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¿Cómo le fue a África en la supuesta COP africana?

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He escrito este año en varias ocasiones sobre el impacto de la crisis climática en el continente africano y en la vital importancia que tenía la COP27, que se celebró en Sharm El-Sheij, Egipto, para por fin poder establecer un mecanismo financiero que permitiese compensar a los africanos por los ‘daños y pérdidas’ que el cambio climático les está generando.  

Recordemos que los africanos acudían a esta COP con una hambruna brutal en el África oriental, una región que entra en su quinto año seguido de sequía y cuya gravedad y coste de vidas humanas, de gente que se muere de hambre, puede ser superior al de la hambruna de los años 80 del siglo pasado en Etiopía, que generó oleadas de solidaridad internacional. En África del oeste y en Nigeria, por ejemplo, el cambio climático es el culpable de las más graves inundaciones en los últimos diez años, y en el Sahel los efectos del clima se convierten en un factor multiplicador de la inestabilidad securitaria, junto a las pérdidas agrícolas y ganaderas y los efectos que éstas generan.  

Son muchísimos los estudios que exponen que la desigualdad climática, es decir, la diferencia en el impacto que el cambio climático antropogénico (atribuido directamente a la acción del hombre) de un lugar respecto al otro es una nueva fuente de injusticia social. Y un dato para evidenciarlo: la huella de carbono del 1% de personas más ricas del mundo es ¡80 veces! superior a la huella de carbono que conjuntamente emiten los 4.000 millones de habitantes más pobres del planeta. El cambio climático, sostienen, tiene culpables, con nombres y apellidos, y es por tanto de justicia que el mayor esfuerzo de compensación y mitigación recaiga en ellos. 

Ante este escenario, los países africanos llegaban a la ‘COP africana’ con la demanda de que por fin, ante los abrumadores datos de cómo sufren el cambio climático siendo los que menos contaminan del planeta, se tuviese una especial sensibilidad y no solo se avanzase en el cumplimiento de los compromisos financieros anteriores, sino que se ampliasen y se asegurase la llegada de fondos para adaptarse a la nueva realidad climática.  

Sin embargo, ya se llegaba con cierto escepticismo: la de Egipto venía precedida de una larga lista de compromisos incumplidos en anteriores cumbres climáticas de los países más ricos, y por lo tanto que más contaminan, hacia los países en desarrollo.  

De hecho, si alguna cosa positiva puede extraerse del resultado de esta reunión es precisamente esa, la adopción de un consenso general sobre la creación de un Fondo de Daños y Pérdidas, un concepto (en inglés loss and damage) que ha llegado para quedarse.  

Es decir, que el gran logro de esta COP ha sido de narrativa. Y eso era importante, pero no es suficiente. Ha sido, de hecho, profundamente decepcionante.  

Este cambio de narrativa es un paso necesario, ya que la comunidad internacional asume abiertamente que tan importante es ya compensar por los daños sufridos como seguir trabajando en la mitigación, es decir, en los acuerdos de reducción de emisiones. Hasta ahora los grandes acuerdos de Kioto (el Protocolo de 2005), Paris (2015) e incluso Glasgow (2021) habían sido para reducir emisiones, y los compromisos de financiación (los 100.000 millones de dólares prometidos en Paris) se habían puesto en segundo plano e incumplido sistemáticamente (algunos estudios afirman que de esos 100.000 millones, solo se han comprometido –abonado ya es otra cosa- poco más de un 20%, es decir, calderilla).  

Entiendan, pues, que los que esperábamos contundencia en las decisiones tomadas en Egipto hayamos visto las conclusiones de esta cumbre como una de esas patadas al balón (la patada a seguir, que llaman en rugby), lo más lejos posible, para que sigamos todos corriendo hacia adelante sin cambiar para nada el juego. Mucho ruido y pocas nueces: la creación de este fondo no se ha cuantificado ni establecido a quién corresponde y en qué porcentajes, su abono y reparto.  

