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Melilla

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Como era martes, daba igual que fuera otro día, me acerqué al hotel Ritz de Madrid porque allí iba a dar un desayuno informativo el presidente de la ciudad de Melilla, un provecto hombre del PP. Mi interés no estaba en lo que este pudiera decir sino en el recuerdo del enclave español en África. Estábamos en 1983 en un verano caluroso y bienaventurado. Y Alejandra reinaba en la ciudad. Su belleza incaústica lo llenaba todo, incluido mi seso, y yo me paseaba con ella por los bares melillenses, cargados de tapas y cañas de cerveza. Entre las casas modernistas y una repleta discoteca, con algunos modernos baños en la playas. Sabía que nada de eso me iba a encontrar en el Ritz, pero entre ingenuo y masoquista esta vez rechacé los apremios del ectoplasma de Durruti que pretendió evitar mi asistencia.

Incauto de mí, allí no estaba Alejandra ni nada que se le pareciera. Y aunque mi melillense no fuera una revolucionaria de la época, hoy pasaría por la izquierda a casi todas las asistentes al desayuno.

Empezó y acabó Imbroda, que así se llama el presidente, en un alarde patriótico afirmando la españolidad de Melilla. Bien, porque nadie lo duda. Recordó la riqueza multicultural de la ciudad, cristiana, judía y musulmana, e incluso la elogio como uno de los encantos de la misma. Bien también. Núñez se encargó de las presentaciones mientras los chicos y chicas de Waterloo gritaban aquello de “la parte contratante de la parte contratante” ante un presidente del gobierno de España de paciencia infinita. Núñez estaba entretenido en sus habituales calificativos a este, sin imaginarse que el miércoles iba a hacer la pirueta de defender el voto afirmativo de su partido al nuevo decreto. Otra vez los hermanos Marx en su salsa.

Lo carpetovetónico de todo esto fue que el padre de Alejandra, general de caballería en la reserva, nos encontró muy acaramelados a las cuatro de la mañana. Fue un imprevisto porque se le suponía de vacaciones en la península pero llegó antes de tiempo. Me defendí como pude, “mi padre también es de caballería”. Al día siguiente tomé el primer ferry hacia Málaga y se acabó el verano.

De todo ello no pude hablar con el presidente de la ciudad ni con Núñez, que enlazaba denuestos contra Pedro Sánchez como quien se come unos churros con mucha azúcar blanca por encima. Al final, le di la razón a Durruti. “¿A qué no estaba Alejandra?” Opté por el silencio y por el sometimiento a la lluvia que caía pertinaz sobre los madriles. Cuánta incomprensión.

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