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Justificación y alcance de la propiedad privada por Javier Aparici Gisbert
En la historia del derecho a la propiedad privada el Imperio romano es uno de sus más antiguos y característicos referentes. Roma fue el paradigma de la civilización antigua imperial, una jerárquica cultura esclavista y guerrera. En su expresión jurídica, coherentemente con lo que hoy consideramos sus inhumanos valores, se reglamentó la propiedad privada como dominio in res, un poder completo y pleno que se extendía sobre personas, tierras, bienes y medios de toda índole, llegando a incluir hasta la potestad de su destrucción por parte del dueño. Así entendida, la propiedad privada suponía el dominio absoluto sobre lo poseído, totalmente excluida de su uso y beneficio por los demás.
Entrada la Edad Media con su modelo estamentario de sociedad y corporativo de propiedad caracterizado por la nobleza, el clero y los siervos, en el ámbito de la religión cristiana se formuló doctrinalmente una concepción, en principio, contrapuesta a la del Derecho Romano, la propiedad comunista. Ya que Dios había creado el mundo para el servicio de todos los seres humanos, éstos en conjunto eran sus dueños, y por ello, las riquezas naturales debían de llegar a toda la humanidad con igual derecho y sin exclusiones. No obstante esa fundamentación divina de la propiedad, también en el Cristianismo se consideró legítima su división, su apropiación particular y su dominio exclusivo. Debido a que, en general, los bienes naturales requieren de trabajo, cultivo y cuidados para incrementar su productividad y, por tanto, debe haber control sobre los recursos y distinciones en razón del esfuerzo aportado para su producción.
A pesar de la organización comunitaria que caracterizaba la vida de los grupos cristianos primitivos y la de los monasterios, conventos y abadías, apoyaron la opción de la privatización, con una consideración interesadamente pesimista y clasista de la condición humana: se excluía la posibilidad de una organización y un trabajo en comunidad por requerir virtudes poco frecuentes entre los humanos pecadores, pero, no obstante, se reconocía a los poderosos ?incluida la propia iglesia- la legítima condición de propietarios. Aún así, al menos en la teoría, esta reglamentación humana se consideró un derecho “natural” derivado del divino y, por tanto, supeditado a no contravenir, por error o abuso, los mandatos originales. Por eso los moralistas de la época consideraban que en caso de extrema necesidad de subsistencia, no era un robo tomar bienes ajenos, pues prevalecía el derecho divino primario.
Durante el siglo XVIII, la Modernidad y sus concepciones liberales consideraron la propiedad privada un modelo de derecho natural y la condición necesaria para ejercer los derechos de libertad e independencia de los ciudadanos. Aunque combatían el antiguo régimen, estas revoluciones estaban aún muy lejos de ser democráticas, pues la gran mayoría de la sociedad, los adultos varones no propietarios y el conjunto de las mujeres, carecía de derechos políticos. Este “Liberalismo” de las élites propietarias durante siglo XIX fue el que propició el desarrollo de un Capitalismo profundamente abusivo, insolidario y antisocial. No obstante, las ideologías políticas socialistas, comunistas y anarquistas y varias corrientes religiosas reaccionaron contra ese estado de cosas reivindicando, con distintos matices y finalidades, la función social de la propiedad. Durante el siglo XX las luchas populares y obreras fraguaron en modelos políticos alternativos. Principalmente, los Regímenes comunistas antiliberales y las Democracias liberales del bienestar.
La función social de la propiedad privada, reinstaurada constitucionalmente en España desde 1978, somete este derecho a los fines de la sociedad y a la justicia, transformándola en un deber social democrático: el de tener como objetivo obtener una justa distribución de los bienes entre toda la población. Este concepto de propiedad, que pretende armonizar el derecho particular y el interés general a los bienes, es el que viene conculcando la usurpación neoliberal y las élites de poder a su servicio. Y discriminar entre qué fuerzas políticas lo defienden o no, puede ser un buen criterio para decidir el voto en las próximas elecciones.
Javier Aparici Gisbert
En la historia del derecho a la propiedad privada el Imperio romano es uno de sus más antiguos y característicos referentes. Roma fue el paradigma de la civilización antigua imperial, una jerárquica cultura esclavista y guerrera. En su expresión jurídica, coherentemente con lo que hoy consideramos sus inhumanos valores, se reglamentó la propiedad privada como dominio in res, un poder completo y pleno que se extendía sobre personas, tierras, bienes y medios de toda índole, llegando a incluir hasta la potestad de su destrucción por parte del dueño. Así entendida, la propiedad privada suponía el dominio absoluto sobre lo poseído, totalmente excluida de su uso y beneficio por los demás.
Entrada la Edad Media con su modelo estamentario de sociedad y corporativo de propiedad caracterizado por la nobleza, el clero y los siervos, en el ámbito de la religión cristiana se formuló doctrinalmente una concepción, en principio, contrapuesta a la del Derecho Romano, la propiedad comunista. Ya que Dios había creado el mundo para el servicio de todos los seres humanos, éstos en conjunto eran sus dueños, y por ello, las riquezas naturales debían de llegar a toda la humanidad con igual derecho y sin exclusiones. No obstante esa fundamentación divina de la propiedad, también en el Cristianismo se consideró legítima su división, su apropiación particular y su dominio exclusivo. Debido a que, en general, los bienes naturales requieren de trabajo, cultivo y cuidados para incrementar su productividad y, por tanto, debe haber control sobre los recursos y distinciones en razón del esfuerzo aportado para su producción.