué otra forma ha de verse el rescate del sector bancario con garantías estatales de devolución del dinero? Garantías públicas que, por lo visto, no tranquilizan a la troika que pondrá sus vigilantes, por si acaso tienta a los bancos volver a las andadas y dejarnos el muerto a los de siempre.

Dicen algunos analistas que tras su intervención parlamentaria del miércoles pasado, Rajoy inició un nueva legislatura. O sea, han perdido los populares seis meses en los que tanto presumieron de “hacer lo que había que hacer y ya debió hacer Zapatero” que cabe la conclusión lógica de que no debieron hacer lo que hicieron que ahora dejarán de hacer para hacer, por fin, lo que van a hacer. Un trabalenguas obligado que refleja bien lo que hicieron, lo que no quisieron hacer, lo que debían haber hecho, etcétera, en la breve legislatura cuasi sietemesina sin galladura que concluyó, dicen, el miércoles de esta semana; mal, por supuesto.

Los aplausos populares del miércoles hirieron la sensibilidad del país. Ni siquiera mostraron comedimiento respetuoso ante el dolor que le produjo a Rajoy, según propia confesión, no haberle quedado otro remedio que adoptar unas medidas que dijo necesarias. Imagino que no todos los aplaudidores estaban en esos infames registros y que se pusieron en pie por la fuerza de la costumbre y los fervores de ordenanza. Pero se pasaron al emular los recibimientos del senatus populusque romanus a los vencedores de la guerra de las Galias o de la campaña contra los germanos, sin reparar en que el héroe vitoreado regresaba del campo de batalla europeo con el rabo entre patas, sin corona de laurel ni víctor; por tolete. En cualquier caso, el espectáculo de verles celebrar de aquel modo la victoria sobre la gente de a pie, entre la que figuran sus votantes, quedará para siempre en nuestras retinas; en lugar del ¡Ave, César!, el “¡Que se jodan!” de la diputada Andrea Fabra, fue la contundente expresión concentrada de los rencores de clase que siguen anidados en las añoranzas de la derechona.

No obstante, lo peor fue constatar que Rajoy participa de esa mentalidad al oírle justificar el tratamiento que dará en adelante a las ayudas a los desempleados. Dijo, ya saben, que el objetivo es forzar, incentivar o algo así, a los parados para que se esfuercen en buscar trabajo. Si no lo encuentran porque no lo hay, es su problema, pensará. Participa Rajoy del imaginario clasista, ignorante y algo facha, de que a los parados les encanta estarlo para ir a la playa (recuerden, por cierto, que eso dijo Soria de los funcionarios), jugar al envite en la cantina o practicar otras formas de ocio respaldados por el dinerito público.