El momento geopolítico, además, no solo es malo, es desastroso, de cara a las perspectivas de su cumplimiento. La guerra de Ucrania lo ha complicado todo, pero hay mucho más: ¿alguien cree que China, ahora principal país contaminante, aceptará dar grandes sumas de dinero a países que aspiran a desarrollarse como ellos lo han hecho? ¿O alguien cree que los Estados Unidos, con mayoría republicana en alguna de las Cámaras –y por lo tanto contraria a cualquier tipo de compensación climática- aceptarán ser los que más dinero aporten, siendo los que históricamente más han contribuido al calentamiento global? 

El presidente de Nigeria, Buhari, escribió en los días previos a la COP que es lógico que los africanos estén frustrados “por la hipocresía de Occidente y su incapacidad para asumir responsabilidades”. Su artículo, en una relectura hoy tras ver que se ha cumplido “el silencio” con que se reclamaban los compromisos financieros, es aún más demoledor: “no le digan a África que el mundo no puede permitirse el coste climático de sus hidrocarburos, y luego enciendan las centrales de carbón cada vez que Europa sienta un pinchazo energético. No digan a los más pobres del mundo que su uso marginal de energía romperá el presupuesto de carbono - para luego firmar nuevos permisos nacionales de exploración de petróleo y gas. Da la impresión de que sus ciudadanos tienen más derecho a la energía que los africanos”. 

Algunas voces africanas son muy contundentes sobre lo que es, en su opinión, ha sido una auténtica afrenta al continente, hasta el punto, sostienen, de que África no debería ni haber acudido a la reunión de Egipto. No puedo coincidir con eso, porque siempre hay que hablar y estar con la máxima presencia posible en este tipo de citas, pero puedo comprender el sentimiento de los que así se expresan. 

Es, sinceramente, un asunto complejo en el que a los africanos no les falta razón en muchos de sus argumentos, pero de esta COP que teóricamente debía ser la COP africana salimos, o esa es al menos mi sensación personal, profundamente decepcionados.  

Desde Casa África hemos ubicado la emergencia climática como una de las tres prioridades de acción en nuestro Plan Estratégico 2022-2024. En los próximos meses, nuestro objetivo será organizar actividades y posiblemente un foro de alto nivel en el que africanos y españoles podamos reflexionar juntos alrededor de este debate.  

Con la COP27, se ha perdido una oportunidad enorme: dar un golpe sobre la mesa, aceptar que para aportar soluciones al cambio climático no solo hacen falta apuestas por la mitigación, es decir, apuestas por las energías renovables para ir reduciendo emisiones. Hacen falta acuerdos y compromisos financieros de gran calado para ayudar a los que más lo sufren. Es necesario un gran cambio de consciencia política, incluso cultural, para entender y evitar que el cambio climático siga profundizando en la injusticia social, que la brecha económica siga agrandándose en un planeta en el que, además, los que menos tienen vivan en entornos impracticables donde las sequías, tormentas y el calor extremo hagan imposible un desarrollo al que tienen tanto derecho como nosotros.  

He escrito este año en varias ocasiones sobre el impacto de la crisis climática en el continente africano y en la vital importancia que tenía la COP27, que se celebró en Sharm El-Sheij, Egipto, para por fin poder establecer un mecanismo financiero que permitiese compensar a los africanos por los ‘daños y pérdidas’ que el cambio climático les está generando.  

Recordemos que los africanos acudían a esta COP con una hambruna brutal en el África oriental, una región que entra en su quinto año seguido de sequía y cuya gravedad y coste de vidas humanas, de gente que se muere de hambre, puede ser superior al de la hambruna de los años 80 del siglo pasado en Etiopía, que generó oleadas de solidaridad internacional. En África del oeste y en Nigeria, por ejemplo, el cambio climático es el culpable de las más graves inundaciones en los últimos diez años, y en el Sahel los efectos del clima se convierten en un factor multiplicador de la inestabilidad securitaria, junto a las pérdidas agrícolas y ganaderas y los efectos que éstas generan.