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Legado y vigencia de una superviviente

Ultimamente todos los que la conocimos y la quisimos sabíamos que en algún momento tendría que producirse lo inevitable, y nos llegaban noticias de que, tras haber sido toda su vida una luchadora y haber perdido facultades con la edad, ya no se encontraba tan a gusto en esta vida.

Quiso ser siempre libre y por eso se exilió voluntariamente en Venezuela en los años 50, harta del entorno asfixiante de una ciudad como La Laguna, para quienes, como ella, estaban entre los perdedores de la guerra.

En su novela 'Otra Vez' pueden rastrearse con nitidez esos sentimientos y ansias de libertad no siempre satisfechas, junto a una de la más mordaces y corrosivas críticas que uno ha leído acerca de la 'carcundia' de una sociedad represiva y provinciana.

Hija de maestros, María Rosa había conocido en todo su esplendor la primavera intelectual de la República cuando marchó a estudiar a Madrid. La guerra truncó su carrera y tuvo que quedarse en las Islas tras aquel fatídico verano del 36, mientras su hermano Elfidio -que tras militar en el Partido Radical de Lerroux había pasado a la Unión Repúblicana de Martínez Barrio y Lara Zárate- dirigía en Madrid el 'Abc republicano' y era obligado a marchar en el 39 al exilio.

Por eso decidió quedarse a echar una mano a los que, de entre los suyos, permanecieron aquí. Pero una vez que vio que iban saliendo adelante -su sobrino Elfidito llegaría a ser, andando el tiempo, con Los Sabandeños, una exitosa referencia de la cultura en Canarias-, tras terminar la carrera y doctorarse, decidió hacer las maletas.

Ya jubilada en Venezuela, y pasado el período más propiamente fascista de la Dictadura, optó por el retorno a España, pero aunque siguió siempre vinculada a las Islas, como tantos canarios que salen de su tierra, prefirió establecer su residencia en un barrio de Madrid, en la calle Pilar de Zaragoza.

Allí volvió a frecuentar a algunos de sus amigos de antaño, como su amiga Lolita Franco y el esposo de ésta, el filósofo Julián Marías. Y siguió viajando a innumerables lugares y disfrutando mucho de la vida, al tiempo que mantenía una actividad cultural e intelectual incesante.

Aunque siempre desconfió de los políticos, el advenimiento de la democracia y la llegada al poder en 1982 de la izquierda, encabezada por Felipe González, fue para aquella anciana que ya contaba con más de 70 años, motivo de una gran alegría.

Son esos los años en que guardo más entrañable recuerdo de ella, pues por su amistad, que ya he referido, con una tía- abuela mía coincidíamos en dominicales almuerzos familiares madrileños. Almuerzos tras los que el que escribe alguna vez la acompañaba a la parada del autobús mientras paseábamos por la Castellana y, pese a la diferencia de edad, ambos debatíamos acerca de asuntos tan peregrinos como la conveniencia de que España permaneciese o no en la OTAN.

Aunque amaba nuestras Islas y estuvo dedicada en cuerpo y alma a sus letras con pasión, no soportaba las boberías y las mamarrachadas tan habituales por esos pagos macaronésicos en el mundo de la política y de la cultura. Ni tampoco tragaba con el pleito insular, pese a sentirse radicalmente tinerfeña.

“Al final, cuando se encuentran aquí en Madrid más de dos canarios, casi siempre suele ser para terminar criticando a los que no están entonces presentes”, me dijo alguna vez.

Trabajadora infatigable y de natural madrugador, no era nada amiga de trasnochar ni de realizar excesos, siendo espartanamente metódica y ordenada en todo lo que llevaba a cabo.

“No he sido nada bohemia y ese tipo de vida desordenada siempre me ha parecido, en el fondo, muy aburrida, y los que la practican, unos zánganos”, me dijo una de las últimas veces que fui a visitarla, hará ya unos ocho años, en la casa de Elfidio Alonso en La Laguna.

Tremendamente austera, aunque era una gran oyente de radio, y ocasional espectadora de cine, en Madrid María Rosa no disponía de televisión porque no le interesaba perder el tiempo. Como es natural y lógico, también abominaba del fútbol y lo consideraba el nuevo opio del pueblo.

Y es que María Rosa atesoraba virtudes que, por desgracia, no abundan ya mucho y que a alguno pueden parecer de otro tiempo: abnegación en el trabajo; educado y escrupuloso respeto por el otro y por sus opiniones en la tradición del mejor liberalismo; desdén por lo trivial; amor a la verdad y rebeldía intelectual pese a quien pese...

Aunque a alguno pueda parecerle extraño, recuerdo que en una ocasión se definió políticamente en privado ante mí y otras personas como anarquista, si bien creo que lo hacía para expresar su desacuerdo con la mayor parte de lo existente, además de su militancia izquierdista.

Pero, tal como recuerdo la conversación, también creo que si se definió así fue, sobre todo, porque estaba convencida de que el siglo XXI alumbraría nuevas formas de convivencia social, al margen de los paradigmas que conocemos.

El destino ha querido que su desaparición haya coincidido con las concentraciones en toda España del 15-M, bajo el modelo de la Puerta del Sol. Y es que, pese a su longevidad, a María Rosa siempre le interesó mucho lo que decían y pensaban los jóvenes y, de hecho, siguió manteniendo hasta que la vi por última vez un espíritu de intensísima vitalidad.

Su condición de mujer, su nulo afán de notoriedad y su radical e insobornable honestidad personal e intelectual son, probablemente, la mejor explicación de que haya sido tan poco conocida. Porque a María Rosa el reconocimiento, aunque en vida, le ha llegado ya muy tarde y cuando ya volvió a La Laguna. Y es pena que no lo haya podido gozar en plenitud.

Hace aproximadamente un año, cuando con motivo del Día de Canarias se le prodigaron tantos homenajes, a la vuelta de un acto que tuvo lugar en Madrid no pude dejar de sentir tristeza: primero, por la ausencia de la interesada y por el retraso con que los honores le llegaban. Pero, también y más que nada, por la constatación de lo injusto, vil y cruelmente rastrero que este país fue, tras nuestra contienda incivil, con algunos de los más valiosos.

Eso sí. Lo que no debemos olvidar hoy es que, al fin y a la postre, María Rosa salió triunfante en su batalla particular, tenaz, tranquila y pacífica contra la infamia de la Dictadura y sus elementos. Un tipo de lucha que tal vez sólo pueda llevar a cabo una mujer y que, al fin y a la postre, le permitió ganar su propia guerra personal y hacer lo que quiso.

Porque, desde la razón de los vencidos, gentes como María Rosa, terminaron por ganar la guerra, decenios después de que esta finalizara en los campos de batalla.

María Rosa fue una superviviente y se ganó con esfuerzo y dolor ese derecho a sobrevivir y a ser libre, sin que prácticamente la ayudara nadie. Y ni que decir tiene que, al margen de su producción literaria, en estos tiempos en que todo está en crisis y en que nos esperan tiempos difíciles, su vida, y la de muchos otros de su generación, sigue plenamente vigente y debería ser un ejemplo para todos.

Federico Echanove

Ultimamente todos los que la conocimos y la quisimos sabíamos que en algún momento tendría que producirse lo inevitable, y nos llegaban noticias de que, tras haber sido toda su vida una luchadora y haber perdido facultades con la edad, ya no se encontraba tan a gusto en esta vida.

Quiso ser siempre libre y por eso se exilió voluntariamente en Venezuela en los años 50, harta del entorno asfixiante de una ciudad como La Laguna, para quienes, como ella, estaban entre los perdedores de la guerra.